viernes, febrero 27, 2009

NO HAY MUROS


    Tenía la coartada perfecta; había quedado después del trabajo con Marcia, antes de la cena. Giulio llevaba largo tiempo dándole vueltas a aquella idea, y había decidido llevarla a cabo esa misma noche. Quería, de una vez por todas, cambiar algo para que en el rostro de su madre se instaurase la sonrisa. Siempre la había escuchado maldecir, descontenta, siempre a disgusto con sus dos hermanas, dos tías con las que jamás tuvo contacto alguno. Tan sólo las conocía por la historia contada por su madre, repetida hasta el desencanto; no le gustaba verla triste, no, a nadie puede agradarle eso. Ni siquiera cuando la oía planear su mal ni cuando el rencor la poseía, tampoco ese efímero triunfo le bastaba. Deseaba que la felicidad se adueñara del gesto de su madre, sobre todo ahora que él se sentía así, tan enamorado y feliz junto a Marcia, su novia.
   Se conocieron desde adolescentes y ya iban para su cuarto año de noviazgo, sabía que era su amor. Cumpliría la mayoría de edad el año próximo y comenzaría a trabajar de empleado fijo en el taller mecánico; ansiaba tener entre sus manos el carnet de conducir, los coches eran su pasión, sí, después de Marcia, claro.
   Un par de meses atrás, había muerto el abuelo, vivió con ellos sus últimos años y nunca llegó a comprender del todo las diatribas y enconadas discusiones que entablaba con su madre, aunque parecía vislumbrar algo de luz al respecto, ahora que su madre no cejaba en continuar sus lamentos, sus reproches en voz alta contra las hermanas ausentes. Si aquellas amenazas iban a conseguir traer la paz, tan añorada, él se iba a encargar de cumplirlas: los terrenos del abuelo ocupaban una vasta extensión de aquella comarca ganadera, representaban una golosa tentación para las constructoras, que rastreaban la zona en busca de parcelas favorables para su negocio. Al fin, su madre logró lo que con tanto ahínco había perseguido, hizo que el abuelo, demasiado mayor para oponerse, cambiara el testamento a su favor, hasta entonces repartido a partes iguales entres las tres hermanas. Ya sólo necesitaba el espoletazo definitivo que provocara el estallido; deberían ser ellas las que interpusieran la demanda, pues ni siquiera pensaba darles el placer de pagar las costas del juicio, donde todo estaba dispuesto en su favor...
   Mientras se aseaba para salir, Giulio repasó mentalmente cada uno de los pasos de su oculto plan. Al caer la tarde se acercaría con el coche hasta el muro de piedra que separa las lindes, a esas horas apenas hay tránsito; le bastaría con un leve empujón para derribarlo. Se imaginaba el gesto despechado de sus desconocidas tías, pero, sobre todo, la faz satisfecha de su madre, relajada al verse las caras frente al estrado. Sí, ya era hora de que su madre también sonriera, era su turno. Nadie lo vería en plena oscuridad; después, debía bajar hasta el pueblo sin las luces puestas, no se trataba de un trecho demasiado largo, pero lo conocía de memoria, ya antes lo había recorrido con Marcia, cuando buscaban algo de intimidad. Antes de ir al encuentro de Marcia, que le aguardaba en la verja del palacio consistorial, quería dejar el vehículo en el aparcamiento del taller, de ese modo no existiría ningún detalle que lo involucrara.
   Al llegar junto al muro, dejó caer la trasera con suavidad para evitar cualquier ruido. Empujó con fuerza marcha atrás, pero sin éxito; además cabía el riesgo de que el muro, casi tan alto como una persona, cediese del lado suyo y aplastara el vehículo. Las ruedas echaban humo y se encontraba empapado en sudor; aquella misión le estaba costando mucho más de lo que se había imaginado. Pisó a fondo el acelerador y, con un giro brusco hacia delante, se alejó justo antes de que el muro cayese destrozado en innumerables pedruscos desperdigados.
–...¡Por fin, ya está!
   Ahora le quedaba bajar a ciegas, sin encender los focos. Giulio enfiló la pendiente que conducía a la población, se había hecho demasiado tarde. Aprovechó la inercia de la cuesta abajo para ganar tiempo y velocidad cuando tropezó con algo que no pudo distinguir en la oscuridad. El coche se tambaleó a un costado, después de haber arrastrado el tropiezo durante varios metros y, asustado, Giulio maniobró para pegarse de nuevo a la valla. La oscura silueta de los setos recortado en la noche le desorientaba y contribuía aún más a su nerviosismo. Por eso suspiró aliviado al distinguir la iluminación de la carretera local, encendió por fin las luces y se incorporó a ella con lentitud.
Aparcó según lo previsto, junto al taller mecánico; comprobó después la defensa trasera, apenas un rasguño de la presión contra el muro. Luego, introdujo las llaves del coche en el buzón del taller, allí las encontraría a la mañana siguiente el viejo Ramos, como tenían por costumbre. Miró el reloj preocupado mientras, a la carrera, se dirigía a la cita con Marcia. Bajó a saltos la escalinata de la plaza central, componiéndose el cabello y las ropas antes de llegar al lugar del encuentro, pero Marcia ya no estaba... Se lo había estado temiendo durante todo el maldito trayecto, aquel muro se había resistido tanto en caer...
–...Mañana se lo explicaré. –se consoló de regreso a casa.
   Sin embargo aquella mañana le costó desperezarse, no era habitual en él dormirse ni faltar al trabajo. Se despidió de su madre sin desayunar. Tampoco era el único en llegar tarde, el taller seguía cerrado; al viejo Ramos también parecían habérsele pegado las sábanas. Por instinto siguió la ruta de sus pasos en la noche anterior, le pareció escuchar voces y se asomó a la escalinata. Entonces distinguió el revuelo que formaba aquel grupo de gente junto al ayuntamiento. El viejo Ramos se encontraba entre ellos, en cuanto le reconoció se dirigió hacia él en un falso tono sosegado:
–...Giulio, hijo, ¡una lástima, hijo! –mientras posaba una mano en el hombro del muchacho.
–¿Qué pasa? No entiendo...
–La encontraron hecha un nudo junto a la valla de la cuesta antigua, hijo... –Ramos se lamentaba sin despegar la vista del suelo–. Después de atropellarla huyeron, Giulio, la abandonaron allí, malherida, sin auxiliarla, hijo... El párroco asegura que está muerta, la pobre Marcia, muerta...
   También la mirada de Giulio permanecía ausente, se acordaba con claridad de dónde echó las llaves, pero no recordaba con qué parte chocó del vehículo; aún no tenía el permiso, pero nadie le había visto, no podían implicarle. Ya no escuchaba las palabras huecas del viejo patrón, un largo escalofrío le impedía atender, mientras un muro invisible se erigía delante suyo... Algo parecido a la voz de una amenaza le condenaba, tardaría toda una vida en volver a sonreír.


