sábado, noviembre 17, 2007
sábado, octubre 20, 2007
viernes, octubre 05, 2007
sábado, julio 14, 2007
viernes, julio 06, 2007
LA CARAVANA
Hoy Jean estaba particularmente cansado, las últimas semanas habían sido especialmente duras con aquella amenaza de fusión en ciernes. No había podido desenvolver su trabajo con normalidad y tampoco había tenido un descanso para dedicárselo a Mirna, también bastante agobiada por su rutina diaria. Ella trabajaba al otro lado de la ciudad, así que hasta el atardecer no podían encontrarse ni hacer vida de hogar. Quizás por eso la llegada de los niños se retardaba tanto, de tenerles no podrían verles hasta la noche, así que era impensable organizar la vida de acuerdo a otro sistema que no fuera del trabajo a casa y con el tiempo justo. Eran jóvenes y podían resistir de momento el infame trajín pero, además, el fin de semana era corto incluso para descansar por lo que el agotamiento se acumulaba contribuyendo aún más a un incierto futuro de paz y estabilidad. Se estiró en el asiento y estrujó los nudillos produciendo ese chasquido de huesos que a ella tanto le molestaba. La fila de coches avanzó unos metros, imperceptible, antes de volver a estancarse bajo un tórrido sol que ya comenzaba a perder fuerza.
Veinte minutos antes había pasado frente a la bifurcación que lleva a la pequeña población de Grenach, recordaba con agrado el día que Mirna y él se acercaron a conocer la aldea. A él le llamó la atención aquella casa de piedra y madera con su huerto anexo que descansaba en el lomo de la ladera, de espaldas a la autopista. Lástima que ella era lo que se dice una mujer urbana, nacida, criada y desarrollada en la ciudad, gustaba de tener todo a mano, las comodidades y sus inconvenientes. Aunque él también nació en la ciudad le atraía la idea de rodearse del entorno calmo y saludable del campo, estaba dispuesto a realizar sacrificios, a intentarlo, porque el proyecto lo merecía y solo el mero hecho de prepararlo le distanciaba de la preocupación obsesiva a que le sometían sus faenas cotidianas. Le dolía el muslo en su parte interna de pisar el embrague tan sostenido, la hilera de automóviles se movía perezosa sin permitir relajar la tensión del pie. A ratos la caravana se detenía para, en espaciados trompicones, reanudar la lenta marcha.
Apagó brusco la radio, interrumpiendo el discurso de noticias sobre las elecciones con que llevaban bombardeando las ondas desde hacía meses. Su ánimo no era esa tarde el óptimo y, contrariado, empezaba a mostrar los primeros síntomas de impaciencia y fatiga mental, aquella condenada cola no se movía. Salió del coche para despojarse de la americana y, sudoroso, volvió al asiento, se remangó las mangas de la camisa mientras resoplaba con malhumor. Su mirada chocó con la de una señora que conducía, en paralelo, y que repentinamente cambió la vista quizás para esquivar el impulso feroz de sus pensamientos. Jean agachó la cabeza tratando de serenarse y reflexionar, ella no tenía la culpa... Los tres carriles de la carretera estaban infectados de coches, de máquinas humeantes y ruidosas que apenas avanzaban un palmo desde hacía casi una hora, mientras lo que restaba del sol de la tarde se preparaba para esconderse detrás de las colinas tristes, aburridas ante panorama tan grotesco, incapaces de llegar a comprender. Un nuevo trompicón vapuleó las filas de coches que, casi al unísono, se movieron para adelantar unos pocos metros.
