sábado, octubre 20, 2007
viernes, octubre 05, 2007
sábado, julio 14, 2007
viernes, julio 06, 2007
LA CARAVANA
Todos los días ocurría lo mismo, la entrada a la ciudad se veía colapsada por la numerosa afluencia de vehículos que regresaban de sus trabajos. Al menos era necesario invertir algo más de dos horas en cada ida y vuelta para alcanzar el destino. Era difícil acostumbrarse a la misma larga espera siempre a la última hora del día. Jean había probado de todo para hacer de ese momento algo productivo, primero aprovechó para repasar los informes que quedaron pendientes en la oficina, pero así no lograba sino llevarse más deberes a casa por lo que, luego, optó por escuchar la colección de música que Mirna le regaló por Navidades, incluso, se aprendió un curso completo de italiano para comerciales, aunque flojeaba en la concatenación de frases en cuanto se salían del esquema preestablecido. Cualquier pretexto resultaba válido para tratar de distraer tan tortuosos instantes: los crucigramas, hablar por teléfono, yoga para conductores... Avistar la torre del puente de Aubry significaba reavivar la esperanza, era la señal esperada pues una vez traspasado el túnel la circulación se volvía inusitadamente más fluída y, casi con asombro, los conductores parecían descubrir que de nuevo los coches eran capaces de acelerar.
Hoy Jean estaba particularmente cansado, las últimas semanas habían sido especialmente duras con aquella amenaza de fusión en ciernes. No había podido desenvolver su trabajo con normalidad y tampoco había tenido un descanso para dedicárselo a Mirna, también bastante agobiada por su rutina diaria. Ella trabajaba al otro lado de la ciudad, así que hasta el atardecer no podían encontrarse ni hacer vida de hogar. Quizás por eso la llegada de los niños se retardaba tanto, de tenerles no podrían verles hasta la noche, así que era impensable organizar la vida de acuerdo a otro sistema que no fuera del trabajo a casa y con el tiempo justo. Eran jóvenes y podían resistir de momento el infame trajín pero, además, el fin de semana era corto incluso para descansar por lo que el agotamiento se acumulaba contribuyendo aún más a un incierto futuro de paz y estabilidad. Se estiró en el asiento y estrujó los nudillos produciendo ese chasquido de huesos que a ella tanto le molestaba. La fila de coches avanzó unos metros, imperceptible, antes de volver a estancarse bajo un tórrido sol que ya comenzaba a perder fuerza.
Veinte minutos antes había pasado frente a la bifurcación que lleva a la pequeña población de Grenach, recordaba con agrado el día que Mirna y él se acercaron a conocer la aldea. A él le llamó la atención aquella casa de piedra y madera con su huerto anexo que descansaba en el lomo de la ladera, de espaldas a la autopista. Lástima que ella era lo que se dice una mujer urbana, nacida, criada y desarrollada en la ciudad, gustaba de tener todo a mano, las comodidades y sus inconvenientes. Aunque él también nació en la ciudad le atraía la idea de rodearse del entorno calmo y saludable del campo, estaba dispuesto a realizar sacrificios, a intentarlo, porque el proyecto lo merecía y solo el mero hecho de prepararlo le distanciaba de la preocupación obsesiva a que le sometían sus faenas cotidianas. Le dolía el muslo en su parte interna de pisar el embrague tan sostenido, la hilera de automóviles se movía perezosa sin permitir relajar la tensión del pie. A ratos la caravana se detenía para, en espaciados trompicones, reanudar la lenta marcha.