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viernes, diciembre 26, 2008

EN CIERTO SENTIDO

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     Me di cuenta desde edad temprana, pero el primer recuerdo databa de apenas cumplidos siete años. Había olvidado el regalo de cumpleaños en la habitación de mis padres y, a medianoche, me entró la imperiosa necesidad de tenerlo entre mis dedos. Aquel soldado articulable era una especie de mascota y, desde mi cama, fui el primer sorprendido al comprobarme observando el dormitorio contiguo con toda clase de detalles. Ellos dormían a pierna suelta mientras, asombrado, recorría cada rincón de la estancia, escudriñando todos los pormenores, hasta dar por fin con el juguete, posado sobre la silla.
   Años más tarde, en el Instituto, tuve una experiencia singular con la profesora de idiomas, una mujer de porte elegante que compaginaba perfectamente con aquel obsesionado interés suyo por la correcta dicción. No dejaré de reconocer que su atractivo repercutía en los maleables moldes de un muchacho en pleno proceso de desarrollo, vamos, que me gustaba. Quizás influido por ello, por sus maneras o por el perfume y la exquisitez de ropas con que se ataviaba, en una ocasión, pude contemplarla también durmiendo junto a su pareja, un señor gordinflón de acicalada barba. Su dormitorio, de aspecto pulcro, respiraba un aroma de esencias. Acabé el curso con la mejor puntuación en su asignatura y, además, con la felicitación de la propia profesora, sí, una perfecta señora. Para entonces era ya consciente de que podía entrar en otros sitios, aunque sin saber muy bien lo que hacer una vez allí; me fascinaba poder contemplar el lugar, los objetos, los gestos imperceptibles del rostro o los movimientos del cuerpo. Había aprendido a moverme, superado el desconcierto inicial. Podía ver mis manos y escuchar, pero resultaba imposible tocar nada, siempre que lo había intentado había terminado por despertarme de forma brusca y sudoroso, así que opté por el disfrute inocuo de la situación. Posteriormente, me fue de gran utilidad para el trabajo la información proporcionada por tan particular habilidad… Recuerdo a aquella directora general que no hacía sino extorsionar los esfuerzos de sus empleados, con la velada amenaza de que un hogar que se precie semejaba los mismos sacrificios que la empresa. Sin embargo, mis sospechas iban cobrando forma pues nunca logré introducirme dentro de su alcoba. Aquella mujer nunca durmió acompañada y, tras su caparazón, debía de sentirse de verdad sola.
   Con el paso de los años he ido adaptándome a los misteriosos caprichos a los que me somete esta extraña percepción, pues nunca soy yo quien decide el momento o con quién experimentarla. Desde mi cama, como si estuviera dormido, puedo presentarme en otros lugares a millas de allí y observar aspectos inverosímiles de gente, casi siempre cercana a mí por algún motivo desconocido, aunque revelador.
   El nuevo Gerente se incorporó hace un mes en unos cruciales momentos para la Compañía y, para mí, necesitado de esa normalidad, capaz de alejar cualquier nubarrón de incertidumbre, sobre todo ahora que acababa de firmar la hipoteca de la nueva casa. Quiero dar a Lena y a nuestro hijo, Tomy, unas comodidades mejores y bien merecidas. Con esa intención, la noche anterior estuvo de invitado en la casa estrenada y de la que me siento tan orgulloso. El nuevo Jefe se despidió a medianoche, había tarea acumulada que adelantar al día siguiente. Pero de madrugada, sin proponérmelo, me introduje en su dormitorio… Jadeaba entrecortado, a pesar de ser joven. Observé el rostro de la mujer de melena rubia que descansaba a su lado, algo mayor que él; las ropas descansaban esparcidas por el suelo sin orden ni concierto… Volví a acercarme a la mujer y, horrorizado, comprobé que se había convertido ahora en una morena, más joven que la anterior. El Gerente resoplaba en camiseta de tirantes, el pijama, arrugado a los pies de la cama, cayó al suelo cuando dio media vuelta… Desperté inquieto, al intentar jalar de la manta, cuando descubrí que la mujer acostada era ahora otra distinta, de pelo castaño corto, que resoplaba casi más que él… Quise advertirle, pero algo no me dejó.
   A la mañana, en el desayuno, Lena opinó sobre las incidencias pasadas…
–Se notaba que lo hacía por cumplir, aunque espero que quedase contento.
   Sin embargo, fueron las palabras de Tomy las que acertaron a despejar las dudas en cuanto abrió la boca:
–…¿Pero cuántas mujeres tiene ese hombre?...
   Su pregunta me dejó perplejo, mientras la madre ignoró la aparente incongruencia. Tomy es un buen muchacho, deportista, está creciendo fuerte; quizás deba estar más cerca de él, ahora que su formación es tan decisiva. Algo me dice que, digno de su padre, aunque nunca antes lo hayamos comentado, en cierto sentido, nos entendemos.


