martes, mayo 19, 2009

LOS ACANTILADOS


   No era un lugar muy frecuentado, de ahí su encanto a pesar de lo accidentado del acceso. Sin embargo la vista panorámica que ofrecía era digna de disfrutar. Desde arriba, ellos no se perdían ni una sola puesta de sol y si empeoraba el tiempo también le encontraban el lado atractivo, fieles a su cita diaria del mediodía el más mayor recordaba épocas pasadas mientras los más pequeños escuchaban con atención. Uno de los ancianos se sumó a la reunión con la avidez de rememorar su historia preferida...

-...Pues sí, ese faro que veis ahí abajo abandonado lo construyeron antiguos prisioneros, fue su castigo de guerra. Podéis contemplar las huellas que los cañones dejaron en alguno de los acantilados, sin ir más lejos la Peña del Nido quedó truncada en una de aquellas contiendas. Los hombres esculpieron uno a uno cada peldaño que baja desde la costa, era necesario salvar el desnivel para construir este faro que tenemos debajo nuestro. Yo mismo pude contemplar entonces cómo alguno de aquellos hombres cayó al mar, a veces incluso se tiraban ellos mismos, locos por escapar de tan negro porvenir. La muerte entre los arrecifes era más deseable que su triste destino de encierro.

-...¡Debe ser horrible no volver a sentir la brisa ni el batir de olas! -enfatizó uno de los más jóvenes.
   El vuelo rasante de una gaviota les sacó del concentrado interés que había adquirido la conversación, era un aviso. En efecto, al poco se dejaron escuchar las voces animadas de un grupo de colegiales que descendían por la escalera del acantilado, algo arriesgado quizás para sus endebles pies, pero sin duda una excursión programada con éxito para descubrir las maravillas de la naturaleza costera. Los cuidadores no escatimaban en precauciones para mantener ordenados a la tropa de jóvenes que, a la vez que bajaban los escalones se distraían en observar y apuntar con el dedo a cada roca, cada gaviota o árbol de curiosa forma o extraña ubicación, que llamaban su atención.
   La paz del lugar se tornó de repente en un jolgorio de risas y chillidos. El tono estridente de alguna de las niñas asustó hasta a las gaviotas, que se elevaron presurosas sin cesar de advertir a sus convecinas. Desde lo alto, contemplaron impasibles el barullo de aquella invasión de turistas...
-Se nota que llegó el buen tiempo... -acertó a replicar el anciano, interrumpido en lo mejor de su historia- ¡Habrá que empezar a acostumbrarse a esto otra vez!
  Abajo, los excursionistas se agolparon junto al faro semiderruído, sin sospechar que eran observados. Los gritos de los niños crecían en desconcierto, hasta que los cuidadores dieron la orden para sentarse en torno al viejo faro y comenzar la merienda. Hasta lograrlo pasó un largo rato de tensión e impaciencia desbordada. Luego, tan atareados andaban en hincarle el diente a sus bocadillos que, por unos breves instantes, pareció regresar la calma a los acantilados, tal vez excesiva para los nuevos visitantes, más acostumbrados al bullicio que al hondo silencio de los lugares inhóspitos. No tardaron, por tanto, en volver a las andadas, primero con canciones en grupo, luego incorporando bailes a los que con dificultad acompasaban de histéricas risotadas forzadas. Una