sábado, diciembre 26, 2009

LEYENDA DE TIERRA NEGRA

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   Una vez arriba, desde la cima, El Montañés pudo contemplar entre halos de niebla la emblemática Shamphuroa, una de las siete ciudades sagradas, la dedicada al Trueno y consagrada a la enigmática diosa. Entre ambos mediaba una barrera insalvable, que la naturaleza dispuso a modo de frontera protectora. Les separaba el sobrecogedor cañón de Troujjon, tan profundo que nadie nunca escuchó la caída de una piedra troujja, de reputada dureza. El Montañés se había propuesto esquivar la garganta sin fondo, así que escogió bordearla, aunque ello significase atravesar el bosque de la Tierra Negra, tan espeso como dos noches a caballo. Pero no existía otra alternativa. Cuentan que las temibles tribus que habitan el bosque se convierten en árboles cuando llega la oscuridad, pero El Montañés hizo oídos sordos a estas palabrerías y descendió, lomo abajo, a su encuentro. El día acababa de comenzar y no tenía tiempo que perder. Antes, a la entrada de la espesura, desmontó junto al riachuelo, para que la yegua bebiera. Luego se despojó de su vestimenta y, desnudo, embadurnó su cuerpo entero y el de la yegua con una mezcla de barro fresco y musgo. Arrancó dos manojos de muérdago, que se colgó al cuello y, una vez guardó las ropas en la alforja, emprendió la marcha hacia el interior del bosque...

Desde un principio imprimió un ligero trote a su montura, con la intención de extenderse el menor tiempo posible en tan sórdida travesía. Prefería no tentar a la suerte y evitar comprobar lo que había de cierto en aquellas diabólicas supersticiones. Agradeció al menos no sufrir los fragores del tórrido sol, que caía sobre la zona en esas fechas de bonanza, pero pronto la máscara de barro que les cubría comenzó a agrietarse y, una vez seca, desprendía un cierto olor desagradable, que resultaba incómodo de soportar. Después de haber cabalgado durante toda la mañana comenzó a disgustarle el continuo reino de sombras y humedales que pisaba. Sin desmontar, echó mano de las bayas frescas, que guardaba en la alforja y, desafiando al descanso, aprovechó a reponer fuerzas, sin dejar de avanzar. A ratos, se inclinaba sobre la montura para zafarse de las ramas bajas que, como garras, se enredaban y entorpecían la marcha; en otros, el sendero se abría a golpe de machete. A medida que se internaba la vegetación se iba espesando y, así, la tarde instauraba su oscuro dominio de sombras, casi de improviso. Supo que le quedaba poco cuando el vuelo raso de un mochuelo amenazó con chocar contra su rostro y, sobre todo, cuando pudo observar el fondo blanco de unos ojos que le vigilaban desde la corteza de un tronco. Entonces arremetió a fondo contra la yegua y espoleó hasta el límite la intensidad de la carrera, en una frenética huida hacia la salida del bosque, que ahora se había transformado en una jauría de árboles salvajes, que le perseguían enloquecidos. Una nube de dardos caía a su paso clavándose en la capa de barro endurecido, a modo de escudo. El Montañés frotó la yesca sobre el muérdago y, a galope tendido, arrastró las matas incendiadas durante una distancia lo suficiente precisa para extender las llamas a su alrededor. Los árboles bramaban mientras el fuego crecía e iluminaba los rostros de terror de los que ahogaban sus espasmos de muerte, entre una nube de polvo y humo. En el último tramo, ayudado por la visibilidad del claro, pudo comprobar que los golpes de machete partían obstáculos y ramas como cabezas y brazos sangrantes, tal era la avalancha de atacantes que se cernían, hasta que de un salto veloz, por fin, la yegua cobriza abandonó la frontera frondosa de lo que antes había sido un silencioso bosque.
 Atrás quedaba ya la Tierra Negra, pero El Montañés no giró la vista atrás para otear la columna de humo, que se elevaba sinuosa. Aún siguió camino adelante, impasible al peligro que acababa de desaparecer tras sus espaldas. Hombre y caballo sin denuedo, continuaron así hasta poco antes de que un nuevo alba pidiera permiso a la hermosa ciudad de Samphuroa, para rendir el tributo de su luz a los pies de su diosa sagrada. Para entonces El Montañés ya se había recuperado de la cabalgada; después de un baño y ligero descanso a las puertas de la entrada amurallada y, mezclado entre las gentes del mercado de la ciudad, escrutaba las almenas de las torres altas en busca de una señal propicia, que le indicara el tejado bajo que cobijarse en las noches sucesivas.
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martes, diciembre 08, 2009

ENTRE SOMBRAS

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   Era otra sombra más que, al amparo de la oscuridad, se abría paso entre los tejados de la ciudad dormida. Una media luna menguante rasgaba el cielo, pero nadie observó las sombras que se proyectaron en los edificios próximos ni oyó resbalar los pasos sobre las cúpulas doradas de Nathamyâe. En otro tiempo fue capital del imperio, aunque hoy solo la presencia del palacio imperial recordaba la solemnidad de su pasado glorioso. Sus dependencias guardaban otro vestigio de no menos valor, la hija única del emperador dormía plácida en la sala alta de la torre, custodiada por la guardia que su padre destinó a tal misión. La antigua capital ocupaba un enclave privilegiado y, desde su otero estratégico, dominaba el estrecho de Isla Dhizdo, paso obligado al puerto de El Piergel y otras ciudades costeras. Allí, es frecuente en esta época el viento del sur que trae el calor que las dunas del desierto almacenaron durante el día y, desde lo alto de la torre, puede avistarse la costa cercana, al tiempo que se deja notar la brisa suave que inunda la estancia donde descansa la princesa, rendida, tranquila y ajena a las sombras que cruzan la noche.
Una de esas sombras se descuelga por la cornisa y, sigilosa, se adentra por la ventana en la habitación. Un brillo metálico delata el arma que empuña y, por breves instantes, cobra forma humana confundida entre los visillos. En la noche cálida la brisa costera mece los visillos transparentes que se adhieren al cuerpo del hombre que empuña la daga y de la otra sombra que, momentos atrás, acechaba oculta. Tampoco se oyó ni un grito, solo el deslizante filo entre los visillos y el hombre de la daga cayó desplomado torre abajo. El estrépito del arma no desveló el sueño en Palacio y, con el mismo sigilo que llegó, la primera sombra desapareció sobre las azoteas antes de que el alba despuntara vigilante.