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sábado, agosto 02, 2008

DEMASIADO DEPRISA


–¿Quieres hacer el favor de pararte quieto, Mike?... ¡Me estás poniendo nervioso!
 Mike movía las piernas en el asiento de atrás, sin lograr encontrar acomodo; incluso Mollie, a su lado, se protegía con el codo de sus inquietos embistes.
–...¿Es que esta tartana no puede correr más deprisa? –gritó Mike, defendiéndose.
 Llevaban toda la mañana dentro del vehículo, el espacio insuficiente y la fatiga hacían mella hasta en el más paciente. Tom, al volante, de carácter más templado, se giraba repetidamente con rápidas ojeadas hacia el asiento trasero, donde Mollie y Mike forcejeaban y discutían. Ella se recolocó la falda y se atusó la media melena rubia, al tiempo que recriminaba la intranquila actividad de su compañero de asiento...
–¡Si vuelves a pisarme te parto la cara!
 En el asiento delantero, Willfred, el gordinflón, reía con estentóreas carcajadas, que acompañaba siempre con exagerados aspavientos al golpearse en las rodillas.
–¡Les hemos dado esquinazo, Tom, eres un campeón! –vociferaba entre una y otra risotada.
 Mike debió de volver a las andadas, pues Mollie acabó por plantarle un sonoro bofetón, que no consiguió sino acrecentar las risas de Willfred.
–...Aprieta, Tom, ¡más rápido! –suplicó Mike, que se tapaba la mejilla enrojecida con el brazo.
–No, ahora no. Ahora toca esperar... –Tom sacó ese tono condescendiente que da la veteranía de erigirse en líder de la banda, lo que explicaba por qué era él quien manejaba el volante.
 Desde la ventanilla, observaron la sucursal bancaria al otro lado de la calle. Era casi mediodía, y el ajetreo alcanzaba su punto álgido, el tráfico intenso inundaba la avenida central, y un continuo fluir de gentes se mezclaba con los ruidos y las luces intermitentes de los semáforos.
 Mollie se fijó en el niño que surgió de la transversal, dispuesto a cruzar la calle en dirección al puesto de helados. En ese momento, el heladero recogía el carrito. Un vehículo apareció de súbito en la curva, cuando el semáforo aún no se había cerrado. Desde las ventanas, una pareja de ancianas se estremeció, mientras alertaban al chico... Mollie se tapó la boca con las dos manos, pero no pudo evitar se le escapara un grito.
–¿...Qué pasa? ¿por qué has tenido que chillar así ahora, eh? –increpaba Mike, molesto, intentando ponerse en pie, dentro del coche.
 Willfred parecía haber tocado techo con sus carcajadas, y sólo emitía un resoplido entrecortado, del todo ininteligible. Tom devolvió la calma una vez más con su aplomo de jefe experimentado, sus palabras surtieron el efecto deseado, y todos regresaron concentrados a la realidad que les tenía allí reunidos:
–Mirad, ahí llega lo que estábamos esperando.
 En la acera de enfrente acababa de aparcar una furgoneta blindada, como cada sábado último de mes, para recoger la recaudación del banco. Dos agentes uniformados se apearon en actitud alerta, vigilando hacia todos los lados, con movimientos mecánicos y rápidos. Uno de ellos portaba las sacas, mientras el otro no despegaba las manos del cinto. En actitud vigilante escrutaba entre los transeúntes como si pudieran adivinar quién podía convertirse en un peligro potencial.
–...¡Llegó el momento, muchachos! Estad preparados... –les conminó Tom.
–¿Tenéis todos las armas listas? –Will acababa de hacer la pregunta cuando Mike chilló histérico, desde atrás.
–¡No, ahora no! Vienen...
 Tom pudo vislumbrar, desde el retrovisor, el automóvil de la policía que, lento, se acercaba hasta detenerse justo detrás de ellos. Las risas de Willfred se helaron y Mike parecía petrificado, inmóviles, cuando vieron descender del coche al policía y acercarse hasta ellos. El agente saludó, se asomó a la ventanilla y observó a los integrantes del grupo y el interior del coche...
–...¡Venga, chicos, ya está bien por hoy! Este no es sitio para jugar...
 Casi al mismo tiempo llegaba la madre de Mollie, que desde el jardín había contemplado toda la maniobra.
–...Se lo tengo dicho mil veces, agente, pero no puede una descuidarse. ¡A casa, Mollie, sal de ahí!
 Los cuatro chicos salieron asustados, serios, cruzando miradas de complicidad. Tom no dejaba de observar de soslayo al agente, que con los brazos en jarras, sonreía.
–Sí, señora, vendrán a retirarlo. Ya lleva aquí abandonado más de cinco meses.
Willfred infló los mofletes, intentando contener la risa, mientras Mike echaba a correr calle abajo, apresurado, por lo que pudiera acontecer. Mollie entró en la casa farfullando, delante de su madre, incómoda por su repentina aparición...
–...Vaya, mami, precisamente ahora que...
 Tom se volvió hacia el policía con las manos en los bolsillos, encogiendo los hombros:
–¡No hemos hecho nada! Eso no anda.
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viernes, junio 06, 2008

