viernes, febrero 02, 2007

PERO NO MATARÁS

    Hacía rato que se habían acabado las gasas, la enfermera le enjugó el sudor de la frente con un pañuelo de papel usado. El médico manipuló el costado del hombre y pidió más sutura…

 - …La última caja, doctor. –apuntó al enfermera.

   Cuando acabó la intervención se volvió hacia ella con tono de eficiencia:

 -Vigila el drenaje y cámbiale el suero…

   Apenas acabó de pronunciar estas palabras cuando un disparo certero hizo añicos el espejo colgado junto al gran ventanal, que también terminó por venirse abajo del todo en mil pedazos. La enfermera corrió de un salto tratando de salvar las dos botellas de suero que reposaban en la vitrina debajo del espejo, pero llegó demasiado tarde. El médico gritó tajante mientras se agachaba:

 -¡Al suelo, no os mováis!

   Una nueva racha de disparos se sucedió, esta vez más continuados. Llevaban cinco largos días sometidos al tortuoso asedio de un francotirador que, sin ningún escrúpulo, mantenía a raya los restos de aquel gabinete médico que fue incapaz de seguir a la población en su huída desesperada ante los tanques invasores. Las tropas enemigas no tardarían en llegar con su demoledor rastro de destrucción y, mientras, el francotirador constituía la avanzadilla que aseguraba el camino abierto con su tarea de limpieza mortal.

    El doctor había conocido otras guerras, pero no establecía distinciones entre ellas; para él todas eran iguales, una oportunidad para demostrar que sólo triunfa la vida. El pasillo de aquel puesto abandonado era una muestra, plagado de enfermos y heridos que reclamaban la atención con sus lamentos. Sin embargo, nada se podía ya demostrar a los cuerpos de quienes no se quejaban, las balas se habían encargado de callarles para siempre.

   El sacerdote del hospital se acercó hasta él a rastras y, desoyendo el gesto de detenerse, continuó aproximándose hasta la entrada de la puerta principal... El silbido de una bala asesina le advirtió de cuál era el límite. Afuera, al otro lado de la calle, una pareja de ancianos acompañada de dos niñas y de un joven muchacho se ocultaban de la lluvia de disparos entre las columnas de los soportales a la espera del momento favorable para cruzar a salvo hasta el puesto médico.

 -Esa pobre gente no puede salir de ahí... -exclamó con impotencia.

   El médico ya los había observado antes a través del sucio y destrozado ventanal, pero bastante tenía con tratar de solventar las heridas de los que llegaban a sus manos con aquella escasez de medios. Sí, a veces creía que se trataba de algún milagro, pero no podía permitirse tregua alguna...

 -Hay que seguir, tráigame al siguiente, señorita...

    La enfermera gateó por el suelo y se incorporó, aprovechando el breve descanso que el francotirador les otorgaba. Regresó al poco con una camilla donde un soldado extendía su pierna engangrenada; antes había chillado de dolor y, aunque ahora desvanecido, la chica consideró apropiado dedicarle a él la última jeringa de anestesia disponible.

   De pronto, el sacerdote lanzó un grito desgarrador llevándose las manos a la cabeza, todavía tumbado en el suelo. El joven del edificio cercano había intentado cruzar la calle cuando un proyectil le alcanzó de lleno... Los niños chillaban histéricos, abrazados a la anciana, mientras el anciano intentaba ocultarles la vista del desagradable aspecto del muchacho muerto, hecho un ovillo sobre el reguero de sangre que brotaba bajo sus pies.


 -...¡Dios! ¡Nunca podrán pasar...! -se lamentó el sacerdote, al tiempo que retrocediendo, se dirigió a las escaleras del pasillo.

   El doctor venía escuchando desde hacía rato los quejidos lastimeros de una mujer que se había puesto de parto. Iba a ocuparse del muchacho de la gangrena en la pierna, pero enseguida comprobó que sufría una hemorragia interna y cambió de planes...

 -¡Traéme a esa mujer, rápido! -exigió con determinación- ...¿Y el sacerdote, dónde anda, lo necesito aquí?...