Ya entraba la claridad del día entre los visillos salpicados de sangre cuando las voces, desde la calle, sacaron del sueño a la princesa. Se incorporó y, asustada por las manchas, apartó los visillos para asomarse y contemplar la fuente de tanto escándalo. Abajo, la guardia imperial se cernía sobre el cadáver inerte del fallido asesino. Al rato, otra sección de oficiales irrumpió en las dependencias de la princesa, aliviados al comprobar que no había peligro. Fue entonces cuando la joven reparó en el objeto posado sobre la mesa, junto a la cabecera de su dormitorio, lo sujetó entre sus manos y con curioso detenimiento observó al protagonista del que tanto había escuchado hablar a su padre... El cáliz sagrado de Rankha de nuevo regresaba a Palacio y con él las bendiciones de su significado secreto. Sin duda, vientos nuevos se unían a la suerte del imperio en inmejorable presagio. Por fin las mujeres volverían a reinar y ella podría ocupar el trono de su padre, el Emperador.
Entre las gentes de Nathamyâe se divulgó rápido el rumor del atentado y, también, la sucesión al trono de su nueva emperatriz. Para entonces, los guardias de Palacio controlaban las calles, extremando las medidas de seguridad, en previsión de posibles focos insurrectos.
 ...Pero El Montañés ya estaba de nuevo a bordo del bajel, la promesa quedaba cumplida, aunque su viaje no terminaba ahí. Mañana continuaría rumbo entre las islas, por fin sin obstáculos hacia el continente. El Montañés aprovechó la espera para descansar. Mientras, se dejaban caer las primeras sombras de la tarde.
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domingo, noviembre 08, 2009

HORIZONTE DE ARENA

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   Habría reconocido aquella figura envuelta en la capa en el último confín del mundo. No era la primera vez que se topaba con el canoso barbudo y sus inconfundibles cadenas doradas cruzándole el pecho, como tampoco era aquella la única tempestad de arena en mitad del desierto. El Montañés ya presintió algo antes de desatarse el airado vendaval, tal vez por los sospechosos movimientos de uno de los guías de adelante hacia atrás de la caravana y que después desapareciera al galope sobre el corcel fresco que condujo de las riendas durante todo el trayecto. El resto de los mercaderes intercambiaron miradas desconfiadas entre sí, aquello era lo que parecía y la emboscada estaba ya pergeñada. Pero ni los propios bandidos contaron con el caprichoso hado del desierto. El cielo oscureció al tiempo que un repentino viento sacudía las túnicas de los hombres que, cubriéndose el rostro, se apresuraron a parapetarse tras el cargamento de los camellos. El Montañés escogió una pronunciada duna, algo alejada del grupo y, tumbado boca abajo, aguardó a que la tormenta pasara por encima suyo. Le resultaba imposible ver ni oír, solo sintió los cascos de los animales golpear en el suelo. Cuando logró asomar la cabeza al frente fue cuando pudo observar cómo los malhechores, dirigidos por el barbudo de la capa, se hacían con el botín de la caravana y, también, comprobó cómo acabaron con la vida de los sobrevivientes, rematándoles sin escrúpulos. Ya conocía los modos de aquella banda de salteadores, su perplejidad vino al divisar entre la espesa niebla de arena la silueta recortada de los otros jinetes, inmóviles, escrutando las intenciones últimas del pillaje. Luego, cuando los ladrones pusieron fin a su faena y decidieron marchar, el otro grupo de jinetes fantasmas desapareció también, sigiloso, tras la duna... Algo en el lento y grácil cabalgar de aquellas monturas trajo a la mente de El Montañés el recuerdo de las leyendas, sí, otra vez las diosas del desierto surgían en su camino.
Se arrastró hasta el lugar del asalto, entre los cuerpos semienterrados, atraído por los gemidos de uno de ellos, malherido. La daga le había atravesado el omóplato de parte a parte, pero sin conseguir matarlo. El Montañés lo envolvió con las ropas de otro cadáver y taponó la herida. Luego, lo izó del otro hombro y lo obligó a caminar en dirección a la duna que había servido de otero a los jinetes fantasmas. Se dejaron caer por la pendiente suave y larga y, a duras penas, aún remontaron otra duna más elevada. Entonces, desde lo alto, vislumbraron las copas verdes del oasis, semejaban torres fortificadas de un paraíso perdido en la arena. Y no era un espejismo porque ambos lo vieron y porque el herido pareció recobrar fuerzas acelerando el paso hacia el vergel.