P A S A J E R O S


     El pitido del tren se ahogó en la llanura. No fue hasta pasar el túnel cuando se dio cuenta de la llamada perdida que parpadeaba en su aparato móvil, por eso no lo oyó antes. Salió del compartimento para hablar con más confianza.
–Bien, Jorge, bueno… Atendedle hasta el final, ha de morir de viejo, nada de disparos, ¿entendiste?    Bueno, me mantendrás informado, ¿eh? …Sí, sí, llegaré para el fin de semana, ¿vale? Vale.
   Los granjeros de hoy en día si quieren subsistir deben competir con las nuevas armas que marcan la pauta, las labores del rancho tienen que apoyarse en una gestión acorde al mercado actual. Su viaje de negocios posibilitaría que los esfuerzos dedicados a su ganado y a los sembrados no fueran al traste y siguieran progresando. Para él habían quedado atrás las meras tareas agrícolas, si bien necesarias, aunque añoraba los viejos tiempos en que el patrón había de saber no sólo realizarlas, sino supervisarlas, compartiendo el sudor con sus asalariados. A su padre se lo escuchó en incontables ocasiones, mientras empacaba la hierba o reunía el ganado en el abrevadero, pero a él le habían tocado otros modos de trabajar el rancho heredado del abuelo. En el campo, tradición y modernidad disputaban una curiosa convivencia donde resultaba difícil establecer los márgenes… Y ahí estaba él, de viaje hacia la gran ciudad para hacer posible la vida en el rancho. Le tenía preocupado desde hacía varias semanas la enfermedad del caballo del abuelo, ya muy viejo; ahora agonizaba. La llamada del capataz le ponía al día sobre su estado. En vida le había escuchado las batallas y aventuras que corcel y jinete atravesaron en leal compañía, su abuelo lo contaba con afecto y dejaba escapar un cierto tono agradecido al recordar lo que nunca podría volver a repetir. Poco antes de morir, el abuelo le pidió aquel particular deseo que ahora él se preocupaba por cumplir… Al fiel alazán no debería faltarle de nada, ni siquiera el día de su muerte. Nunca comprendió aquella demostración de amor consistente en rematar de un tiro al caballo herido, así que se lo hizo prometer al muchacho, aquel caballo moriría de viejo, como él. Ahora que el muchacho había crecido ya sabía lo que había de hacer, había preparado la fosa en la ladera alta del monte; allí donde la vista abarcaba las largas praderas que descendían al paso del río, hasta la cordillera rocosa que dejaba asomar las primeras nieves en sus cumbres… Nada más que hacer, tan sólo esperar, así que se cubrió la cara con el sombrero dispuesto a descansar el resto del trayecto.
 Enfrente, una pareja de ejecutivos se acomodaba al vaivén del vagón sin mediar palabra entre ellos. Uno junto al otro, viajaban en incómodo mutismo. El más serio se atusaba la corbata de continuo con nervioso gesto, impaciente por finalizar el viaje, ansioso por abandonar la compañía de aquel jefe lo antes posible. El gerente, algo más joven, le había entregado en mano un expediente disciplinario, cuatro horas antes de la charla y posterior cena de celebración que previamente el veterano delegado había organizado con un grupo de los clientes más selectos. La reunión y la cena transcurrieron en un ambiente cordial y de cumplida corrección: el delegado con el puñal clavado en la espalda, los clientes atentos y preocupados en la mesa por corresponder al delegado ante su superior y, ajeno a todo, el jefe perdido entre ellos, más concentrado en poner término a su estratagema que en conocer los pormenores que afectaban al trabajo de su zona. El delegado podía barruntar las consecuencias del temporal que se avecinaba, se quedaría sin puesto de trabajo, pero habría de luchar por sus derechos ante al juez. Tan embebido estaba en el problema que casi adivinó que aquella era su parada y, antes de que chirriasen los frenos, se incorporó del asiento. El jefe alardeó de nuevo de un corazón de hielo al despedirse…
–¡Que tengas un buen fin de semana!
   El delegado no se volvió ni tendió la mano, solo le espetó un adiós.