de las cuidadoras tuvo la feliz idea –bien acogida al principio- de iniciar una ronda de chistes y acertijos con el fin de mantenerles al menos sentados en un sitio fijo y acabar así con las peligrosas cabriolas al borde del acantilado. Pero pronto derivó en una exhibición de lenguaje soez y desagradable. El resto de cuidadores cambió entonces de estrategia a fin de reconducir la energía descontrolada de su alumnado y poner fin a los improperios. Al fin dieron resultado sus pretensiones y el turno de juegos trajo al menos una algarabía más pausada, influída también por la fatiga de algunos de los muchachos que no habían cesado desde su llegada de gritar y brincar. Una de las pequeñas se dirigió al grupo a voz en grito:
-¡Mirad! Esa roca parece una cara... ¡Sí, mirad, la he visto reírse!
  Todos prorrumpieron en sonoras carcajadas burlándose de la desatinada imaginación de la chiquilla...
-...Sí, sí... ¡Y allí otra! ¿No veis que tiene la boca abierta?
   La burla se extendió como la pólvora, a cada instante más carente de gracia; al desternillante ambiente de antes le sucedió un insoportable recelo que se escapaba así de las manos e intenciones de los apesadumbrados cuidadores. La velada había sido más que suficiente y otra vez revueltos, raudos, se dispusieron a iniciar la marcha de vuelta no sin la consabida complicación de aunar en fila a toda aquella desbandada de niños inquietos, si cabe ahora aún más pesados ya que acusaban las secuelas del cansancio y el aburrimiento. El enfado en la despedida llenó el enclave de lloros e insultos, los cuidadores intentaban poner las paces entre los puñetazos y empujones con amenazas de castigo, agobiados por tanta impotencia ...
-Sí, mira aquella roca... Parece la nariz de una bruja... -insistía la pequeña ante la indiferencia del resto.
   El grupo de niños siguió la inclinada ascensión de regreso por los escalones del acantilado entre risas y llantos y, a lo lejos, se fue perdiendo el rumor de voces hasta terminar por desaparecer del todo. El anciano no pudo evitar recriminar a los turistas el mal sabor de tarde que le habían dejado...
-No sé si me acostumbraré a esto alguna vez...
   Otro de los jóvenes, que observaba la situación desde arriba, animó al viejo para que continuara con su historia, pero el mayor les mandó callar:
-Shsss... ¡Parece que vienen! ¡Poneos serios!
   Una de las cuidadoras había bajado de nuevo hasta el acantilado. Su mirada se dirigía nerviosa por cada esquina, deambuló un rato alrededor del faro, por los sitios donde antes había acampado la excursión hasta dar con la mochila extraviada. Luego, sin dejar de lanzar esporádicas y desconfiadas miradas sobre las rocas, se apresuró en volver en pos de los niños.
   La tarde ahora se vestía de dorados reflejos que el sol poniente pintaba en los acantilados. Las sombras del crepúsculo se proyectaban entre las rocas dando la sensación de que se alargaban, parecían moverse...
-¡Vaya pandilla de desalmados! ¡Prefiero a las gaviotas! -gruñó la gruta abierta, que mostraba restos de papeles y plásticos amontonados en su entrada.
   ...Los acantilados jóvenes no dejaron de reírse, mientras la noche extendía sobre ellos el mismo manto oscuro que venía empleando desde hacía siglos.