Antes de alcanzar sus orillas las gentes del oasis salieron al encuentro. Se llevaron en palio al guía herido y agasajaron a El Montañés con comida y vestimenta limpia. Los efluvios del aguardiente, después, le ayudaron a descansar. A la mañana siguiente, El Montañés pudo disfrutar del primer baño en varios meses. Luego, le condujeron a la amplia sala donde, sentado, esperaba el hombre que rescató de la caravana. Su aspecto aseado y bien atendido le hacía parecer otro. Les dejaron a solas y conversaron durante horas, de modo que El Montañés pudo conocer algunos detalles importantes para entender el significado de los acontecimientos más recientes.
La historia del guía desveló la identidad del misterioso barbudo de la capa, jefe de la Guardia de Omar Muhar, primo hermano del Califa y heredero legítimo, según sostenían con violenta insistencia sus seguidores. El Montañés escuchaba con atención los detalles, solo interrumpidos por la sirvienta que, en silencioso respeto, entraba para ofrecerles infusiones o aguardiente. El Montañés aceptó la taza que le ofreció la mujer... Sus rasgos estilizados quedaron visibles al destaparse el velo mientras vertía el líquido. Cuando la bella mujer le tendió el brazo a El Montañés tampoco le pasó desapercibida la sensual firmeza de su mano, que apretó al tiempo que le preguntaba el nombre...
-Yaira, me llamo Yaira... -musitó ella, apartando los ojos de su mirada intrigante.
A El Montañés no le quedó otro remedio que seguir atendiendo las explicaciones del amigo guía que, en señal de agradecimiento por haberle salvado la vida, le invitó a salir de la tienda para recoger el regalo al que tenía prohibido rehusar: un camello descansaba afuera, atado a la vegetación, era suficiente para llegar hasta El Pierjel y para, después de venderlo, comprar el pasaje rumbo al Continente.
Cuando tuvo que abandonar el campamento, El Montañés se despidió con un último vistazo sobre los muchachos que se agolpaban bajo las palmeras, junto a las tiendas donde descansaban los hombres y, a la sombra, algunas mujeres parecían también despedirse en silencio... Distinguió entre ellas a Yaira, que agrupaba a los niños, sin perderle de vista. Como buen beduino, su guía amigo le engañó con el regalo: no era rápido sino un viejo camello, pero no le mintió en los dos días que le separaban del afamado puerto de El Pierjel.
Era de tarde cuando la embarcación zarpaba. Desde cubierta, El Montañés aún pudo observar al grupo de jinetes que irrumpió con estruendo en el puerto y las cadenas de oro que el cabecilla lucía en el pecho. Se alegró por fin de dejar atrás el bullicioso ajetreo de aquel puerto atestado de gentes y pertrechos y, cuando la noche entraba, se recostó en popa. Por unos instantes, imaginó a Yaira despojada del velo, desnudo el torso a lomos de su montura, empuñando firme el arma a galope, entre dunas, hacia un horizonte de arena...
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domingo, octubre 25, 2009

EN EL TEMPLO

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   Desde que El Montañés llegó a la costa pudo comprobar que las aguas verdes del Mar Menor escondían más secretos de lo que a simple vista pudieran ofrecer. Observó también la estrecha senda de arena que las olas descubrían al apartarse y que comunicaba con el Palacio de Morjor, horadado en las entrañas del islote del mismo nombre.
Aprovechó para reponer fuerzas y aguardó confundido entre las rocas del acantilado como otra sombra más, recortado entre los rojos y amarillos del crepúsculo. Aquella era la noche. Por eso, cuando el mar retrocedió El Montañés avanzó a pie por la orilla de aquella lengua de arena, para no dejar huella. Ya en la entrada se topó con el guardián, sorprendido en el primer sueño. Cuando el amanecer llegase lo encontraría así, dormido para siempre en la herida abierta de su cuello. El Montañés cruzó los amplios corredores con la daga del guardián. A través del enrejado pudo observar a las vírgenes en inquieto revuelo, nerviosas, quizás por las novedades que se presentían. Algunas aún sin velo acercaban su hermoso rostro al enrejado, curiosas. Del fondo del pasillo, apresurado, surgió el otro guardián que custodiaba la puerta del santuario, pero antes de que desenvainara la daga del Montañés silbó una canción de muerte al clavarse en su pecho. No había tiempo que perder, así que exploró cada rincón del recinto hasta dar con lo que andaba buscando, justo sobre el altar. Luego, empuñando el vaso sagrado de Rankha, abandonó el Palacio por el pasillo de arena que se abría entre las olas.
Se dirigía al lugar donde le aguardaba su montura cuando algo hizo que se agazapara, inmóvil. Siempre ataba a su yegua con media vuelta, estaba enseñada a soltarse ella misma en caso de peligro, por lo que aquel resoplido impotente solo auguraba imprevistos. No tardó en distinguir al grupo de soldados del relevo de la guardia, apostados a la espera entre los árboles. Con sigilo, se arrastró en dirección al acantilado para ocultarse. Desde allí, podía observar el trajín de caballería que atravesaba el pasaje de arena hacia el islote del Palacio; habían dado ya la señal de alerta. Especialmente se fijó en aquel jinete de capa larga y turbante malva, parecía algo más que un cabecilla. Dos cadenas doradas le pendían del pecho y sus gestos eran enérgicos al impartir las órdenes.
A El Montañés le dio la impresión de que ocurría algo más que la precipitada organización de su captura, sobre todo, cuando el grueso de los jinetes marchó en su busca y el otro grupo que lideraba el de la capa permaneció en el islote. Enseguida obtuvo la respuesta. No era de extrañar que para un grupo de desalmados también resultaba tentador el bello tesoro que guardaban las paredes del Templo sagrado... Iban sacando a las vírgenes ultrajadas, después de satisfechos los instintos de su apetito más primitivo y, una a una, eran degolladas a la entrada del templo antes de caer al mar. La oportunidad era propicia para posteriormente echar la culpa al extranjero y proclamar la guerra a los profanadores.
 Supo que la diversión había terminado cuando los gritos cesaron y salió el jefecillo con su melena cana al aire, sin turbante. Antes de que comenzaran a explorar cada rincón de entre las rocas El Montañés debía abandonar aquel acantilado. Entonces se acordó de que El Pierjel no quedaba lejos y que de su puerto partían de continuo bajeles con destino a los mercados del Este, donde no le resultaría difícil intercambiar el tesoro de Morjor por otros bienes más útiles. Apretó el vaso de oro bajo el cinturón y echó a nadar. Pero antes, de un último vistazo, se despidió de la triste belleza del islote sagrado... Los cuerpos de las vírgenes flotaban desnudos, tiñendo de sangre las olas que circundaban el templo.