  Cerca de la ventanilla, la señora que se escondía tras unas gafas de sol, sacó otro cigarrillo que devoró con ansiedad, igual que los anteriores. Como si siguiera un metódico ritual, salía al pasillo cada vez que finalizaba un cigarro para volver a fumar otro. Tal vez fuese un modo de disimular dentro del compartimento, que no pensaran que fumaba sin parar… Entre pitillo y pitillo ahuecaba su cabello rubio con movimientos cortos de sus manos. Las gafas ocultaban unos ojos fatigados, tristes de apenas dormir en demasiadas noches seguidas. Unos ojos a los que ya poco les importaba que el humo fuese dañino, pues había males peores. Aquellos ojos que espiaron ventanas y puerta del motel donde su marido se había hospedado, tras aquella repentina reunión que surgió de la nada. Así que eso es lo que había ocurrido veces anteriores, en tantas ocasiones como urgencias de negocio, tantas como chicas de alterne, como clubs de carretera que jalonaban el regreso a casa… Hasta que no lo vio con sus propios ojos no había querido creerlo, pese a las advertencias y sospechas. El mero hecho de seguirle y vigilarle certificaba el engaño, ya lo condenaba. Se tropezó en el pasillo con un tropel de gente que bajaba y subía cargada de maletas, luego volvió junto a la ventanilla para seguir observando la noche a través de sus gafas oscuras. No había hecho más que encender un nuevo cigarro cuando se incorporó brusca e interceptó el paso al interventor…
– …¡Daston Ville! ¡Señora, hace dos estaciones que lo hemos dejado atrás! ¿No escuchó el aviso…?
   La señora entró precipitadamente en el vagón, tropezó con el granjero, recogió su bolso y marchó como una exhalación. El joven iba a colocarse de nuevo el sombrero sobre el rostro y reanudar su sueño cuando volvió a sonar el teléfono que colgaba del cinturón. Gracias a las prisas de aquella viajera esta vez sí lo oyó…
–Vaya, Jorge, lo siento… Era de esperar. Ya sabes lo que has de hacer, sigue las indicaciones que os di al pie de la letra, ¿eh? Sí, sobre la loma, sí, la zanja ya está hecha, sí… Llegaré el viernes. Hazlo bien, vale.
   El granjero no pudo disimular un gesto de congoja, el caballo del abuelo había muerto de viejo, por fin descansaría bajo la mullida hierba de la loma, sobre las vastas praderas que primero cabalgó; el abuelo podía sentirse orgulloso. Sí, era curioso cómo su labor aquí resultaba imprescindible… Misterios de los nuevos tiempos que su heredada alma de granjero se limitaba a asumir sin comprender. En el fondo, él pertenecía a aquel mundo y las prisas, protocolos y penurias de la vida urbana no casaban con su rústico carácter, quizás por eso no le afectaban. Observó ahora los rostros sin interés que ocupaban el vagón, de verdad que tenía ganas de llegar al rancho… Se moría por subir a la loma alta y contemplar el valle a sus pies.
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sábado, mayo 24, 2008

UNA COSA ANODINA


     Me pareció vislumbrarlo en una de esas veces en que me volví, mientras esperaba. Sí, me estaba mirando… Allí enfrente, erguida, con aquel porte tan distinguido, resultaba elegante, casi atractiva. Me miraba ahora, atrevida y desafiante, envalentonada, como si su silencio quisiera provocarme… ¿A que no te atreves?
–¡Díos mío! –pensé–, voy a volverme loco. Justo lo que me hacía falta ahora, otro lío…
   Pero ella insistía, y por encima del hombro echaba miradas de reojo que me iban consiguiendo poner más y más inquieto. Cuando cambió al gesto de indiferencia, me fijé en ella con detenimiento: era fina, de perfil recto y sobrio, estaba maciza…
–¡Díos mío, otra vez! –me asusté al descubrirme pensando en ella, justo cuando volvía a girarse hacia mí, esta vez, de frente.
   De la sala contigua, por fin, salieron dos hombres trajeados. Uno era el Gerente, que apenas diez minutos antes me había entrevistado, el otro, un director de Recursos Humanos, según me explicó. Era la primera vez que nos presentaban, pero enseguida supe por el ademán que no habría otra. Sin embargo fue el Gerente larguirucho quien habló…
–Después de deliberar sobre su expediente, señor, hemos optado por prescindir de sus servicios…
   Seguí escuchando su discurso preelaborado en tono reiterativo y neutro, como el noticiero de las siete de la mañana, pero lo cierto es que ya no atendía sus palabras, casi que adivinaba lo que iba a escuchar. Tan sólo me fijé en ella, fría, ausente, con aquella postura distante, que no dejaba lugar sino a la más anodina indiferencia.
   El Gerente continuó, tedioso, su breve monólogo, y me incorporé maquinalmente, mientras sonaban sus últimas palabras…
–Ahí tiene la puerta…
   Entonces la atravesé, contagiado de aquel descaro con que antes ella me enfrentó y, al pasar a su lado, la miré a sus ojos inertes, de madera vieja. De cerca no parecía tan imponente, pero siempre fui un caballero y, a pesar de la enconada situación, tampoco era el momento idóneo para perder las formas. El Gerente se agarró a su cintura, extenuado por el sermón y, juntos, expectantes, me observaron mientras me alejaba pasillo adelante… Pero ya no miré atrás, estreché el pomo del ascensor al tiempo que con un pícaro guiño susurré…
–…¡El placer es mío!
   Al fondo sonó un portazo seco.
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sábado, mayo 10, 2008