*<<Publicado en Revista Arco, 2008.>> 
© Luis Tamargo.-

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domingo, mayo 17, 2009

A LA DERIVA


El contorno costero había desaparecido de la línea, ahora limpia, del horizonte. Había navegado sin descanso, obsesionado por perder de vista cualquier atisbo de tierra firme. Aquel año el curso había sido demasiado intenso e, incluso, su padre se había excedido en su exigencia por no desaprovecharlo insistiendo de continuo en la parte del futuro que estaba en juego. Por eso, todo el objetivo de aquellas vacaciones era relajarse distendidamente hasta la saciedad y, así primero, había que aislarse de todo ruido que sonase a recuerdo de hábito rutinario. Para ello cogió el velero de su padre y salió mar adentro. No dijo nada, tan solo dos días y volvería, renovado. Esa noche el mar también dormía y balanceaba el balandro con su mecer calmo.
Sin embargo, como en otras ocasiones, aquel maldito juego mental no le dejaba conciliar el sueño. Lo achacó a la influencia cercana de las obligaciones cotidianas, de las que aún no había logrado desembarazarse en su totalidad. Ahora que necesitaba descansar y dormir era cuando se le planteaban a modo de desafío aquel tipo de dilemas que le hacían perder el tiempo, pero imposibles de eliminar a su pesar. El reto en sí era sencillo… Había dedicado la tarde a practicar nudos en cubierta, mientras las velas se dejaban llevar por una brisa suave y generosa. Practicó los nudos marineros que ya conocía, se ató un brazo, las piernas, utilizó también las cornamusas y, a la vez, aprovechó para intentar aprender algún otro nudo nuevo. Y ahora, en vez de descansar, aquella pesadilla sin fin le debatía en si un hombre atado por el tobillo a un cabo que arrastraba un velero, empujado por el viento, tenía posibilidad de salvación. Para él no había problema pues, incorporándose para agarrase el pie y alcanzar el cabo, solo había que jalar la cuerda con uno y otro brazo hasta subir a cubierta. Sin embargo, otra voz en su cabeza le intranquilizaba con la posibilidad de que la creciente velocidad del velero, impulsado por fuentes vientos, resultaba proporcionalmente superior al esfuerzo necesario del hombre, no para alcanzar su pie y el cabo, sino incluso para poder incorporarse. Ante tal impetuoso avance el hombre, incapaz de reaccionar y moverse, vería cómo el cielo desaparecía bajo el mar, hundiéndose entre bocanadas de agua.
En la mañana del día siguiente el helicóptero, desde arriba, logró atisbar el velero y dio parte a Comandancia Marítima. Por fin, la lancha guardacostas encaminó su rumbo al barco desaparecido durante dos días. Ya antes, su padre había avisado, preocupado por la tardanza. Al llegar a la amura de babor, los guardacostas encontraron un cabo atado a bordo del que pendía el cuerpo del joven, por un tobillo, semihundido y ahogado en el mar. Es una peligrosa maniobra, parecieron decirse con su mirada mientras rescataban el cadáver del agua. Un cambio imprevisto del viento puede jugar una mala pasada, lo saben todos los marinos. Una trasluchada de popa golpea al tripulante, desprevenido, que pierde el equilibrio y cae al agua, quedando así a merced del oleaje mientras su barco sigue alejándose… Pero, ¿por qué llevaba atado su tobillo aquel muchacho…?

El mar silencioso callaba sus olas entre los reflejos luminosos del sol que nacía. Como si el viento anduviera escondido ni siquiera había brisa y las velas flameaban al sol, quietas