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jueves, octubre 08, 2009

LA TRAVESIA

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   Se abalanzó Se abalanzó sobre la yegua impulsado por un resorte automático, aunque era demasiado tarde y ya habían dado buena cuenta de ella. Los indios Urumhara eran expertos olfateadores de caminos, pero no aquellos piratas de bosques. No es El Montañés hombre que se arredre frente a enemigo alguno y tampoco nadie pudo vanagloriarse de haberle encontrado desprevenido, siempre alerta, incluso durante el sueño. Lo habían hallado de casualidad. Les delató el resoplar de su respiración nerviosa mientras se emboscaban...
Prefirió huir hacia la espesura en vez de hacer frente a un número desconocido de asaltantes. Podían ser torpes, pero no estúpidos cuando empuñaban un arma. La noche estaba cerrada y alzando el fusil como el machete más certero, se abrió paso en la oscuridad, rápido, corriendo entre los árboles, hacia el río. Los disparos silbaban a su alrededor sin acertar y, de un salto, se zambulló en las aguas gélidas del Athur, caudaloso en ese tramo, pero peligroso y veloz cuando desemboca más abajo en los rápidos rocosos.
Era cuestión de tiempo, por eso escogió nadar contra corriente. Distinguió, entre bocanadas de agua, las sombras de sus monturas recorrer la orilla escrutando la corriente para dirigirse río abajo, explorando cada palmo.
Avanzar río arriba resultaba lento y penoso, apenas se ganaban algunos metros y había que tener agallas para mantenerse el tiempo suficiente y que sus perseguidores optasen por emprender la búsqueda en la lógica dirección del río hacia adelante. Con la cabeza sumergida en el agua los cascos de los caballos suenan igual que truenos, trepidantes. Corriente arriba, se asomó en la margen opuesta, después de comprobar la ausencia de amenaza. Exhausto y mojado, con el fusil colgado a la espalda, caminó monte arriba el resto de la noche, sin descanso, hasta que el frío nocturno le atenazó los músculos e impidió a sus piernas dar un paso más.
Cuando despertó el sol estaba en lo alto. Se desembarazó del forraje de helechos que, a modo de abrigo, le dieron cobijo y, en pie, pudo vislumbrar al fondo los montes Betsales, una hilera montañosa de diminutas cumbres redondeadas, que dibujaban la línea limpia de la frontera con el noroeste. Más allá, también limpio y cruel, el desierto. No había otra salida.
Afrontó su suerte con la decisión firme que siempre imprimía a sus actos, aún a sabiendas de que cada paso que daba desierto adentro significaba acercarse a un final seguro.
Por eso se tendió, inerte, sediento y sin agua, castigado más allá del límite sobrehumano, dispuesto a que el fin salvador llegara pronto. Hasta sus ropas acartonadas por el calor le hacían daño y así, boca arriba, encaró la claridad inmensa que se adueñaba de todo, a la espera que lo hiciera también de su vida sin escapatoria...


Ya debía de estar muerto, pensó, al contemplar sobre sí los rostros de aquellas mujeres que le observaban. Quizás se encontrara ya en el paraíso que tanto le prometieron, porque le parecieron tremendamente hermosas, de una belleza exuberante y salvaje. Sus rasgos eran suaves, angelicales, pero firmes cuando sus delicados brazos lo voltearon para darle de beber aquella pócima o tal vez fuera agua. Soñó con ellas, con sus hermosos cuerpos. Si no estuviera muerto habría jurado que las amó, sobre todo a aquella joven sonriente de lacio cabello negro, tan brillante como los hilos de plata que lava la luna en el espejo oscuro del río...
Esta vez le despertó una bocanada de aire fresco. La cegadora claridad de antes dejó paso a un cielo azul diáfano. Le sorprendió la energía con que se puso en pie y, atónito, contempló las laderas suaves que dan entrada a Ka-Al-Andhul, la primera ciudad habitada una vez traspasado el Desierto Gran Negro.
Los ladridos de los perros anunciaron su llegada al entrar en las polvorientas calles y las gentes comenzaban a arremolinarse en torno suyo con el rostro incrédulo, pues a la puerta de la ciudad se accede desde la llanura y nunca nadie antes logró atravesar el desierto desde el oeste y sobrevivir.
Fue el venerable Thamir quien lo rescató de la muchedumbre que palpaba su fusil y lo zarandeaba para cerciorarse de que realmente estaba vivo. El anciano lo llevó a su tienda y lo invitó a descansar...
-Se puede vencer al frío y al calor, pero no a los guardianes de las arenas...  -mascullaba  mientras  le  ofrecía  el  amargo    con  el  que comercian los viajeros del desierto.
-A menos que...
Quizás fue la respuesta del anciano desvanecida en el aire o quizás el primer trago que templaba su estómago en muchas jornadas, lo cierto es que una sacudida hizo estremecerle hasta el entendimiento. Por unos instantes, resucitó vívida la imagen de las hermosas guerreras del desierto, esbeltas a lomos de sus camellos, sonrientes y ágiles, mientras se alejaban a galope y se perdían en la árida atmósfera de arena donde el sol extendía sus dominios. Al igual, con el segundo sorbo de té, se desvaneció el hechizo de su recuerdo y, a cambio, una sombra de duda empañó su mente ahora confusa... Quizás las diosas del desierto solo existieran en un sueño, quizás fueran eso, un espejismo, un deseo...
Afuera, en la plaza, los camellos descansaban en círculo, impasibles, a la espera de la próxima caravana que reanudara su marcha itinerante hacia otros horizontes de luz...
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jueves, septiembre 24, 2009

EPISODIO EN RIO CUERVOS


   En Río Cuervos se acaba el camino. Hubo un tiempo en que la gente habitó sus orillas, pero hoy tan solo es un pueblo fantasma, refugio de alimañas o malhechores de paso. El Montañés conocía bien cada recoveco de aquel sitio que ahora evocaba en especial, quizás debido al duro contraste que representaba atravesar el árido terreno que separa Rocas Negras de La Peña. Le llevó varios días dar con la pista que llegaba hasta aquel maldito lugar donde, en otro tiempo, se ajusticiaba a los ladrones o a los condenados por crímenes. Ahora, sin embargo, tan apartado como olvidado era, por el contrario, el lugar aprovechado por los forajidos para poner término a la venganza justiciera de sus depravados desmanes.