SILENCIO EN LA JUNGLA


     Se agazapó sobre la roca, adaptando la palma de los pies a las aristas rugosas. Con la cabeza hundida entre las rodillas, acechó la superficie cristalina de la orilla. Cuando la sombra del pez zigzagueó entre las rocas, un movimiento certero de su brazo acertó a atravesarlo. En la vara puntiaguda, la pieza cobrada daba coletazos desesperados, mientras el salvaje recogía de la arena otra vara con cuatro pescados más, ya inertes, y se alejaba de la playa en busca de la zona arbolada en la que proveerse de algunas frutas.
   Aún el sol no había alcanzado su punto más elevado, cuando sonó de nuevo la sirena… Al igual que en anteriores ocasiones, el salvaje ya sabía lo que aquello significaba. Paralizado, escuchó atento la estridente señal para, rápido y nervioso, dirigir sus pasos montaña arriba. Desde lo alto, observó la llegada del barco y al ruidoso grupo de turistas que alborotaban la pequeña cala con sus ropajes de llamativos colores. En su mirada neblinosa se apagó el brillo que antes le había mantenido ocupado y, a rastras, se adentró en la jungla en manifiesta actitud huidiza.
   Una vez en la gruta, apenas dio cuenta de la pesca que obtuvo durante la jornada, preocupado por la reciente visita a la isla; le inquietaban los viajeros, aquellos extraños que, cada vez con más frecuencia, invadían el silencio que imperaba en la jungla. En los últimos tiempos había aprendido a valorar el significado de aquel preciado silencio. La jungla proporcionaba todo lo que podía necesitar: alimento, techo y cobijo. El no podría soportar aquellas telas que aprisionaban los cuerpos ni tampoco le hacía falta cargar con tan raros equipajes, aunque no siempre fue así…
   Aquella noche durmió acosado por incesantes pesadillas que ahuyentaron la placidez del descanso. Soñó cuando, más joven, los trajes elegantes apretaban su cutis afeitado de ejecutivo prometedor. Entonces, la carrera hacia la cima se adivinaba libre de obstáculos, aunque no de competidores, pero la rotundidad de sus triunfos bastaba para merecer la tan disputada plaza de la Jefatura comercial. De hecho, aquel viaje en hidroavión a las islas no representaba sino un avance del premio principal, al que fueron invitados los mejores profesionales seleccionados. Sus expectativas eran inmejorables y excelentes sus resultados. Las únicas nubes que enturbiaron el horizonte de aquella decisiva reunión fueron las que cubrieron el atolón, durante la mañana previa al viaje de partida. Luego, a la tarde, se desencadenó una tormenta atroz que envolvió al indefenso aparato al poco de iniciar el despegue. A merced de los embravecidos elementos, el hidroavión volteó sin control hasta romperse como un juguete entre las olas que asediaban sin piedad aquel apartado conjuntos de islotes que, hasta entonces, sólo fueron un reclamo paradisíaco.
   La tragedia superó con creces el alcance de las posibilidades con las que contaban los dispersos habitantes de aquellos tranquilos lugares. Cuando menguó el temporal, y pudieron acercarse a los restos del accidente, tan sólo hallaron enseres inservibles, hechos añicos y cadáveres diseminados por el océano. Muchas esperanzas de futuro acabaron allí sus días, incluso algún cadáver no apareció, pero no por ello las grandes empresas dejaron de crecer. Nadó, cegado por el oleaje, hasta alcanzar la costa y, extenuado, se desplomó junto a la cueva que luego iba a servirle de morada. Era un cualificado profesional y, por tanto, estaba preparado para el éxito: recorrió la geografía costera de su nueva prisión, aprendió a cazar y a pescar, y comenzó a descubrir el crudo sabor de sentirse vivo. Era un superviviente.
   Al día siguiente, casi con talante obsesivo, volvió a vigilar los movimientos de aquel grupo de estrambóticos turistas, contemplaba sus risas, su lenguaje, sus bailes y fiestas en la orilla de la playa. Siempre ocurría así: las excursiones duraban un fin de semana, dos días completos en los que ni cazaba ni comía, concentrado únicamente en espiar las idas y venidas de aquellos molestos visitantes, en aguardar el ansiado momento de su regreso. Aquella segunda noche tampoco fue capaz de dormir en paz, soñó con gráficas y curvas de crecimiento, coloreadas según los potenciales, de acuerdo al índice de mercado, local o de área, soñó con parámetros y estadísticas comparativas que reptaban frías sobre su desnuda espalda y, cuando irrumpió el alba en la gruta, él ya estaba montaña arriba oteando las maniobras de la embarcación. Con el sonido de la sirena anunciando el fin del viaje, y la hora de la partida, su mirada recobró el destello brillante que lo convertía en un fuera de serie… Entonces podía cazar y dormir, ahora podía escuchar los susurros de la jungla que con tanto mimo le albergaba y, por fin, disfrutar del verdadero silencio del triunfo…