                                           *<<Publicado en Revista Arco, 2008.>> 
© Luis Tamargo.-

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jueves, mayo 14, 2009

ENTRE DIOSAS


El macizo montañoso emergía su pared majestuosa de piedra y marcaba, imponente, el final de la carretera. En el valle eran frecuentes las excursiones para contemplar tan admirable paraje, cada fin de semana se transformaba en un animado festival de vehículos, turistas o cazadores. Marlon se caló el sombrero hasta las cejas y resopló, para él aquellas montañas eran las diosas del lugar, hacía muchos años que escogió vivir a su amparo, sumergido en la frondosa ladera de su falda rocosa. Sin embargo, en esta ocasión eran los automóviles de la policía y de los periodistas los que perturbaban el habitual sueño en las inmediaciones de su cabaña.
A Marlon le pareció un tanto insolente el tono con el que el comisario se refirió a la montaña cuando le preguntó acerca del antiguo sendero que se adentraba en el bosque. Toda aquella historia del atraco y del fugado con el rehén internados en la espesura, le sabía truculenta. Llevaba toda una vida a lomos de aquella cordillera, pocos como él conocían cada rincón, cada recoveco de la comarca con tanto atino, pero perderse por primera vez en aquel laberinto de riscos y simas no dejaba de ser una fatal locura. El trampero echó atrás su sombrero y escrutó la densa capa de niebla que ya ocultaba la cumbre.
-Si es cierto que están ahí dentro será la montaña quien decida...
Al comisario no le quedó clara la enigmática respuesta del trampero. Aquel fornido cincuentón desafiaba toda lógica con su estrafalario modo de vida en su cabaña al pie de la montaña, sin luz ni gas, tan sólo leña para alimentar la chimenea y ahumar las pieles que colgaban alineadas en el porche. Había oído hablar de él, en una ocasión recuperó, sin ayuda de nadie, toda una yeguada extraviada que se había escapado monte adentro, desde entonces se granjeó el respeto de sus paisanos. Pero el comisario no encontró el compromiso que le habían asegurado los lugareños para resolver aquel caso, que colocaba a la comarca en las principales páginas de todos los noticieros.
El perseguido andaba escondido en algún rincón de aquella montaña. Después de desvalijar la sucursal bancaria a punta de fusil había secuestrado a su hijastro de once años, antes hirió a la madre del muchacho. En su desesperada huida no encontraron mejor refugio que atravesar a pie aquella cordillera fantasmagórica. El raptor maldijo el empeoramiento climático que se sumaba a aquella cadena de desgraciadas circunstancias. La niebla se deshilachaba entre los árboles e imposibilitaba adivinar el rumbo próximo de sus pasos, además el joven muchacho tiritaba de frío y entorpecía la marcha con sus sollozos cada vez que el padrastro le empujaba a trompicones o le profería insultos amenazantes mientras le encañonaba. Sobre sus cabezas, los rebecos saltaban con agilidad entre las peñas y el hombre escudriñaba a su alrededor, inquieto, pues había que guarecerse antes de que la noche cayera. El muchacho ahogaba en cada gemido el recuerdo de su madre apuñalada y malherida, no soportaba los ataques repentinos que cada vez con mayor frecuencia acosaban a su tío y lo transformaban en alguien temible, peligroso. Esta vez, sin embargo, el calibre de la fechoría había sobrepasado todos los límites de la agresividad calculada. El joven se quejó del antebrazo después de que el padrastro lo arrastró para que avanzara, sollozó de frío y miedo. Se agachó para anudarse los cordones del calzado, pero le resultaba difícil articular los dedos. La niebla le empañaba también los ojos, sólo al levantar la vista se apercibió del impacto de la enorme roca despeñada sobre su padrastro... Hombre y piedra se sumieron en sorda caída precipicio abajo.
No fue hasta la mañana siguiente que el muchacho hizo acto de aparición en el lindero del bosque. Otra vez la cabaña de Marlon era un hervidero de agentes, la prensa acordonada disparaba sus flases al paso del joven envuelto en mantas. El comisario celebró el rescate ante los micrófonos, luego se volvió hacia el trampero:
-...No puedo agradecerle precisamente su cooperación.
Marlon no se inmutó, sin dejar de atusarse la barba, señaló hacia la cima...
-Ya se lo advertí, es ella la que decide...
Ambos dirigieron su mirada hacia las cumbres, coronadas de un halo neblinoso presidían el techo del valle. Desde su cetro de roca custodiaban una ley antigua nunca revelada, sólo conocida por las diosas del lugar...


                                           *<<Publicado en Revista Amalgama, 2004-05.>> 
© Luis Tamargo.-

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miércoles, mayo 13, 2009

ERA UN BOSQUE

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...Era un bosque, diríase que unido más que apretado, aunque de lejos semejaba una compacta masa arbórea. De cerca, sin embargo, era PaloAncho el encargado de marcar las diferencias. Todo el bosque parecía girar en torno a él, grave y serio, rodeado de convecinos que respetaban su edad. Fue AltoyDelgado quien dio la noticia. Se cimbreó ligeramente, agradecido a la brisa, para susurrar en las hojas de su compañera el mensaje que todos anhelaban compartir. Llevaban largas semanas expectantes por los acontecimientos. Nunca conocieron dos veranos seguidos tan largos, sin descanso ni pausa para sus fatigados troncos. Primero, comenzaba el humo levantando nubes redondas y cenicientas sobre sus copas. Luego, venían las despedidas de sus hermanos. El encinar de Loma Llana ya había desaparecido el año anterior. Y también el Robledal Centenario y las Hayas Bellas descarnaron, asomando solo sus puntas negras, la ladera de Montaña Blanca que ahora, desde el Acebal Solitario, temeroso, ofrecía su agreste tristeza al desolado paisaje.
Los eucaliptos se estremecieron nuevamente, unos con otros, alarmados por el oscurecido cielo, salpicados por el hollín, por el amenazante crepitar... TalloEsbelto abrazó el cuerpo de BuenaSavia, acurrucaron sus ramas, besándose. Contemplaron amorosos los brotes nuevos que nacían, verdes, y los retoños que a su lado ya crecían, juntos. Dejaron resbalar sus lágrimas sin piedad, sin compasión, irremediablemente. Y lloraron, lloraron ante el inminente final...
Tanto y tanto lloraron que al despertar de aquella mañana se dieron cuenta que llovía. Irremediablente llovía. La lluvia se había unido a su honda pena con su lamento de salvación. Los árboles lloraron y la lluvia caía...
Era un bosque, diríase que unido si uno se iba acercando...


