A la mañana siguiente le despertaron
los disparos y el bullicio de las calles. En la choza no quedaba ni rastro del
compañero ni de sus enseres. Había desaparecido y se había llevado también su
caballo y silla incluida. El Montañés apretó con rabia el fusil con el que
dormía y salió a la calle. El humo que levantaban los ataques y los saqueos
entre la población obligaban a la huida inminente. Hubo de cruzar la frontera a
pie, evitando los caminos donde se ocultaban los bandoleros prestos al pillaje.
Tardó semanas en bordear montañas, días enteros en escalar sus riscos, hasta
llegar por fin a los hielos. Mucho antes ya empezó a dejarse notar el frío. No
fue difícil hacerse de un trineo, gracias a su habilidad con
el hacha los leñadores no despreciaron la ayuda de un par de fuertes brazos
voluntariosos.
El paisaje ahora era blanco
brillante por los cuatro costados y aún pudo toparse camino al gran lago con
las pistas heladas, que hacían daño con solo mirarlas. En medio de una de
ellas, desde la distancia, pudo reconocer a un viejo conocido... El hielo había
cedido al paso del lapón que, hundido con el peso de toda su mercancía, tendía
la mano desesperada en señal de auxilio. La gélida grieta ya se había tragado
su trineo y parte de los perros. El Montañés no quiso mirar atrás, indiferente
y distante, prosiguió su marcha adelante intentando eludir el borde lateral de
la pista central. Ser compañero es una palabra muy seria y él era poco amigo de
hablar en vano. Ni le importó ni acabó de ver cómo la mano rígida de su antiguo
compañero se sumergió al tiempo que el último de los perros.
Le observaron como a un loco a su
llegada al campamento de Tsulum, el puesto más avanzado al norte. Nadie en su
sano juicio recorrería en solitario la estepa congelada, por lo que su hazaña
le granjeó la confianza de los guías. Después de un día de descanso se puso
nuevamente en marcha acompañado esta vez de tres trineos, los de los guías que
también se dirigían al estrecho. La travesía fue igualmente dura y los perros
llegaron exhaustos a la otra margen. El siguiente tramo montañoso fue preciso
hacerlo a caballo, pues había que recorrer los sinuosos senderos nevados entre
la roca. Al reemprender el viaje, el celaje que iba cobrando la mañana no hacía
augurar una fácil jornada y el cielo cobró el color oscuro del final de la
tarde, como si no hubiera amanecido. Los guías miraron hacia arriba, en
dirección de donde soplaba el viento helado, sin poder disimular el gesto de preocupación
por el temporal que se cernía sobre los cuatro jinetes. De inmediato, una
endiablada ventisca pareció adivinar sus temores y vino a sumarse a las
complicaciones, impidiendo vislumbrar el camino que debían seguir delante suyo.
Casi al borde del precipicio se detuvieron intentando hacerse entender mediante
señas, era necesario resguardarse y esperar. Sin embargo, un tremendo estruendo
irrumpió brusco, seguido de un imprevisto alud que arrollaba todo a su paso.
Apenas hubo tiempo para maniobrar, la nieve se llevó de un golpe hombres y
caballos confundidos en la nieve, sepultados en aquella muerte blanca. A El
Montañés le sonrió mejor fortuna, la avalancha le hizo sobrevolar las copas del
bosque que descansaban precipicio abajo y su cuerpo chocó contra las ramas de
los árboles antes de caer al tapiz acolchado del frío suelo.
No recobró el sentido hasta varios
días después, en la tienda de la vieja india Gundira, que velaba el cuidado de
sus heridas. Y todavía tardó más en articular palabra. Desconocía la lengua de
los Shumsira, pero sobraban gestos para darse cuenta de que la hospitalidad que
le regalaban obedecía a un precio previamente pactado. Durante la noche y
cuando la vieja Gundira salía al poblado para atender las tareas del día, su
nieta se acostaba junto al cuerpo entumecido del montañés y le daba calor. El
trampero fue así recobrando fuerzas y pudo descubrir el oculto trato que la
vieja perseguía. Su interés consistía en aprender la técnica de los nudos para
las trampas y en especial para la pesca, se lo había visto hacer a los
europeos. A El Montañés no le disgustó el trueque, lecho y alimento a cambio de
trampas y pescado. Aunque aún mantenía un brazo en cabestrillo casi se divirtió
mientras duraron la enseñanza y práctica de sus artimañas de trampero.
Una mañana se desprendió de los
vendajes que le habían atenazado el brazo, repuesto por el ungüento de la vieja
india, liberado y dispuesto a utilizar ya ambas manos. Aquel hecho supuso, sin
embargo, el fin de su placentera convalecencia. La vieja Gundira empuñó la
lanza con una fiereza exagerada para su edad y, con la punta amenazándole el
pecho, puso fin obligado a su estancia en el poblado. El Montañés se alejó a
lomos de su montura, regalo de los indios Shumsira, una yegua cobriza a la que llamó
Estrella, como a la primera que tuvo. Desde lo alto del cerro contempló el
valle, el poblado descansaba en un remanso del río... No pudo despedirse de la
joven india, sin duda, aquel hubiera sido un buen lugar para vivir.
Todavía cabalgó las orillas de las
selvas que se adentraban al interior y, hacia el sur, descendió los rápidos
alternando canoa y montura. El horizonte de polvo le confirmó que ya andaba
cerca de las ciudades. Le hablaron de las minas que daban oro, de la riqueza
que brotaba virgen de la tierra y, así, tuvo ocasión de cruzar la gran llanura
desértica por los tortuosos caminos del ferrocarril. Para alcanzar el
altiplano, no obstante, aún quedaba algo más que un largo trecho.
...El Montañés se
recostó en el asiento del vagón, el sombrero le caía en el rostro, casi le
cubría el mentón. En el hueco de su antebrazo, el fusil. Y con las manos
entrelazadas sobre el pecho tarareó una tonada... Sí, era la primera vez que se
oía a sí mismo en mucho tiempo.
¡ FELIZ LECTURA, AMIGOS/AS !