Apagó brusco la radio, interrumpiendo el discurso de noticias sobre las elecciones con que llevaban bombardeando las ondas desde hacía meses. Su ánimo no era esa tarde el óptimo y, contrariado, empezaba a mostrar los primeros síntomas de impaciencia y fatiga mental, aquella condenada cola no se movía. Salió del coche para despojarse de la americana y, sudoroso, volvió al asiento, se remangó las mangas de la camisa mientras resoplaba con malhumor. Su mirada chocó con la de una señora que conducía, en paralelo, y que repentinamente cambió la vista quizás para esquivar el impulso feroz de sus pensamientos. Jean agachó la cabeza tratando de serenarse y reflexionar, ella no tenía la culpa... Los tres carriles de la carretera estaban infectados de coches, de máquinas humeantes y ruidosas que apenas avanzaban un palmo desde hacía casi una hora, mientras lo que restaba del sol de la tarde se preparaba para esconderse detrás de las colinas tristes, aburridas ante panorama tan grotesco, incapaces de llegar a comprender. Un nuevo trompicón vapuleó las filas de coches que, casi al unísono, se movieron para adelantar unos pocos metros.
Cuántas tardes detenidas ante el mismo paisaje quieto, cuántas horas de espera para repetir a la mañana siguiente, al siguiente día, cada semana y cada mes, durante todo el año incluyendo los festivos. Cuántas veces mientras esperaba le pasó por su imaginación hacerlo, sí, llevar adelante aquella locura, dejar aquel puesto que tantos años de estudio le costó, la empresa de prestigio por la que cualquier profesional que se precie pagaría por entrar, abandonar las crueles rencillas, las batallas de celos entre competidores en su trepidante carrera por acceder a escalones más altos, sí, olvidar aquella vorágine despiadada que le robaba la tranquilidad y, con el tiempo, lo sabía, su alma. Le había ya hecho añicos el ansiado espíritu hogareño que tanto acarició cuando iba a casarse con Mirna, a ella también le había defraudado, había cambiado su carácter, resignado tal vez, esclavizados ambos por las circunstancias. La cola no se movía desde hacía diez minutos y Jean notaba bullir la quemazón, su descontento había aumentado en tan grandes proporciones que, sorprendido, se encontraba cargado de toda la energía necesaria para atreverse a dar el paso... Decidido, salió del vehículo, abrió el maletín y lo tiró contra el suelo pisoteando los papeles que no volaron. Dejó la puerta del coche abierta y, mientras se alejaba andando en dirección contraria, se desanudó la corbata y la tiró al aire sin mirar, sin importarle donde cayera... Qué diantres! Al demonio todo!...
Estaba harto de las colas, de las esperas, de su vida milimetrada e insignificante, de su escaparate de pareja fija, de no oponerse a la corriente irremediable que le devolvía al rebaño, de no poder cambiar el rumbo de los acontecimientos ni el de una noche siquiera. Volvería a Grenach, anotaría el teléfono del cartel que colgaba de aquella casa de madera y piedra, tanto dinero de tanto trabajar habrían de servirle ahora de utilidad para comprarla, para transcurrir sus días al ritmo de la paz y el calor junto a una Mirna más feliz, ella tenía que comprenderle, era su amor lo que estaba en juego... Estaba más que asqueado, pero ahora de repente se sentía fuerte y lleno con esa decisión, casi empezaba a sentirse libre caminando entre los vehículos que, estrepitosos, hacían sonar sus bocinas sin dejar de vociferar...
-¿Eh, oiga, qué hace? ¡Venga, hombre!...
El estruendo creciente de los bocinazos fue lo que le hizo despertar, sobresaltado, agarró el volante con las dos manos y metió la marcha. Aquellos diez minutos últimos le parecieron una eternidad. No podía verse la torre de Aubry porque estaba justo encima, pero la caravana entraba ya a la boca del puente. Delante, las luces de los vehículos desaparecían con rapidez, ávidos por alcanzar la salida del túnel...