*<<Publicado en Revista Letras Fuengirola, 2006.>> 
© Luis Tamargo.-

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lunes, mayo 11, 2009

UNA DE DOS

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 Aquel año se había propuesto disfrutar de unas vacaciones diferentes. Hacía tiempo que venía acariciando la idea sin decidirse nunca del todo y ahora, una de dos, o se quedaba sin aventura o, de una vez por todas, ponía en marcha el proyecto. Partió con su furgoneta dirección a la costa del sur con la intención de recorrer todo el litoral, se trataba sin duda de un periplo curioso e improvisado, sin ataduras y con el firme propósito de no planear nada con antelación. La aventura iba ya por su segundo día y atravesaba la concurrida ciudad de Stroôm, paso obligado para alcanzar el hermoso tramo costero que conduce a Port Palmer, antigua población pesquera famosa también por su aguardiente. Precisamente mañana se celebraba la fiesta del exquisito licor y pretendía llegar allí antes que anocheciera.
   Aliviado, terminó de salir del atasco en hora punta de aquella ciudad y tomó la carretera comarcal que se desviaba hacia el mar. En el siguiente cruce, le pareció reconocer el rostro de la muchacha que aguardaba junto a la señal de tráfico. Continuó algunos metros más adelante, antes de dar la vuelta para comprobar detenidamente si se trataba de verdad de la misma chica que él conocía. Efectivamente, al pasar de nuevo lento a su lado distinguió el lunar inconfundible de su pómulo izquierdo y detuvo su furgoneta, al tiempo que la muchacha se acercaba a la ventanilla.
-Sí, voy hacia Port Palmer. Si quieres venir, te llevo... -respondió a la chica al mismo tiempo que levantaba las gafas de sol descubriendo el rostro.
   Al reconocerle, a la joven le brillaron los ojos y, alegrándose por la sorpresa, tomó asiento a su lado mientras no dejaba de lanzarle un repertorio continuo de preguntas. Se conocían de los años del Instituto, incluso llegaron a tener un escarceo sentimental sin éxito y, más tarde, con la incorporación a la universidad siguieron destinos distintos. Le contó lo de su reciente trabajo estrenado como profesor de Biología y del proyecto solitario de sus vacaciones. Carla no podía salir del asombro, de tanta casualidad, precisamente allí, en aquel cruce de carretera dirección a casa de su amiga en Port Palmer para celebrar mañana su cumpleaños. Ella siempre fue un tanto maniática para explicar o querer entender ciertas coincidencias o situaciones y, sin tapujos, se propuso que había que celebrar aquel inesperado encuentro con un especial acontecimiento. Al fin y al cabo ya se conocían, en un tiempo incluso intentaron llegar a más. La proposición no pudo menos que sorprenderle, aunque lo disimuló, aceptando de buen grado la sugerente invitación.
- ¡No has cambiado nada, Carla!...
   El bosque que iban dejando a un lado del arcén le pareció el lugar idóneo para la ocasión y por qué dejarlo para más tarde... Una proposición tan atractiva se debe atender de inmediato. Abandonó el carril y, despacio, entró en la zona arbolada, adentrándose hasta el sitio mejor alejado para celebrar su euforia contenida y no ser molestados. Allí, entre la espesura del bosque rememoraron antiguas caricias olvidadas con ímpetus nuevos. El flirteo inicial dio paso pronto a mayores en la parte trasera de la furgoneta que se mecía con un ligero vaivén, provocado por el inquieto embiste de dos pasiones encontradas.
   Ya caía la tarde cuando entraban en Port Palmer, después de una prolongada y satisfactoria sobremesa. La amiga de Carla esperaba a la entrada de la casa y saludaba sin poder ocultar su innegable acento, propio del dialecto de la comarca costera. Ingrid también era rubia, más incluso que su antigua novia y, al presentarle, insistió con amabilidad para que se quedara y asistiera a su fiesta del día siguiente. La verdad es que no le ayudó la excusa de que iba a continuar viaje, pues pensaba asistir a la fiesta del aguardiente, pero aquella imprevista invitación en el mismo lugar y en el mismo día le dejaba atrapado en una contradicción demasiado evidente, así que sin poder negarse aceptó quedarse solo por una jornada.