Cuántas tardes detenidas ante el mismo paisaje quieto, cuántas horas de espera para repetir a la mañana siguiente, al siguiente día, cada semana y cada mes, durante todo el año incluyendo los festivos. Cuántas veces mientras esperaba le pasó por su imaginación hacerlo, sí, llevar adelante aquella locura, dejar aquel puesto que tantos años de estudio le costó, la empresa de prestigio por la que cualquier profesional que se precie pagaría por entrar, abandonar las crueles rencillas, las batallas de celos entre competidores en su trepidante carrera por acceder a escalones más altos, sí, olvidar aquella vorágine despiadada que le robaba la tranquilidad y, con el tiempo, lo sabía, su alma. Le había ya hecho añicos el ansiado espíritu hogareño que tanto acarició cuando iba a casarse con Mirna, a ella también le había defraudado, había cambiado su carácter, resignado tal vez, esclavizados ambos por las circunstancias. La cola no se movía desde hacía diez minutos y Jean notaba bullir la quemazón, su descontento había aumentado en tan grandes proporciones que, sorprendido, se encontraba cargado de toda la energía necesaria para atreverse a dar el paso... Decidido, salió del vehículo, abrió el maletín y lo tiró contra el suelo pisoteando los papeles que no volaron. Dejó la puerta del coche abierta y, mientras se alejaba andando en dirección contraria, se desanudó la corbata y la tiró al aire sin mirar, sin importarle donde cayera... Qué diantres! Al demonio todo!...
Estaba harto de las colas, de las esperas, de su vida milimetrada e insignificante, de su escaparate de pareja fija, de no oponerse a la corriente irremediable que le devolvía al rebaño, de no poder cambiar el rumbo de los acontecimientos ni el de una noche siquiera. Volvería a Grenach, anotaría el teléfono del cartel que colgaba de aquella casa de madera y piedra, tanto dinero de tanto trabajar habrían de servirle ahora de utilidad para comprarla, para transcurrir sus días al ritmo de la paz y el calor junto a una Mirna más feliz, ella tenía que comprenderle, era su amor lo que estaba en juego... Estaba más que asqueado, pero ahora de repente se sentía fuerte y lleno con esa decisión, casi empezaba a sentirse libre caminando entre los vehículos que, estrepitosos, hacían sonar sus bocinas sin dejar de vociferar...
-¿Eh, oiga, qué hace? ¡Venga, hombre!...
El estruendo creciente de los bocinazos fue lo que le hizo despertar, sobresaltado, agarró el volante con las dos manos y metió la marcha. Aquellos diez minutos últimos le parecieron una eternidad. No podía verse la torre de Aubry porque estaba justo encima, pero la caravana entraba ya a la boca del puente. Delante, las luces de los vehículos desaparecían con rapidez, ávidos por alcanzar la salida del túnel...
sábado, junio 30, 2007
MEDIA DISTANCIA
En la calle, le pareció vislumbrar el rostro de alguien conocido, pero, al fijarse con más detenimiento, comprobó el desliz de su intuición. En otros viajes, aquel sexto sentido le había servido de gran utilidad para conocer nuevas gentes y vivir originales experiencias, inusuales y arriesgadas, incluso, pero, ahora, era un veterano que no buscaba nada, casi se conformaba tan sólo con vagar y respirar, junto al deleite mismo de la aventura. Todo en aquella empinada cuesta le resultaba demasiado familiar, y encaró las escalerillas que, por una transversal, abandonaban la iluminación de la calle. Cada peldaño, cada rincón, cada paso que daba era el mismo camino de siempre; cada fachada, cada balcón, parecían hablarle, contarle secretas confidencias de otro tiempo... Él también reconoció el portal, la madera arañada del pasamanos en el rellano de la escalera, los marmóreos escalones con bordes desgastados, de tantas idas y venidas, las macetas descoloridas del descansillo y el olor a vegetal, denso. Giró despacio la manecilla al abrir, y entró en silencio, intentando evitar el tablón flojo del pasillo que rechinaba. Pasó de puntillas delante de la habitación de los niños, como si todavía durmiesen ahí, como si no tuvieran su propia casa. Antes de entrar al dormitorio, se acercó al despacho y posó la chaqueta doblada sobre la silla y, durante breves instantes, contempló la foto de su jubilación y la placa que le regalaron en la despedida... Luego, entró al cuarto donde dormía su esposa, se desvistió y, sentado en la cama, se descalzó para acostarse con cuidado, para no despertarla, aunque ella ya le había oído llegar. Ella sabía que después de tanto trabajar le gustaba darse un garbeo y, sobre todo ahora, después de toda una vida de viajes, se conformaba con sentirse cerca del lugar que amaba. Ella sabía que le gustaba acercarse a visitar la calle donde nació. Era su viaje de media distancia, el único que le quedaba.