 -Lo ví en las escaleras que suben a la azotea... -acertó a explicar la enfermera reaccionando con rapidez. Acto seguido, la muchacha se concentró a fondo y consiguió calmar a la parturienta, le aseguraba que todo iba a salir bien, que ahora estaban con ella. La mujer siguió cada una de sus indicaciones al pie de la letra, aunque con el miedo clavado en el rostro mientras el doctor la exploraba. No pudo escuchar el resto de sus palabras porque otra repentina ráfaga de disparos se sucedió sin pausa, apretó los ojos y sólo se preocupó de respirar y empujar, respirar y empujar. Nadie podía oirse, el ruido de las balas se elevaba por encima de los gritos que provenían del pasillo y de la calle; uno de los impactos perforó la cabecera metálica de la camilla, pero el médico no tembló al sostener al recién nacido en sus brazos... El niño lloraba con fuerza, con exagerado estruendo ahora que los disparos habían cesado.

   El doctor se giró hacia la puerta cuando la pareja de ancianos cruzaba la entrada con las niñas y, entregando la criatura a su madre, se dirigió al sacerdote que, cabizbajo, descendía de la azotea por las escaleras. Cuando el sacerdote posó el fusil en un rincón lateral del pasillo le preguntó sin poder dar crédito a la escena...

 -¿Pero, ...¿qué ha hecho?

 -¡Que Dios me perdone! -suplicó el sacerdote con el gesto hundido- ...Pero no matarás...

   El doctor comprendió que por fin aquel francotirador no volvería a molestarles, que podrían seguir trabajando por la vida y pasó su brazo sobre los hombros de aquel hombre abatido en un intento por contener el dolor de su contradicción. Todos escucharon el llanto del recién nacido que inundaba la sala, que se extendía por cada rincón de los pasillos de aquel puesto en ruinas y que recorría cada una de las esquinas de las calles de la población con su música de esperanza. Incluso, por un instante, a algunos les pareció reconocer la canción de la vida que había decidido volver. Por fin podían escuchar el latido de su música en los corazones.

 

      Luis Tamargo.

#VocesdeUcrania, #leetamargo, #leerelato

*"Para participar en Certamen Zenda de relatos, 2.022".

sábado, enero 27, 2007

EL CUADRO


     A lo largo de mi azarosa existencia he podido conocer los más variados paisajes y, lejos de sentirme utilizado, ahora reconozco la riqueza y privilegio que ha supuesto distinguir el semblante de quien tenía enfrente. Añoro los primeros tiempos, aquellas tardes de buhardilla entre tanto lienzo amontonado, los primeros colores, manchas tímidas de aventurero trazo. Eran los comienzos, uno podía ya permanecer eternamente condenado a quedarse reducido a un boceto o, por el contrario, convertirse en un suceder de bocetos ininterrumpido. Tuve suerte de las manos en que caí y hasta donde he llegado. Esta vez el viaje ha sido muy largo, pero algo me dice que posiblemente aquí perdure con carácter indefinido, a juzgar por el modo que tienen de observarme.

   Digo que mi vida es un privilegio porque nunca acabo de aprender lo extensa que llega a ser la gama de las emociones humanas. El rostro más afable puede transformarse en gesto soez, despreciable. Y, sin embargo, quien parecía distraído de pronto se desata en exacerbados elogios... El cobalto profundo del oleaje, la polícroma textura de las rocas, parcheadas, sobre el cielo diáfano, difuminado de grises limpios... Otros callan, solo miran. Estos son con quienes puedo hablar, son los interlocutores. Aún recuerdo la viva impresión que dejó en mí grabada mi primer interlocutor; siempre se le recuerda después que ha desaparecido.

   Pero hoy ha sido una jornada distinta, insólita para mí. Se ha formado un gran revuelo en la sala principal y luego, en los pasillos, la gente ha circulado con prisas y desconcierto. Los guardas de seguridad han llegado dispuestos a alejar de las obras al pájaro que, quizás equivocado, vino a parar al museo. Al final consiguieron sacarlo de la estancia y todo ha vuelto a la rutinaria calma familiar. Quizás demasiado rutinaria ahora que otra mirada se posó en mí... El ave me miró, cierto, me contempló con susojos de pájaro, verdaderos. Pude notar sus alas golpeando la tela del lienzo, de suave roce, como el mejor de los pinceles. El ave buscaba salir, una ventana, una escapatoria y su batir de alas, intenso, me estremeció, me habló del mar y del cielo, del bosque en la montaña, de pájaros que vuelan...
¡ SALUDOS, AMIGOS/AS !

