El Montañés no miró atrás, sabía de
la importancia de aquel encuentro y corrió, corrió sin parar hasta el lugar
donde había pasado la noche. Sin perder tiempo preparo su montura y huyó al
galope, abandonando allí los demás enseres... Más tarde volvería a por ellos,
ahora era necesario poner manos a la obra.
El oso le había descubierto, así que
no podía permitirse costumbres cómodas ni peligrosas. Escogió a conciencia el
sitio para abrir la enorme zanja. Aquel claro en el bosque simulaba un sendero
de paso ineludible al interior, custodiado a ambos lados por apretadas hileras de
abetos reunía las condiciones idóneas para preparar la trampa. Primero, cavó el
largo de la zanja y profundizó apenas unas paletadas. Continuaría en sucesivas
jornadas, pues hay fieras en esa espesura que son capaces de olfatear la
frescura de la tierra revuelta.
Había de extremar las precauciones,
así que durante las largas semanas que le llevaron los preparativos, nunca
pernoctó dos veces seguidas en el mismo lugar. En las tardes
suaves subía a los riscos y cuando soplaba el viento del norte se resguardaba
en la gruta.
La zanja adquirió el hondo de más
dos hombres y un largo aún mucho mayor. Luego, enterró las estacas puntiagudas
y, por último, cubrió el hoyo con un entramado de ramas y hojas para camuflarlo
con el camino. No había vuelto a toparse con el animal, pero podía presentirlo,
sabía que le andaba a la zaga.
Aquel día dejó a la yegua alejada,
libre de riendas y montura, en la orilla del lago y, decidido, se apostó en lo
alto del gran abeto. Desde allí, las copas de los demás árboles le impedían
vislumbrar todo el panorama, pero podía sentir la respiración de un abejorro...
Y así fue, sólo que aquella bestia era capaz de tragarse a todo un enjambre.
El Montañés descendió sigiloso para
colocarse en el preciso lugar que le interesaba, al extremo opuesto de la
zanja, hacia el interior del bosque. Cuando el oso apareciera por el único
pasaje con la anchura suficiente para llevarlo hasta él, llamaría su atención
para atraerlo. Luego, la trampa se encargaría del resto.
Es necesario estar hecho de otra
madera para sostener el desafío de la silueta parda de un oso a escasos cientos
de metros. El oso lo había olido y lo había visto y, acelerando la marcha, ya
enfilaba por el sendero abierto entre los árboles. El Montañés contuvo la
respiración, mientras retrocedía dos pasos, como si esperase el embiste. El oso
corría desenfrenado, acercándose, cuando en extraña maniobra pareció aminorar
el paso casi al borde de la trampa para, de improviso, cobrar impulso de un
salto inesperado. El trampero esta vez cayó hacia atrás, después de retroceder
apresurado varios metros y pudo sentir la caricia al aire de la zarpa del oso
delante de sus narices. Ni que lo hubiera adivinado, el maldito animal había
saltado justo al comienzo mismo del fatal socavón y, en esta ocasión sí que
creyó que existía un dios, porque a pesar del salto no bastó para salvar la
extensión de la zanja y la fiera terminó por caer de espaldas y quedar
atravesado por las puntas de las afiladas estacas.
El Montañés lo había visto cerca.
Cuando recobró el resuello, saltó dentro de la trampa y remató la pieza. El cargamento de pieles que llevaba
le serviría de inapreciable botín para el intercambio con las tribus del norte.
Aún no habían llegado los salmones, pero se presentían y, en breve, los osos
comenzarían a frecuentar las orillas. El trampero inició el descenso de la
pendiente suave, dejando atrás la colina, con la vista puesta en el horizonte
montañoso de cumbres nevadas.
¡ FELIZ LECTURA, AMIGOS/AS !