viernes, junio 01, 2007
viernes, mayo 25, 2007
LA OCTAVA PLANTA
viernes, mayo 11, 2007
EL DUENDE PARTICULAR
acerca y mueve los labios. No me habla, pero le escucho y, mientras se acompaña de suaves movimientos y ademanes delicados, me explica que lo veo porque soy niño. Se llama Particular, respondiendo a mi pregunta y continúa explicándome que él es el duende que me corresponde. Sí, de acuerdo al carácter de cada uno nos acompaña uno u otro duende y, por un instante, suspiro aliviado de que no sea uno de los que se ocultan tras las peñas. Con gestos elegantes se da prisa en aclararme que no somos niños siempre, que luego crecemos y es natural que así sea, pero que perdemos el alma niña y nuestro espíritu queda enturbiado por el tiempo. Después, un día, cuando contamos el secreto desaparece finalmente el hechizo.
http://www.slideshare.net/leetamargo/el-duende-particular/1
viernes, mayo 04, 2007
viernes, abril 20, 2007
sábado, abril 14, 2007
viernes, marzo 16, 2007
viernes, marzo 09, 2007
viernes, febrero 02, 2007
PERO NO MATARÁS
Hacía rato que se habían acabado las gasas, la enfermera le enjugó el sudor de la frente con un pañuelo de papel usado. El médico manipuló el costado del hombre y pidió más sutura…
- …La última caja, doctor. –apuntó al enfermera.
Cuando acabó la intervención se volvió hacia ella con tono de eficiencia:
-Vigila el drenaje y cámbiale el suero…
Apenas acabó de pronunciar estas palabras cuando un disparo certero hizo añicos el espejo colgado junto al gran ventanal, que también terminó por venirse abajo del todo en mil pedazos. La enfermera corrió de un salto tratando de salvar las dos botellas de suero que reposaban en la vitrina debajo del espejo, pero llegó demasiado tarde. El médico gritó tajante mientras se agachaba:
-¡Al suelo, no os mováis!
Una nueva racha de disparos se sucedió, esta vez más continuados. Llevaban cinco largos días sometidos al tortuoso asedio de un francotirador que, sin ningún escrúpulo, mantenía a raya los restos de aquel gabinete médico que fue incapaz de seguir a la población en su huída desesperada ante los tanques invasores. Las tropas enemigas no tardarían en llegar con su demoledor rastro de destrucción y, mientras, el francotirador constituía la avanzadilla que aseguraba el camino abierto con su tarea de limpieza mortal.
El doctor había conocido otras guerras, pero no establecía distinciones entre ellas; para él todas eran iguales, una oportunidad para demostrar que sólo triunfa la vida. El pasillo de aquel puesto abandonado era una muestra, plagado de enfermos y heridos que reclamaban la atención con sus lamentos. Sin embargo, nada se podía ya demostrar a los cuerpos de quienes no se quejaban, las balas se habían encargado de callarles para siempre.
El sacerdote del hospital se acercó hasta él a rastras y, desoyendo el gesto de detenerse, continuó aproximándose hasta la entrada de la puerta principal... El silbido de una bala asesina le advirtió de cuál era el límite. Afuera, al otro lado de la calle, una pareja de ancianos acompañada de dos niñas y de un joven muchacho se ocultaban de la lluvia de disparos entre las columnas de los soportales a la espera del momento favorable para cruzar a salvo hasta el puesto médico.
-Esa pobre gente no puede salir de ahí... -exclamó con impotencia.