Hoy Jean estaba particularmente cansado, las últimas semanas habían sido especialmente duras con aquella amenaza de fusión en ciernes. No había podido desenvolver su trabajo con normalidad y tampoco había tenido un descanso para dedicárselo a Mirna, también bastante agobiada por su rutina diaria. Ella trabajaba al otro lado de la ciudad, así que hasta el atardecer no podían encontrarse ni hacer vida de hogar. Quizás por eso la llegada de los niños se retardaba tanto, de tenerles no podrían verles hasta la noche, así que era impensable organizar la vida de acuerdo a otro sistema que no fuera del trabajo a casa y con el tiempo justo. Eran jóvenes y podían resistir de momento el infame trajín pero, además, el fin de semana era corto incluso para descansar por lo que el agotamiento se acumulaba contribuyendo aún más a un incierto futuro de paz y estabilidad. Se estiró en el asiento y estrujó los nudillos produciendo ese chasquido de huesos que a ella tanto le molestaba. La fila de coches avanzó unos metros, imperceptible, antes de volver a estancarse bajo un tórrido sol que ya comenzaba a perder fuerza.

Apagó brusco la radio, interrumpiendo el discurso de noticias sobre las elecciones con que llevaban bombardeando las ondas desde hacía meses. Su ánimo no era esa tarde el óptimo y, contrariado, empezaba a mostrar los primeros síntomas de impaciencia y fatiga mental, aquella condenada cola no se movía. Salió del coche para despojarse de la americana y, sudoroso, volvió al asiento, se remangó las mangas de la camisa mientras resoplaba con malhumor. Su mirada chocó con la de una señora que conducía, en paralelo, y que repentinamente cambió la vista quizás para esquivar el impulso feroz de sus pensamientos. Jean agachó la cabeza tratando de serenarse y reflexionar, ella no tenía la culpa... Los tres carriles de la carretera estaban infectados de coches, de máquinas humeantes y ruidosas que apenas avanzaban un palmo desde hacía casi una hora, mientras lo que restaba del sol de la tarde se preparaba para esconderse detrás de las colinas tristes, aburridas ante panorama tan grotesco, incapaces de llegar a comprender. Un nuevo trompicón vapuleó las filas de coches que, casi al unísono, se movieron para adelantar unos pocos metros.
Cuántas tardes detenidas ante el mismo paisaje quieto, cuántas horas de espera para repetir a la mañana siguiente, al siguiente día, cada semana y cada mes, durante todo el año incluyendo los festivos. Cuántas veces mientras esperaba le pasó por su imaginación hacerlo, sí, llevar adelante aquella locura, dejar aquel puesto que tantos años de estudio le costó, la empresa de prestigio por la que cualquier profesional que se precie pagaría por entrar, abandonar las crueles rencillas, las batallas de celos entre competidores en su trepidante carrera por acceder a escalones más altos, sí, olvidar aquella vorágine despiadada que le robaba la tranquilidad y, con el tiempo, lo sabía, su alma. Le había ya hecho añicos el ansiado espíritu hogareño que tanto acarició cuando iba a casarse con Mirna, a ella también le había defraudado, había cambiado su carácter, resignado tal vez, esclavizados ambos por las circunstancias. La cola no se movía desde hacía diez minutos y Jean notaba bullir la quemazón, su descontento había aumentado en tan grandes proporciones que, sorprendido, se encontraba cargado de toda la energía necesaria para atreverse a dar el paso... Decidido, salió del vehículo, abrió el maletín y lo tiró contra el suelo pisoteando los papeles que no volaron. Dejó la puerta del coche abierta y, mientras se alejaba andando en dirección contraria, se desanudó la corbata y la tiró al aire sin mirar, sin importarle donde cayera... Qué diantres! Al demonio todo!...
Estaba harto de las colas, de las esperas, de su vida milimetrada e insignificante, de su escaparate de pareja fija, de no oponerse a la corriente irremediable que le devolvía al rebaño, de no poder cambiar el rumbo de los acontecimientos ni el de una noche siquiera. Volvería a Grenach, anotaría el teléfono del cartel que colgaba de aquella casa de madera y piedra, tanto dinero de tanto trabajar habrían de servirle ahora de utilidad para comprarla, para transcurrir sus días al ritmo de la paz y el calor junto a una Mirna más feliz, ella tenía que comprenderle, era su amor lo que estaba en juego... Estaba más que asqueado, pero ahora de repente se sentía fuerte y lleno con esa decisión, casi empezaba a sentirse libre caminando entre los vehículos que, estrepitosos, hacían sonar sus bocinas sin dejar de vociferar...
