Le llamaban El Montañés porque no era de allí. Vino del otro lado de Sierra Alta, incluso dicen que de más allá del llano que precede al gran desierto, el que llaman el Negro, por su larga espesura.
A pesar de haber cabalgado la noche entera, no
acusaba su rostro ningún gesto de cansancio, casi podría afirmarse que rara vez
reflejaba algún gesto descifrable. Hombre tosco y rudo, siempre vagabundeaba en
solitario y los pocos que llegaron a encontrarse con él únicamente prefirieron mantener
las distancias, en previsión de desenlaces desagradables.
Ascendió entre las peñas a lomos de
su yegua cobriza. Cuando alcanzó mayor altura continuó el ascenso a pie, sin
soltar las riendas de su montura. En el otro antebrazo reposaba el fusil. El
sol castigaba a plomo todo ser viviente, planta o alimaña, que habitase aquel
lugar, pero él parecía conocer con certeza hacia dónde debía encaminar sus
pasos. Se apostó en la ancha y gruesa roca, apoyado en la hendidura hueca que
le permitía, cómodo, manejar el arma con soltura. Entre los matorrales ató al
caballo, liberado de los pesados fardos de pieles y, de nuevo, volvió a
parapetarse en la roca, dispuesto a hacer frente a una larga espera.
El buitre leonado surgió de lo alto del risco cercano, planeando
con su vuelo lento y pesado. Su silueta oscura cruzó el limpio azul del cielo
con sus alas extendidas, describiendo amplios círculos en su
descenso, hasta que casi estuvo a la altura del vigilante fusil de El Montañés.
En el punto de mira...
el cerro entre los riscos, mientras el ave de rapiña descendía y, al fondo del
cañón, donde el horizonte se confundía con la pista de arena, un carromato
tirado por dos mulos avanzaba rápido, a juzgar por la densa polvareda que
elevaba en su carrera. El Montañés afianzó el codo en la roca, enarcó la ceja
y, concentrado, apuntó con determinación, con la misma determinación con que su
dedo inmisericorde apretó el gatillo. Los riscos devolvieron los ecos del
disparo, sonora y estrepitosamente repetidos.
El cazador ya estaba de nuevo,
rienda en mano, jalando de su montura cobriza monte abajo. Su camino ahora no
era siquiera de regreso. Oculto el rostro tras la poblada barba, un brillo de
plata en sus ojos oscuros delataba el triunfo de la justicia primitiva.
El conductor del carromato se dobló
sobre sí mismo, clavando el mentón en su pecho y, con un grito ahogado, cayó de
bruces a la pista. Los mulos aún siguieron su marcha adelante un tramo más,
empañando la escena en una nube de arena. El tiro le había acertado de pleno en
el centro del pecho, marcando el final de su camino.
Luego, antes de que los otros
buitres aparecieran al improvisado festín, un grupo de jinetes se fue acercando
en veloz persecución hasta el carromato. El primero que llegó descendió raudo del
caballo y examinó al muerto, buscando entre sus ropajes, hasta lograr dar con
el objeto de la angustiosa exploración... Se dirigió al resto del grupo y les
mostró la simbólica figura, la estatuilla del dios Shär, hurtada hacía apenas
dos días del templo de Lohen Thoenn, en la víspera de la conmemoración del Año
Sagrado Lunar.
Lejos de allí, un jinete cabalgaba
aún a solas. A nadie en su sano juicio se le ocurriría arriesgarse a que la
noche gélida y despiadada le hallase dormido en el Cañón del Río Rojo.
¡ FELICES LECTURAS, AMIGOS/AS !