El Montañés no dejó que el sudor empañara sus pensamientos. Aquel desierto pedregoso no permitía tregua ninguna durante el día y hasta la yegua presintió los extraños augurios, al recular, inquieta, negándose a avanzar frente a La Peña. El Montañés se apeó y continuó a pie, subiendo a la roca entre los guijarros sueltos mientras apartaba a patadas los atrevidos crótalos que el asfixiante sol sacaba de su escondrijo. El polvo rojo que levantaban sus botas le teñía la barba y las ropas hasta impregnarle también la saliva, pero el Montañés no malgastaba esfuerzos en sacudirse ni siquiera en masticarla. Se ayudó de las manos en el último tramo en su ascensión entre las rocas y, ya arriba, encontró el árbol. Con aquel calor implacable no puede explicarse cómo es capaz de crecer allí un árbol y, ciertamente, se sostenía en el hueco perforado de la tierra agrietada, apoyado en el cerco de un montón de piedras dispuestas a tal fin. La sombra del cuerpo que pendía de su única rama, seca y curva, permanecía también quieta, consciente de su efímera presencia.
El Montañés descolgó aquel cuerpo muerto y lo liberó del humillante abandono y, calculando cada gesto, lo cargó a sus espaldas dispuesto a emprender sin demora el descenso. Abajo, depositó el cadáver de su viejo amigo a lomos de su montura cobriza y los tres reanudaron de nuevo la marcha de regreso. Por el camino, la vida salía al paso en la mente de El Montañés al recordar la amistad de una sempiterna infancia a orillas del Río Cuervos. No, no se lo merecía ni iba a permitir un final así...
Hay pocos lugares que no conozca El Montañés y pocos a quien contárselos. Nadie puede explicarse el montón de piedras apiladas, presididas por una cruz, que descansa en la margen alta del río. Tampoco nadie se explica los cinco cuerpos abandonados entre el lodo de la otra orilla, cada uno con un tiro en la frente, como la firma inequívoca del castigo que corresponde a cada forajido.
Pocos caminos conducen a Río Cuervos, ahora libre de malhechores. Más allá, un jinete cruza el cauce en su parte más estrecha hacia los llanos, semioculto entre las altas hierbas, hasta donde el rastro se pierde...

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viernes, septiembre 11, 2009

OJOS DE GATO

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   Era la única mesa ocupada, al fondo entre las columnas. Y la única a la que se podía oír en toda la Cantina. Los cuatro hombres vociferaban transformando la partida en un espectáculo de insultos y juramentos malsonantes. El más bravucón golpeaba con el codo en la mesa cada vez que perdía, desordenando las fichas sobre el tapete con lo que, de nuevo, aumentaba el griterío. Era un hombre corpulento, de anchas espaldas y larga cabellera. Su gran vozarrón, ronco y grave, revelaba que era quien mandaba en el grupo. Detrás suyo, sentada en la silla con las rodillas juntas y los brazos caídos a cada lado, la pequeña niña contemplaba el juego con un semblante triste, casi alicaído. Su mirada rasgada, tez pálida y cabello azabache hablaban que venía de muy lejos.

A El Montañés le llamó la atención la hermética rigidez de la niña en medio de aquel alboroto. En plena bronca del vocerío, el bravucón se volvía hacia atrás de vez en cuando para comprobar que la niña seguía allí sin moverse. El Montañés apuró el vaso de un trago y ni un solo pelo de su barba salvaje se perturbó cuando la voz del bravucón se dirigió a él, increpándole para que acercara la botella. El Montañés no era hombre de muchas palabras y tampoco había llegado hasta allí para obedecer los caprichos de ningún truhán ni para reír sus bufonadas, así que siguió de espaldas a la mesa. Los pocos clientes que quedaban en la Cantina casi salieron al tiempo, como si todos se hubieran puesto de acuerdo. El bravucón preguntó de nuevo y, sin dejar de gritar en tono agresivo, se levantó de su asiento para dirigirse al forastero de la barra que tan indiferente le ignoraba. Cuando extendía su mano para alcanzar el hombro de El Montañés, este se revolvió con la celeridad del rayo y, de un tajo, le seccionó el antebrazo. El rostro de estupor del aguerrido fortachón quedó firmado por el otro filo del machete con una rúbrica de sangre en su cuello velludo. No había acabado aún de desmoronarse como una pesada torre cuando el silbante vuelo del machete cruzó la cantina para clavarse en el pecho del lugarteniente que ya se incorporaba a la pelea. De los otros dos, uno cayó con el primer disparo; y el otro, al intentar correr hacia la puerta para huir.
El Montañés cogió de la mano a la niña que, sin oponerse, subió con él a la grupa de la yegua. Ya caía la tarde sobre el cerro cuando soltó a la niña a la entrada de la aldea. Cuando ella echó a correr parecía conocer hacia dónde se dirigía... También parecía conocerla la anciana que, con los brazos abiertos, corría hacia ella. El Montañés aún pudo entender su nombre, a pesar de que ya se encaminaba hacia las afueras del pueblo. En el lenguaje nativo de los Runya su nombre quiere decir “Ojos de Gato”.
El cielo se tiñó de rojos y púrpuras y aún se dejó escuchar el sonido vivo del bosque, antes de que la noche cayera a plomo sobre el llano. Con un fuego lento engañó la soledad de las primeras estrellas. Luego, envuelto en su jarapa de piel, junto al fusil, observó el halo de luna con los ojos cerrados.
...El río maullaba silencios y la noche se mecía con una nana de olvidos.