-¿Eh, oiga, qué hace? ¡Venga, hombre!...
El estruendo creciente de los bocinazos fue lo que le hizo despertar, sobresaltado, agarró el volante con las dos manos y metió la marcha. Aquellos diez minutos últimos le parecieron una eternidad. No podía verse la torre de Aubry porque estaba justo encima, pero la caravana entraba ya a la boca del puente. Delante, las luces de los vehículos desaparecían con rapidez, ávidos por alcanzar la salida del túnel...
*<<Publicado en Revista Arco, 2008.>>
© Luis Tamargo.-
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sábado, junio 30, 2007
MEDIA DISTANCIA
La noche tiene nombre de calle en cualquier lugar del mundo, y, en aquella ciudad, una tenue sombra alargada hacía las veces de guía, entre un laberinto de misterios presentidos. De sus años de navegación, había aprendido a mantener tenso el resorte que envuelve los recuerdos y, ahora, se sentía capaz de pulsar el hilo invisible que los aviva. Fue, tal vez, por eso, tal vez, por el rastro inconfundible que el salitre proveniente del puerto dejó a su paso por lo que penetró en la atmósfera calma de la calle, un río de luces que ascendía, con sus orillas salpicadas de locales nocturnos, ávidos de otra dosis más de bullicio. La música de los bares salía al encuentro, para invitar al instante, sin apenas transeúntes; se podía distinguir del espectáculo solo por la cadencia o lo estridente del ruido. Aventuró sus pasos tras la cortina de humo, que daba la bienvenida entre sones del trópico, orquestados y rítmicos, y ocupó el lugar donde la barra se curvaba, esquivando una columna para observar mejor la pista de baile. Un tumulto de cuerpos seguía el compás –danzar era imposible– con movimientos sinuosos y, en las mesas bajas, las parejas solazaban sus conversaciones de besos y abrazos fundidos. Por segundos, se caldeaba el ambiente y, a los pocos minutos, no podía evitarse formar parte de aquella vorágine, frugal y embaucadora, de atractivas promesas, a cual más tentadora. Bellas mujeres paseaban su estilizada figura en busca del galán perdido; otras esperaban y, mientras, soñaban con lo que hablar, incluso con bailar. Ellos, en grupo, apostando atrevimientos sin conseguir desafiar su naturalidad, porque era su fiesta de alcohol, otra de tantas: voces, griterío, salto, contorsión... En la esquina, una guapa muchacha lloraba el asedio, corrida la pintura de sus ojos, hasta que una amiga llegó al rescate y ambas huyeron hacia el aseo, con el gesto acostumbrado de la diversión maltratada.
No tardaron en acercarse, no pudo observar si salieron del mismo nudo del tumulto o si, a modo de espejismo calculado, coordinaron su cómplice estrategia, pero, enseguida supo que venían hacia él... Tampoco le pasó desapercibido el aroma de sus hermosos cuerpos, mientras coqueteaban con el acicalado joven que tenía al lado, junto al mostrador, algo amanerado, quizás o, al menos, eso le pareció a él. Ante la dificultad para escucharse, los tres optaron por alejarse de los altavoces, hacia el fondo, al amparo de la penumbra. Luego, cuando parecía que la melodía iba a reemplazar el halo embriagador impuesto por el ritmo, le distrajo el forcejeo dentro de la pista. Un par de mozos de seguridad se abrieron paso hasta el lugar de la pelea: gritos, chillidos, alguno histérico, y puños en alto que ensanchaban más aún el escenario del incidente, casi anunciando el final obligado de la velada.