El médico ya los había observado antes a través del sucio y destrozado ventanal, pero bastante tenía con tratar de solventar las heridas de los que llegaban a sus manos con aquella escasez de medios. Sí, a veces creía que se trataba de algún milagro, pero no podía permitirse tregua alguna...
-Hay que seguir, tráigame al siguiente, señorita...
La enfermera gateó por el suelo y se incorporó, aprovechando el breve descanso que el francotirador les otorgaba. Regresó al poco con una camilla donde un soldado extendía su pierna engangrenada; antes había chillado de dolor y, aunque ahora desvanecido, la chica consideró apropiado dedicarle a él la última jeringa de anestesia disponible.
De pronto, el sacerdote lanzó un grito desgarrador llevándose las manos a la cabeza, todavía tumbado en el suelo. El joven del edificio cercano había intentado cruzar la calle cuando un proyectil le alcanzó de lleno... Los niños chillaban histéricos, abrazados a la anciana, mientras el anciano intentaba ocultarles la vista del desagradable aspecto del muchacho muerto, hecho un ovillo sobre el reguero de sangre que brotaba bajo sus pies.
-...¡Dios! ¡Nunca podrán pasar...! -se lamentó el sacerdote, al tiempo que retrocediendo, se dirigió a las escaleras del pasillo.
El doctor venía escuchando desde hacía rato los quejidos lastimeros de una mujer que se había puesto de parto. Iba a ocuparse del muchacho de la gangrena en la pierna, pero enseguida comprobó que sufría una hemorragia interna y cambió de planes...
-¡Traéme a esa mujer, rápido! -exigió con determinación- ...¿Y el sacerdote, dónde anda, lo necesito aquí?...
-Lo ví en las escaleras que suben a la azotea... -acertó a explicar la enfermera reaccionando con rapidez. Acto seguido, la muchacha se concentró a fondo y consiguió calmar a la parturienta, le aseguraba que todo iba a salir bien, que ahora estaban con ella. La mujer siguió cada una de sus indicaciones al pie de la letra, aunque con el miedo clavado en el rostro mientras el doctor la exploraba. No pudo escuchar el resto de sus palabras porque otra repentina ráfaga de disparos se sucedió sin pausa, apretó los ojos y sólo se preocupó de respirar y empujar, respirar y empujar. Nadie podía oirse, el ruido de las balas se elevaba por encima de los gritos que provenían del pasillo y de la calle; uno de los impactos perforó la cabecera metálica de la camilla, pero el médico no tembló al sostener al recién nacido en sus brazos... El niño lloraba con fuerza, con exagerado estruendo ahora que los disparos habían cesado.
El doctor se giró hacia la puerta cuando la pareja de ancianos cruzaba la entrada con las niñas y, entregando la criatura a su madre, se dirigió al sacerdote que, cabizbajo, descendía de la azotea por las escaleras. Cuando el sacerdote posó el fusil en un rincón lateral del pasillo le preguntó sin poder dar crédito a la escena...
-¿Pero, ...¿qué ha hecho?
-¡Que Dios me perdone! -suplicó el sacerdote con el gesto hundido- ...Pero no matarás...
El doctor comprendió que por fin aquel francotirador no volvería a molestarles, que podrían seguir trabajando por la vida y pasó su brazo sobre los hombros de aquel hombre abatido en un intento por contener el dolor de su contradicción. Todos escucharon el llanto del recién nacido que inundaba la sala, que se extendía por cada rincón de los pasillos de aquel puesto en ruinas y que recorría cada una de las esquinas de las calles de la población con su música de esperanza. Incluso, por un instante, a algunos les pareció reconocer la canción de la vida que había decidido volver. Por fin podían escuchar el latido de su música en los corazones.
Luis Tamargo.
#VocesdeUcrania, #leetamargo, #leerelato
sábado, enero 27, 2007
EL CUADRO
viernes, enero 19, 2007
miércoles, enero 10, 2007
NO TIENE PRECIO
#cuentosdeNavidad