Entre los humedales se fue abriendo paso ahora más
ligero, aunque bastante fatigado. Atrás quedó el peligro de la zona pantanosa y
de los tramos que hubo de atravesar con el agua llegándole hasta el pecho.
Sujetando el machete por encima de la cabeza, con los dientes apretados, avanzó
con lentitud cada centímetro, tragándose el sudor que goteaba de su barba rala,
hasta que por fin el lodo se tornó firme y pudo correr hacia el bosque. Un
suspiro de esperanza pareció resucitar de sus sofocados jadeos cuando penetró
en la espesura. Sin detenerse, continuó la desenfrenada carrera, apartando a
golpe de machete la maraña de lianas que obstaculizaba su camino. Un camino improvisado
sobre la marcha, inventado por el afilado cincel del único arma del que ahora
podía fiarse. También atrás quedó el galopar tumultuoso y los ladridos salvajes
de las fieras desbocadas, alentadas por los gritos no menos fieros de sus
perseguidores.
Corrió y corrió hasta caerse, hasta que todo ápice
de energía se esfumó, desgastado. Su rostro quedó hundido en el barro del
suelo, entre las hojas, al pie del gran tronco, bajo el frondoso techo del
bosque. Aquella zona de la costa oriental era conocida por la bravura de los
piratas que la custodiaban y, por tanto, tan temida como evitada. Sin embargo,
la galerna que le desarboló el palo mayor fue una más de las que frecuentemente
se desataban en el área en aquella época del año, dejándole así a merced de las
aristas rocosas de los arrecifes, sembrados indiscriminadamente por la mano del
diablo. Advertido del riesgo, el inoportuno temporal vino a complicar el viaje
inesperadamente.
Sin fuerzas para oponerse a los piratas que lo
capturaron hubo de padecer un tortuoso cautiverio, interminable de no ser por
el descuido igualmente inesperado de sus captores que, oportunamente, supo
aprovechar. La persecución fue despiadada y, durante la carrera, habló consigo
mismo repasando cada pregunta y respuesta, cada uno de los motivos que lo
habían empujado tan lejos en el viaje de su vida.
Recordaba la voz de su amigo Pablo animándole con
tono amable, apaciguando sus miedos. Pensándolo bien no conocía a nadie con
aquel nombre, pero sí reconocía la voz familiar del amigo. Le hablaba del hogar
y de las gentes que amaba en la otra tierra firme, de donde partió. Sí, se decidiría a volver, iba siendo hora de regresar. Ahora
mismo no existía nada que más deseara y, llorando, se abrazó a su amigo,
desconsolado. Así, abrazado, se despertó, con sus brazos alrededor del enorme
tronco redondo, queriendo abarcar el ancho contorno del árbol que cobijó su
sueño… Pablo, Pablo!, gimió aún levemente, mientras despertaba, incrédulo.
De vuelta a casa fue lo primero que hizo, según
vino proponiéndoselo durante todo el trayecto. Llegó al pueblo dispuesto a
dedicarse en exclusividad a cumplir aquella promesa. La antigua casa de piedra
seguía en pie, aunque en ruinas y, así, recorrió cada rincón de infancia y los
recuerdos que aún pervivían en los lugares que amó. Dejó que sus pasos le
guiasen o, tal vez, fue el propio sendero que llevaba a la fuente el que lo
guió… Por un instante dudó y se preguntó por dónde… Por aquí, por aquí!,
reconoció la voz, al final de la linde con el bosque. Se sentó allí, bajo el
árbol grande, apoyado en el respaldo confortable de su grueso tronco y,
extrayendo el libro del petate, leyó durante horas, ininterrumpidamente, hasta
dormirse. Al despertar, se despidió… ¡Hasta mañana, Pablo!
…¡Hasta
siempre, amigo!, respondió el árbol, mientras se iba alejando.
¡ FELICES LECTURAS, AMIGOS/AS !