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viernes, agosto 07, 2009

CAZA EN LA MONTAÑA


   Le llamaban El Montañés porque no era de allí. Vino del otro lado de Sierra Alta, incluso dicen que de más allá del llano que precede al gran desierto, el que llaman el Negro, por su larga espesura.
 A pesar de haber cabalgado la noche entera, no acusaba su rostro ningún gesto de cansancio, casi podría afirmarse que rara vez reflejaba algún gesto descifrable. Hombre tosco y rudo, siempre vagabundeaba en solitario y los pocos que llegaron a encontrarse con él únicamente prefirieron mantener las distancias, en previsión de desenlaces desagradables.
Ascendió entre las peñas a lomos de su yegua cobriza. Cuando alcanzó mayor altura continuó el ascenso a pie, sin soltar las riendas de su montura. En el otro antebrazo reposaba el fusil. El sol castigaba a plomo todo ser viviente, planta o alimaña, que habitase aquel lugar, pero él parecía conocer con certeza hacia dónde debía encaminar sus pasos. Se apostó en la ancha y gruesa roca, apoyado en la hendidura hueca que le permitía, cómodo, manejar el arma con soltura. Entre los matorrales ató al caballo, liberado de los pesados fardos de pieles y, de nuevo, volvió a parapetarse en la roca, dispuesto a hacer frente a una larga espera.

El buitre leonado surgió de lo alto del risco cercano, planeando con su vuelo lento y pesado. Su silueta oscura cruzó el limpio azul del cielo con sus alas extendidas, describiendo amplios círculos en su descenso, hasta que casi estuvo a la altura del vigilante fusil de El Montañés. En el punto de mira... el cerro entre los riscos, mientras el ave de rapiña descendía y, al fondo del cañón, donde el horizonte se confundía con la pista de arena, un carromato tirado por dos mulos avanzaba rápido, a juzgar por la densa polvareda que elevaba en su carrera. El Montañés afianzó el codo en la roca, enarcó la ceja y, concentrado, apuntó con determinación, con la misma determinación con que su dedo inmisericorde apretó el gatillo. Los riscos devolvieron los ecos del disparo, sonora y estrepitosamente repetidos.
El cazador ya estaba de nuevo, rienda en mano, jalando de su montura cobriza monte abajo. Su camino ahora no era siquiera de regreso. Oculto el rostro tras la poblada barba, un brillo de plata en sus ojos oscuros delataba el triunfo de la justicia primitiva.
El conductor del carromato se dobló sobre sí mismo, clavando el mentón en su pecho y, con un grito ahogado, cayó de bruces a la pista. Los mulos aún siguieron su marcha adelante un tramo más, empañando la escena en una nube de arena. El tiro le había acertado de pleno en el centro del pecho, marcando el final de su camino.
Luego, antes de que los otros buitres aparecieran al improvisado festín, un grupo de jinetes se fue acercando en veloz persecución hasta el carromato. El primero que llegó descendió raudo del caballo y examinó al muerto, buscando entre sus ropajes, hasta lograr dar con el objeto de la angustiosa exploración... Se dirigió al resto del grupo y les mostró la simbólica figura, la estatuilla del dios Shär, hurtada hacía apenas dos días del templo de Lohen Thoenn, en la víspera de la conmemoración del Año Sagrado Lunar.
 Lejos de allí, un jinete cabalgaba aún a solas. A nadie en su sano juicio se le ocurriría arriesgarse a que la noche gélida y despiadada le hallase dormido en el Cañón del Río Rojo.


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sábado, julio 11, 2009

PIEL DE OSO

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   El alba gris balbuceaba una mañana diáfana cuando descendió a aquel recodo del río para beber. Estaba cargando su cantimplora cuando, de repente, se topó con aquella gran cabeza de oso que salió de entre los arbustos. Frente a frente, ambos parecieron sorprenderse y, asustados, retrocedieron a la carrera. Fue el oso el primero en reaccionar, girándose, pareció preguntarse qué demonios de bicho viviente era aquel humano... Había pocos por allí. Olfateó el aire y, ahora, buscó un paso accesible por el río hasta la otra orilla.
El Montañés no miró atrás, sabía de la importancia de aquel encuentro y corrió, corrió sin parar hasta el lugar donde había pasado la noche. Sin perder tiempo preparo su montura y huyó al galope, abandonando allí los demás enseres... Más tarde volvería a por ellos, ahora era necesario poner manos a la obra.
El oso le había descubierto, así que no podía permitirse costumbres cómodas ni peligrosas. Escogió a conciencia el sitio para abrir la enorme zanja. Aquel claro en el bosque simulaba un sendero de paso ineludible al interior, custodiado a ambos lados por apretadas hileras de abetos reunía las condiciones idóneas para preparar la trampa. Primero, cavó el largo de la zanja y profundizó apenas unas paletadas. Continuaría en sucesivas jornadas, pues hay fieras en esa espesura que son capaces de olfatear la frescura de la tierra revuelta.
Había de extremar las precauciones, así que durante las largas semanas que le llevaron los preparativos, nunca pernoctó dos veces seguidas en el mismo lugar. En las tardes suaves subía a los riscos y cuando soplaba el viento del norte se resguardaba en la gruta.
La zanja adquirió el hondo de más dos hombres y un largo aún mucho mayor. Luego, enterró las estacas puntiagudas y, por último, cubrió el hoyo con un entramado de ramas y hojas para camuflarlo con el camino. No había vuelto a toparse con el animal, pero podía presentirlo, sabía que le andaba a la zaga.
Aquel día dejó a la yegua alejada, libre de riendas y montura, en la orilla del lago y, decidido, se apostó en lo alto del gran abeto. Desde allí, las copas de los demás árboles le impedían vislumbrar todo el panorama, pero podía sentir la respiración de un abejorro... Y así fue, sólo que aquella bestia era capaz de tragarse a todo un enjambre.
El Montañés descendió sigiloso para colocarse en el preciso lugar que le interesaba, al extremo opuesto de la zanja, hacia el interior del bosque. Cuando el oso apareciera por el único pasaje con la anchura suficiente para llevarlo hasta él, llamaría su atención para atraerlo. Luego, la trampa se encargaría del resto.