En la calle, le pareció vislumbrar el rostro de alguien conocido, pero, al fijarse con más detenimiento, comprobó el desliz de su intuición. En otros viajes, aquel sexto sentido le había servido de gran utilidad para conocer nuevas gentes y vivir originales experiencias, inusuales y arriesgadas, incluso, pero, ahora, era un veterano que no buscaba nada, casi se conformaba tan sólo con vagar y respirar, junto al deleite mismo de la aventura. Todo en aquella empinada cuesta le resultaba demasiado familiar, y encaró las escalerillas que, por una transversal, abandonaban la iluminación de la calle. Cada peldaño, cada rincón, cada paso que daba era el mismo camino de siempre; cada fachada, cada balcón, parecían hablarle, contarle secretas confidencias de otro tiempo... Él también reconoció el portal, la madera arañada del pasamanos en el rellano de la escalera, los marmóreos escalones con bordes desgastados, de tantas idas y venidas, las macetas descoloridas del descansillo y el olor a vegetal, denso. Giró despacio la manecilla al abrir, y entró en silencio, intentando evitar el tablón flojo del pasillo que rechinaba. Pasó de puntillas delante de la habitación de los niños, como si todavía durmiesen ahí, como si no tuvieran su propia casa. Antes de entrar al dormitorio, se acercó al despacho y posó la chaqueta doblada sobre la silla y, durante breves instantes, contempló la foto de su jubilación y la placa que le regalaron en la despedida... Luego, entró al cuarto donde dormía su esposa, se desvistió y, sentado en la cama, se descalzó para acostarse con cuidado, para no despertarla, aunque ella ya le había oído llegar. Ella sabía que después de tanto trabajar le gustaba darse un garbeo y, sobre todo ahora, después de toda una vida de viajes, se conformaba con sentirse cerca del lugar que amaba. Ella sabía que le gustaba acercarse a visitar la calle donde nació. Era su viaje de media distancia, el único que le quedaba.
En la calle, le pareció vislumbrar el rostro de alguien conocido, pero, al fijarse con más detenimiento, comprobó el desliz de su intuición. En otros viajes, aquel sexto sentido le había servido de gran utilidad para conocer nuevas gentes y vivir originales experiencias, inusuales y arriesgadas, incluso, pero, ahora, era un veterano que no buscaba nada, casi se conformaba tan sólo con vagar y respirar, junto al deleite mismo de la aventura. Todo en aquella empinada cuesta le resultaba demasiado familiar, y encaró las escalerillas que, por una transversal, abandonaban la iluminación de la calle. Cada peldaño, cada rincón, cada paso que daba era el mismo camino de siempre; cada fachada, cada balcón, parecían hablarle, contarle secretas confidencias de otro tiempo... Él también reconoció el portal, la madera arañada del pasamanos en el rellano de la escalera, los marmóreos escalones con bordes desgastados, de tantas idas y venidas, las macetas descoloridas del descansillo y el olor a vegetal, denso. Giró despacio la manecilla al abrir, y entró en silencio, intentando evitar el tablón flojo del pasillo que rechinaba. Pasó de puntillas delante de la habitación de los niños, como si todavía durmiesen ahí, como si no tuvieran su propia casa. Antes de entrar al dormitorio, se acercó al despacho y posó la chaqueta doblada sobre la silla y, durante breves instantes, contempló la foto de su jubilación y la placa que le regalaron en la despedida... Luego, entró al cuarto donde dormía su esposa, se desvistió y, sentado en la cama, se descalzó para acostarse con cuidado, para no despertarla, aunque ella ya le había oído llegar. Ella sabía que después de tanto trabajar le gustaba darse un garbeo y, sobre todo ahora, después de toda una vida de viajes, se conformaba con sentirse cerca del lugar que amaba. Ella sabía que le gustaba acercarse a visitar la calle donde nació. Era su viaje de media distancia, el único que le quedaba.
*<<Publicado en Revista Narrativas 2004-05 y en Revista Letras, 2009.>>
© Luis Tamargo.-
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viernes, junio 01, 2007
viernes, mayo 25, 2007
LA OCTAVA PLANTA
Sin dejar de apuntarme a la cara con su dedo, la voz de mi amigo se tornó casi confidente, pero firme...
-...Y no preguntes, ¿oyes? Tu misión aquí consiste en bajar y subir con los clientes, nada más... Obedece al mayordomo jefe en todo, no olvides llevarte el uniforme el viernes y volver a traerlo el lunes, ¿oíste?...