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jueves, mayo 01, 2008

FINAL DE COSTA


     No había letrero alguno; quizás por eso siguió la inercia de aquel cruce. Llevaba horas al volante y nada le habría desanimado más que haber leído la señal de alguna población cercana. Solo conducir, tragar kilómetros hacia un lugar sin nombre...
   Nunca bendijo tanto el hallazgo fortuito de aquella villa como el efecto beneficioso que a partir de ese momento le acompañó. El carácter atormentado que le perseguía en los últimos años a causa de la enfermedad de Marie y, también, por la jubilación anticipada que le forzó a enfrentarse sin esperanzas a una batalla perdida, le habían transformado en un ser hosco y solitario. No le bastaban las respuestas de su médico, el Dr. Vincent, instándole con fingida profesionalidad a probar terapias psicológicas que le ayudarían a fortalecer su acrecentado pesimismo, ni tampoco iba a poner el resto de fe que le sobraba en aquellos rutinarios fármacos. Siempre fue hombre dinámico, de mente ágil que se tornaba vivaz cuando estaba ocupado, su estado ideal. Ahora, sin trabajo, intentaba suplir el espacio de sus actividades dedicando un tiempo a organizar sus colecciones de modelista, incluso llegó a terminar de una vez aquella fragata antigua que le regalaron sus compañeros en el homenaje de despedida.
   Sin embargo, ni las maquetas de sus balandros ni los medicamentos ni los consejos del doctor Vincent poseían la consistencia suficiente para detener la tortuosa avalancha de ansiedad que supuso la muerte de Marie. Sin obligaciones era un hombre desarmado, pero sin lazos afectivos sus sentimientos caían desbocados en una vorágine sin fin de soledades. Por eso cogió el vehículo, su mundo de toda la vida se quedaba pequeño y su espíritu, hambriento de avidez, le empujaba a explorar horizontes distintos a la búsqueda de una novedad que tal vez le hiciera resucitar de aquella situación que le aprisionaba.
   Aquélla tarde abandonó la autovía que le devolvía a casa y regresaba sin prisa por la comarcal. En muchas otras ocasiones pasó frente a aquel cruce, dejándolo a un lado, pero esta vez decidió tomarlo con un giro repentino, casi al tiempo que se dejaban caer las primeras gotas de lluvia. Al poco, la carretera se estrechó hasta borrarse la línea divisoria que marcaba la doble dirección y el firme dejó notar la superficie parcheada de sus baches. El aparente rodeo comenzó a extenderse más allá de su pretensión original, pero para entonces la lluvia era ya copiosa y el movimiento rápido del parabrisas le dificultaba conducir con seguridad. Una fuerte tormenta eléctrica se desató en apenas unos instantes y su resplandor intermitente se reflejaba fantasmagóricamente entre los árboles cercanos. Su preocupación crecía a la vez que el temporal y la noche cerrada iban en aumento, hasta que con un rescoldo de alivio divisó las luces de la pequeña villa. Circuló lento por lo que semejaba una calle principal, vacía de transeúntes. Aguardó con el motor en marcha hasta descubrir la figura de alguien a quien poder preguntar. Por fin distinguió al viejo pescador que esquivaba el chaparrón bajo los aleros. Aunque a este no le hizo mucha gracia abandonar por un momento su refugio de la orilla para responder a las dudas nerviosas de un conductor extraviado, así y todo, contestó sin un mal gesto...
-La carretera no sigue. Está usted en la costa! O vuelve por donde vino o...
   Debió notar el rostro perplejo del hombre que le preguntaba y, mientras volvía a resguardo de los aleros, apostilló:
-Dos manzanas más al fondo tiene el hostal de la señora Olmos... Hace una noche de perros, oiga!
   No le faltaba razón al viejo marino, nada mejor que la opinión de un experto pescador para seguir el consejo a pies juntillas, por lo que se dirigió en dirección al hostal dispuesto a capear la noche del modo más cómodo.
   Cuántas veces le escuchó decir al doctor Vincent que no debía encerrarse ni aislarse, que necesitaba exteriorizar sus inquietudes, conversar, compartir tareas o colaborar en cualquier acción con implicaciones sociales. Cada vez que le soltaba la perorata lo acompañaba con un tratamiento de pastillas destinadas a frenar su ansiedad y controlar su sueño que, por el contrario, solo conseguían dificultar y reducir el tiempo destinado a dormir. Sin embargo, obligado a pernoctar en casa de la señora Olmos, dormía. La urgencia de las circunstancias impusieron que tampoco tuviera a mano las medicinas que metódicamente pretendían dominar su vida y, sin embargo, las tostadas rebanadas que la propia señora Olmos subía a la habitación ofrecían el remedio milagroso del mejor de los desayunos. Luego, quedaba toda la mañana por delante antes de que con ganas casi se deseara la hora de la comida.