Es necesario estar hecho de otra madera para sostener el desafío de la silueta parda de un oso a escasos cientos de metros. El oso lo había olido y lo había visto y, acelerando la marcha, ya enfilaba por el sendero abierto entre los árboles. El Montañés contuvo la respiración, mientras retrocedía dos pasos, como si esperase el embiste. El oso corría desenfrenado, acercándose, cuando en extraña maniobra pareció aminorar el paso casi al borde de la trampa para, de improviso, cobrar impulso de un salto inesperado. El trampero esta vez cayó hacia atrás, después de retroceder apresurado varios metros y pudo sentir la caricia al aire de la zarpa del oso delante de sus narices. Ni que lo hubiera adivinado, el maldito animal había saltado justo al comienzo mismo del fatal socavón y, en esta ocasión sí que creyó que existía un dios, porque a pesar del salto no bastó para salvar la extensión de la zanja y la fiera terminó por caer de espaldas y quedar atravesado por las puntas de las afiladas estacas.
El Montañés lo había visto cerca. Cuando recobró el resuello, saltó dentro de la trampa y remató la pieza. El cargamento de pieles que llevaba le serviría de inapreciable botín para el intercambio con las tribus del norte. Aún no habían llegado los salmones, pero se presentían y, en breve, los osos comenzarían a frecuentar las orillas. El trampero inició el descenso de la pendiente suave, dejando atrás la colina, con la vista puesta en el horizonte montañoso de cumbres nevadas.

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miércoles, julio 01, 2009

jueves, junio 11, 2009

martes, mayo 19, 2009

LOS ACANTILADOS


   No era un lugar muy frecuentado, de ahí su encanto a pesar de lo accidentado del acceso. Sin embargo la vista panorámica que ofrecía era digna de disfrutar. Desde arriba, ellos no se perdían ni una sola puesta de sol y si empeoraba el tiempo también le encontraban el lado atractivo, fieles a su cita diaria del mediodía el más mayor recordaba épocas pasadas mientras los más pequeños escuchaban con atención. Uno de los ancianos se sumó a la reunión con la avidez de rememorar su historia preferida...

-...Pues sí, ese faro que veis ahí abajo abandonado lo construyeron antiguos prisioneros, fue su castigo de guerra. Podéis contemplar las huellas que los cañones dejaron en alguno de los acantilados, sin ir más lejos la Peña del Nido quedó truncada en una de aquellas contiendas. Los hombres esculpieron uno a uno cada peldaño que baja desde la costa, era necesario salvar el desnivel para construir este faro que tenemos debajo nuestro. Yo mismo pude contemplar entonces cómo alguno de aquellos hombres cayó al mar, a veces incluso se tiraban ellos mismos, locos por escapar de tan negro porvenir. La muerte entre los arrecifes era más deseable que su triste destino de encierro.

-...¡Debe ser horrible no volver a sentir la brisa ni el batir de olas! -enfatizó uno de los más jóvenes.
   El vuelo rasante de una gaviota les sacó del concentrado interés que había adquirido la conversación, era un aviso. En efecto, al poco se dejaron escuchar las voces animadas de un grupo de colegiales que descendían por la escalera del acantilado, algo arriesgado quizás para sus endebles pies, pero sin duda una excursión programada con éxito para descubrir las maravillas de la naturaleza costera. Los cuidadores no escatimaban en precauciones para mantener ordenados a la tropa de jóvenes que, a la vez que bajaban los escalones se distraían en observar y apuntar con el dedo a cada roca, cada gaviota o árbol de curiosa forma o extraña ubicación, que llamaban su atención.
   La paz del lugar se tornó de repente en un jolgorio de risas y chillidos. El tono estridente de alguna de las niñas asustó hasta a las gaviotas, que se elevaron presurosas sin cesar de advertir a sus convecinas. Desde lo alto, contemplaron impasibles el barullo de aquella invasión de turistas...
-Se nota que llegó el buen tiempo... -acertó a replicar el anciano, interrumpido en lo mejor de su historia- ¡Habrá que empezar a acostumbrarse a esto otra vez!
  Abajo, los excursionistas se agolparon junto al faro semiderruído, sin sospechar que eran observados. Los gritos de los niños crecían en desconcierto, hasta que los cuidadores dieron la orden para sentarse en torno al viejo faro y comenzar la merienda. Hasta lograrlo pasó un largo rato de tensión e impaciencia desbordada. Luego, tan atareados andaban en hincarle el diente a sus bocadillos que, por unos breves instantes, pareció regresar la calma a los acantilados, tal vez excesiva para los nuevos visitantes, más acostumbrados al bullicio que al hondo silencio de los lugares inhóspitos. No tardaron, por tanto, en volver a las andadas, primero con canciones en grupo, luego incorporando bailes a los que con dificultad acompasaban de histéricas risotadas forzadas. Una de las cuidadoras tuvo la feliz idea –bien acogida al principio- de iniciar una ronda de chistes y acertijos con el fin de mantenerles al menos sentados en un sitio fijo y acabar así con las peligrosas cabriolas al borde del acantilado. Pero pronto derivó en una exhibición de lenguaje soez y desagradable. El resto de cuidadores cambió entonces de estrategia a fin de reconducir la energía descontrolada de su alumnado y poner fin a los improperios. Al fin dieron resultado sus pretensiones y el turno de juegos trajo al menos una algarabía más pausada, influída también por la fatiga de algunos de los muchachos que no habían cesado desde su llegada de gritar y brincar. Una de las pequeñas se dirigió al grupo a voz en grito:
-¡Mirad! Esa roca parece una cara... ¡Sí, mirad, la he visto reírse!
  Todos prorrumpieron en sonoras carcajadas burlándose de la desatinada imaginación de la chiquilla...
-...Sí, sí... ¡Y allí otra! ¿No veis que tiene la boca abierta?
   La burla se extendió como la pólvora, a cada instante más carente de gracia; al desternillante ambiente de antes le sucedió un insoportable recelo que se escapaba así de las manos e intenciones de los apesadumbrados cuidadores. La velada había sido más que suficiente y otra vez revueltos, raudos, se dispusieron a iniciar la marcha de vuelta no sin la consabida complicación de aunar en fila a toda aquella desbandada de niños inquietos, si cabe ahora aún más pesados ya que acusaban las secuelas del cansancio y el aburrimiento. El enfado en la despedida llenó el enclave de lloros e insultos, los cuidadores intentaban poner las paces entre los puñetazos y empujones con amenazas de castigo, agobiados por tanta impotencia ...
-Sí, mira aquella roca... Parece la nariz de una bruja... -insistía la pequeña ante la indiferencia del resto.
   El grupo de niños siguió la inclinada ascensión de regreso por los escalones del acantilado entre risas y llantos y, a lo lejos, se fue perdiendo el rumor de voces hasta terminar por desaparecer del todo. El anciano no pudo evitar recriminar a los turistas el mal sabor de tarde que le habían dejado...
-No sé si me acostumbraré a esto alguna vez...
   Otro de los jóvenes, que observaba la situación desde arriba, animó al viejo para que continuara con su historia, pero el mayor les mandó callar:
-Shsss... ¡Parece que vienen! ¡Poneos serios!
   Una de las cuidadoras había bajado de nuevo hasta el acantilado. Su mirada se dirigía nerviosa por cada esquina, deambuló un rato alrededor del faro, por los sitios donde antes había acampado la excursión hasta dar con la mochila extraviada. Luego, sin dejar de lanzar esporádicas y desconfiadas miradas sobre las rocas, se apresuró en volver en pos de los niños.
   La tarde ahora se vestía de dorados reflejos que el sol poniente pintaba en los acantilados. Las sombras del crepúsculo se proyectaban entre las rocas dando la sensación de que se alargaban, parecían moverse...
-¡Vaya pandilla de desalmados! ¡Prefiero a las gaviotas! -gruñó la gruta abierta, que mostraba restos de papeles y plásticos amontonados en su entrada.
   ...Los acantilados jóvenes no dejaron de reírse, mientras la noche extendía sobre ellos el mismo manto oscuro que venía empleando desde hacía siglos.