-De acuerdo... -musité, mientras mi compañero desaparecía tras la puerta giratoria del hotel sin volverse hacia atrás.
En verdad que debía estarle agradecido pues con su favor me brindaba la oportunidad de sustituirle en su período de vacaciones, como en anteriores ocasiones, y así enriquecer mi maltrecha economía necesitada de una estabilidad más perdurable. En los otros hoteles tuve ocasión de familiarizarme con su puesto de recepción, pero esta vez lo novedoso de la tarea consistía en acompañar a los clientes en sus idas y venidas en el ascensor. En apariencia, una tarea fácil y cómoda, aunque no exenta de una monótona fatiga como enseguida tuve ocasión de comprobar.
Mi antiguo amigo me había asegurado que desde su cambio al nuevo hotel había mejorado de categoría y, en principio, lo achaqué a las cinco estrellas que destacaban en el rótulo. Una vez dentro, comprendí que aquellos anchos espacios marcaban la diferencia con los hoteles precedentes y, sobre todo, el mero hecho de que el ascensorista hubiera de trabajar uniformado.
Desde la terraza de la décima planta podía contemplarse una panorámica sobre la bahía de la ciudad; las oficinas y dependencias administrativas ocupaban la novena planta. De la tercera, descendieron las hermanas Kossack, un par de gemelas nonagenarias que podían permitirse el lujo de residir permanentemente en el hotel. El restaurante se encontraba en la primera planta, y en la segunda los salones para convenciones o reuniones. En el cuarto piso estaba la sala destinada a los enseres de la limpieza y allí también se había habilitado un hueco para el vestuario del personal. Se podía intuir que uno había llegado a la planta quinta por el pestilente aroma que dejaba en el ambiente el hilo de humo de los puros del señor Bruhnin, siempre trajeado y de elegantes maneras. Y de la sexta, sobre todo, temía el escandaloso tropel de muchachos excursionistas que en desordenada algarabía vociferaban y competían con sus alaridos y risas estridentes. El trajín en el hotel resultaba incesante y se renovaba a diario con nuevos clientes. Me fijé en especial en la bella chica que recogía en la séptima planta y que destacaba por su porte distinguido, un ceñido vestido la entubaba de lentejuelas hasta los pies, pero dejaba al descubierto unos hombros contorneados, casi perfectos... Seguí con los ojos cerrados el sugerente rastro que desprendía su perfume, pero desperté brusco a la realidad, fustigado por lo insólito de un detalle recién descubierto. Acababa de percatarme que nadie bajaba ni subía de la octava planta... Sí, en los pocos días que llevaba allí no conocía a nadie que se alojara en ella. A la hora del almuerzo, libre de pasajeros, decidí investigar el misterioso hecho. Mi zozobra se tiñó de inquietud, el ascensor pasaba de largo de la séptima a la novena o viceversa, sin obedecer el mando. Lo comenté a las chicas de la limpieza y entre los botones que, con esquiva extrañeza, no atinaron a darme explicación alguna.
Aquel viernes el mayordomo jefe me acompañó durante toda la tarde en el trayecto del ascensor. Casi al acabar la jornada me aseguró que no hacía falta mi presencia en el hotel durante la semana siguiente y que, debido a mi carácter amenazante, podía darme por despedido. Iba a rechistar, pero recordé las palabras de mi amigo y, por respeto, callé. Recuerdo igualmente su teatral transfiguración cuando quise contarle lo sucedido a su regreso.
-Estás loco si crees que con amenazas o insultos vas a provocarme. Ya me lo contó el mayordomo jefe. Me equivoqué, no quiero nada contigo...
Después de tanto tiempo un nudo de perplejidad aún acompaña mi desolada decepción. Resultan curiosos los avatares que esconde el destino. Por fin encontré mi camino, hoy trabajo y viajo por las comarcas de la zona norte. Eso sí, nunca me alojo en un hotel de más de cuatro plantas...
¡ SALUDOS, AMIGOS/AS !
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