   El tiempo transcurría en la villa sin preocuparse de mirar el reloj, los paseos por el muelle o las tertulias en el bar del hostal entonaban las tardes de modo que parecía que el tiempo se hubiese tomado un respiro también para olvidarse de todo lo que no tuviera nada que ver con la calma o la paz. Las conversaciones con Mauri, el viejo pescador, repasaban hechos pasados aunque liberados de la importancia actual. Le agradaba escucharle, mientras el pescador preparaba un montoncito de tabaco para su pipa de motivos marineros y hablar con él, cuando la encendía y aspiraba, pues casi pertenecían a la misma generación si bien los avatares de sus vidas distaban en detalles considerables. La mar moldea la cruda arboladura de los hombres que la trabajan y el viejo Mauri desconocía el significado de la palabra médico... A diferencia del pescador, a él no le habían faltado penurias que solventar, sobre todo y muy a pesar suyo, los últimos padecimientos de su querida esposa, demasiado recientes aún, pero algo había en el modo de enfocar los problemas que originaba un abismo entre ambos a la hora posterior de extraer conclusiones. Con el viejo marino aprendió el secreto del optimismo, sobre el que tanto había oído predicar sin interés. Las lecciones que Mauri sacaba de un obstáculo pasado lograban hacer desaparecer el problema mismo e, incluso, su posible repetición. Y esto era algo que a él le regocijaba, tan asaltado por los mismos fantasmas, pues le entroncaba de nuevo a la realidad, sin cargas ni peso sobrante. Al final, una buena risotada entre amigos o un paseo por los acantilados desentumecían el óxido acumulado de la fatal seriedad y todo volvía a colocarse en el orden y en su sitio justo.
   Los viajes a la villa se fueron haciendo más frecuentes. Primero, con excursiones o algún fin de semana, luego pequeñas temporadas que le devolvían a casa renovado. El propio doctor Vincent se mostraba satisfecho con los resultados de su tratamiento al comprobar los avances de su decaído ánimo. No podía imaginar que las medicinas descansaban al fondo de un cajón, tan abandonadas como sus intenciones de asistir a rueda terapéutica alguna. Solo de pensar que volvería a la semana siguiente a la villa una diáfana alegría se le reflejaba en el semblante, imposible de disimular.
   Al principio fue tan solo una fugaz idea que se le pasó por cabeza. Luego, ayudado por el tiempo y el sosiego para la reflexión, fue madurando su proyecto hasta adueñarse por entero de su entusiasmo. Poco a poco fue cambiando vínculos, no tenía nada de descabellado trasladar su hogar a donde se sentía más a gusto. Además, hacía tanto que no sabía lo que era sentirse así, casi lo había olvidado.
   Comenzó por desprenderse de su casa de la ciudad. Entre Marie y él habían conseguido convertirla en un hogar, pero ahora era demasiado grande para sus necesidades. En sus amplias habitaciones descansaban los recuerdos, hablando del pasado irremediable, recordándole los límites del futuro. No fue difícil desembarazarse de ella, estaba bien situada en el centro urbano. A cambio, un pequeño ático junto al hostal de la señora Olmos, en una callejuela paralela, sin tráfico y con vistas a los montes, desde donde se podía respirar el aroma de los robledales en otoño. Cuando la brisa del nordeste volvía a soplar entonces era el olor a salitre añejo el que inundaba cada rincón de la villa, algo que a él le hacía ensanchar los pulmones y tragar bocanadas. Era el olor del pueblo que reconocería entre un millón, inconfundible. Antes, unos meses atrás, apenas para él tenían significado los olores, ni la risa... Sí, ahora se sonreía para sus adentros al recordar las palabras del doctor Vincent en la última visita:
-...No se le ocurra abandonar el tratamiento! ...Si marcha de vacaciones a ese pueblo que dice, por lo que más quiera, siga tomando las pastillas!
   Al doctor Vincent lo avisaron a media tarde. Debido a lo escarpado del lugar, ya anochecía cuando el médico forense llegó a los acantilados para levantar el cadáver. El cuerpo inerte de su antiguo paciente yacía entre los rocas, sin señales violentas, casi podría afirmarse que su expresión era plácida; lo examinó. Junto a él una pipa con tabaco sin encender descansaba en el suelo...
-Él no fumaba...
   Finalmente, rellenó el último apartado del informe por fallecimiento: causa natural. De regreso por la autovía el doctor consultó el mapa... ¡Los Acantilados! No existe ninguna población con ese nombre... El inspector que conducía el vehículo aseveró:
-Ahí se acaba la carretera... ¡Estamos en la costa!

¡ FELICES LECTURAS, AMIGOS/AS !