   La fiesta del aguardiente comenzó aquella misma noche y durante la mañana siguiente continuaron los festejos, entre fuegos de artificio, concursos, bailes y degustaciones interminables del embriagante licor. A media tarde, Carla e Ingrid me aconsejaron bajar al salón principal de la gran casa y, a ser posible, con traje de gala. Se trataba de una fiesta muy especial, su cumpleaños coincidía con la fiesta mayor del pueblo y, en una especie de tradición establecida, se acostumbraba a celebrar aquella otra fiesta paralela, curiosa mezcla de disfraces y trajes regionales.
   Llevaba esperando un rato en el salón principal y ya había llegado un número considerable de animados invitados, la mayoría engalanados de los más variopintos disfraces, divertidos, extravagantes, inauditos algunos de ellos. Las risas crecían en volumen elevando el tono festivo del salón que parecía quedarse pequeño ante la constante avalancha de gente que no cesaba en llegar. No llevaba en el equipaje de aquellas vacaciones ningún frac ni traje de gala, pero su americana de diario y aquella corbata multicolor daban el contrapunto ideal para cumplir el requisito previsto. Se alegró del acertado consejo de las chicas, pues así pudieron reconocerse entre aquel loco carnaval de estrafalarios adornos. Ellas estaban elegantes, preciosas, embutidas en sus vestidos de princesas orientales.
   La música no le dejaba oir las palabras de Ingrid y se dejó llevar de la mano escaleras arriba. Al cerrar la puerta de la habitación, Ingrid se pegó a su cuerpo y, sobrecogido por la pregunta, se estremeció al sentir sus palabras resbalarle por el cuello erizándole cada centímetro de piel.
-Carla me aseguró que eres una joya única, ¿me dejas probarlo?...
   Con dos rápidos movimientos de sus dedos se despojó del traje de fiesta y, desnuda entera, se abrazó a él, solícita. Sin despegarse, unidos, se acercaron a la cama y cayeron abrazados, enzarzados en la ardua tarea de explorarse con deleite, ajenos a ninguna otra fiesta que no fuera la suya.
   La fiesta debió continuar hasta altas horas, aunque para él pasó desapercibida el resto de la madrugada, había tenido su fiesta particular y se felicitaba por ello. Cayó dormido con tanto trajín, con la mente puesta en la carretera del día siguiente, las emociones por el momento habían resultado intensas. Sin embargo, antes que amaneciera del todo notó el cuerpo de Carla que se acostaba a su lado, sin ropas, jugueteando con su cuerpo, entumecido aún de la noche pasada. La fiesta no parecía haber acabado para él, pues Ingrid se acostó al otro lado y entre las dos mujeres consiguieron enderezar de nuevo la alegría de su cuerpo, que despertó del todo. Fue una despedida apoteósica, una esperanzadora inyección de vitalidad. No siempre concurren circunstancias parecidas, pero al menos a él ya le había ocurrido.
   Prosiguió el viaje por la costa en la mañana gris de brisa fresca, agradecida, frente al calor de días atrás. También atrás quedaron las chicas, sus entrañables momentos compartidos. Le asaltó la tentación de permanecer allí junto a ellas, pero una de dos, o proseguía solo adelante con su aventura o se arriesgaba a malgastar la experiencia. Sin duda, lamentaría tiempo después repetir una ocasión tan especialmente señalada, pero tardaría en borrar el grato recuerdo del sabor nuevo de aquella primera vez. La carretera sinuosa se retorcía persiguiendo las curvas a lo largo de la playa, pero él estaba en otra cosa, no atendía al paisaje.



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