*<<Publicado en Revista Arco, 2008.>> 
© Luis Tamargo.-

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domingo, mayo 17, 2009

A LA DERIVA


El contorno costero había desaparecido de la línea, ahora limpia, del horizonte. Había navegado sin descanso, obsesionado por perder de vista cualquier atisbo de tierra firme. Aquel año el curso había sido demasiado intenso e, incluso, su padre se había excedido en su exigencia por no desaprovecharlo insistiendo de continuo en la parte del futuro que estaba en juego. Por eso, todo el objetivo de aquellas vacaciones era relajarse distendidamente hasta la saciedad y, así primero, había que aislarse de todo ruido que sonase a recuerdo de hábito rutinario. Para ello cogió el velero de su padre y salió mar adentro. No dijo nada, tan solo dos días y volvería, renovado. Esa noche el mar también dormía y balanceaba el balandro con su mecer calmo.
Sin embargo, como en otras ocasiones, aquel maldito juego mental no le dejaba conciliar el sueño. Lo achacó a la influencia cercana de las obligaciones cotidianas, de las que aún no había logrado desembarazarse en su totalidad. Ahora que necesitaba descansar y dormir era cuando se le planteaban a modo de desafío aquel tipo de dilemas que le hacían perder el tiempo, pero imposibles de eliminar a su pesar. El reto en sí era sencillo… Había dedicado la tarde a practicar nudos en cubierta, mientras las velas se dejaban llevar por una brisa suave y generosa. Practicó los nudos marineros que ya conocía, se ató un brazo, las piernas, utilizó también las cornamusas y, a la vez, aprovechó para intentar aprender algún otro nudo nuevo. Y ahora, en vez de descansar, aquella pesadilla sin fin le debatía en si un hombre atado por el tobillo a un cabo que arrastraba un velero, empujado por el viento, tenía posibilidad de salvación. Para él no había problema pues, incorporándose para agarrase el pie y alcanzar el cabo, solo había que jalar la cuerda con uno y otro brazo hasta subir a cubierta. Sin embargo, otra voz en su cabeza le intranquilizaba con la posibilidad de que la creciente velocidad del velero, impulsado por fuentes vientos, resultaba proporcionalmente superior al esfuerzo necesario del hombre, no para alcanzar su pie y el cabo, sino incluso para poder incorporarse. Ante tal impetuoso avance el hombre, incapaz de reaccionar y moverse, vería cómo el cielo desaparecía bajo el mar, hundiéndose entre bocanadas de agua.
En la mañana del día siguiente el helicóptero, desde arriba, logró atisbar el velero y dio parte a Comandancia Marítima. Por fin, la lancha guardacostas encaminó su rumbo al barco desaparecido durante dos días. Ya antes, su padre había avisado, preocupado por la tardanza. Al llegar a la amura de babor, los guardacostas encontraron un cabo atado a bordo del que pendía el cuerpo del joven, por un tobillo, semihundido y ahogado en el mar. Es una peligrosa maniobra, parecieron decirse con su mirada mientras rescataban el cadáver del agua. Un cambio imprevisto del viento puede jugar una mala pasada, lo saben todos los marinos. Una trasluchada de popa golpea al tripulante, desprevenido, que pierde el equilibrio y cae al agua, quedando así a merced del oleaje mientras su barco sigue alejándose… Pero, ¿por qué llevaba atado su tobillo aquel muchacho…?

El mar silencioso callaba sus olas entre los reflejos luminosos del sol que nacía. Como si el viento anduviera escondido ni siquiera había brisa y las velas flameaban al sol, quietas


                                           *<<Publicado en Revista Arco, 2008.>> 
© Luis Tamargo.-

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