viernes, enero 19, 2007

miércoles, enero 10, 2007

NO TIENE PRECIO


    Un estrecho brazo de tierra unía la península del recinto al resto de la ciudad. Algo le alertó de que había traspasado el umbral de alguna invisible frontera, tal vez influido por el hecho de que los vehículos no podían acceder. El cielo cambiante del norte estaba hoy claro y la tarde, diáfana de azul, apropiada para el paso calmo y el trayecto breve. Miró el reloj en un gesto instintivo de rutina y, ante la primera bifurcación que salió al encuentro, optó por la senda de su izquierda, que ascendía zigzagueante bordeando la costa suave, ceñida a un mar bravío, que ahora prefería mecerse en una tregua pausada de olas. No quería olvidar que se trataba de un mar fiero, del que en otras ocasiones pudo comprobar su látigo de viento, cuando, enarbolado de su coraza gris, batallaba rudo y rugiente. Atrás quedaban ya, sepultados por el apacible entorno, el murmullo de tráfico y muchedumbres que poco antes le apresaban los sentidos.
 Ahora, la costa abría su vereda al paseante para convertirlo en cómplice de la inmensidad que iba descubriendo. Se paró e hinchó los pulmones en un trago hondo, en un intento egoísta por apropiarse de aquel instante preciso. Le inundó entonces aquel sabor a salitre que recordaba de la niñez y, despiertos los poros a la percepción, se sorprendió capaz de escuchar y sentir con inusitada viveza.
Arriba, una nube de gaviotas anunciaba su llegada. El Palacio de Convenciones se erguía majestuoso junto al Parador y, desde lo alto, el panorama se ampliaba para perderse en un horizonte limpio, aunque jalonado de rompientes. Se asomó al acantilado abrupto; enfrente, la costa suave saludaba, entre distante y orgullosa. Volvió a respirar hondo queriendo alargar los segundos, antes de reanudar el camino de regreso.
 Inició el descenso a la sombra de los pinos y palmerales que tejían una liviana techumbre de frescor. Se agachó para recoger un par de piñones sueltos, que olisqueó antes de guardar en el bolsillo. Un aroma de resina se expandía de entre los árboles y saturaba la tarde, que se cernía entre apagados cantos de búhos y urracas. Mientras, al fondo, seguían sonando los chillidos intermitentes de las gaviotas vecinas. Echó un último vistazo a la playa, otra vez el paseo tocaba a su fin; podía divisar el muro de verjas que contorneaba la entrada al recinto.
 Tintineó la piel áspera de un piñón dentro del bolsillo, cuando un estruendo de sirenas rompió el sosiego... Un tumulto de gente se agolpaba a la entrada principal, en torno a una columna de humo. Enseguida reconoció a los dos hombres que se acercaban pendiente arriba corriendo hasta él... El jefe de seguridad habló primero:
–¿Se encuentra bien, señor?
–Sí, claro. ¿...Pasa algo?
 Otros dos agentes hicieron acto de presencia por el lateral de la costa, y aún se sumaron otros dos que pudo distinguir, apostados en el límite del arbolado.
–Bueno, señor, esta vez el tiro les salió por la culata. El artefacto les explotó cuando lo manipulaban... Hay cambio de planes, señor. Salgamos del recinto por atrás, ya nos esperan.
–...¡Pero es Navidad! Quería acercarme a los almacenes del centro para comprar algún regalo...
–No se preocupe, señor, llegará a tiempo a la cena. –bromeó su jefe de seguridad.
 Llegó rodeado de doce hombres al furgón militar que aguardaba al otro lado de las verjas. En su interior, el capitán le tendió un uniforme...
–Debe cambiarse, señor Presidente... Ya sabe.
–Déjeme su teléfono, oficial, necesito hacer una llamada... –casi suplicó en tono urgente, mientras se desvestía.
 El Presidente marcó el número de su secretaria:
–¡Señora Donovan! ...Sí, bien, sí... Mire, necesito que me compre un regalo para mi esposa. Una joya, sí... No, otro anillo no. Una pulsera o unos pendientes, cualquier joya, no importa el precio... Bien, estaré en una hora. Perfecto.
 Salió del furgón, custodiado por dos oficiales, en dirección al helicóptero que, ya en marcha, les esperaba. Pudo observar de soslayo el coche oficial que emprendía la salida, escoltado por el grupo motorizado. El Presidente tomó asiento al tiempo que olisqueaba uno de los piñones recogido en su paseo. Se recostó con la cabeza atrás y los ojos entornados, intentando rememorar el breve aroma de un recuerdo. Cuando sobrevolaba la capital de su distrito, la ciudad iluminada de fiesta se ofrecía como un crudo espejismo, tal vez demasiado real, demasiado caro.


#cuentosdeNavidad
¡ SALUDOS, AMIGOS/AS !

viernes, enero 05, 2007