miércoles, enero 02, 2008

EL PREMIO


    Aparentemente, resultaba fácil, sólo había que mentir. Y en verdad, fue relativamente sencillo poner fin y prescindir de las relaciones de aquellas personas, que ocupaban puestos de trabajo, ahora incómodos, para la Compañía, a raíz de la fusión reciente, sin importar ni entrar a considerar lo complicado de las vidas de quienes, hasta el día anterior, habían sacrificado las suyas para salir adelante. El provenía ya de otras guerras similares y, en ese sentido, su experiencia se había enriquecido con el ácido sabor de la inmisericorde ambición y con el demoledor poder de las opresoras armas que permitían ejecutar el daño. Sí, no es difícil acorralarle, tras casi tres horas de reunión y, una vez arrinconado por el acoso incesante, el propio subordinado es quien implora piadosa clemencia; o bien desata su primitivo instinto agresivo, al salir en pos de la natural defensa de su ser, y arremete en bruscos gestos de violencia incontrolada, que pueden utilizarse en su contra. Tal era la estrategia diseñada, y ya había tenido ocasión de comprobar que aquella trampa nunca fallaba.
   La nueva Compañía se encontró de repente con un excesivo volumen de empleados y, si bien el número de productos y cifras igualmente dobló, tal ingente cantidad de personal, avalado por años de trabajo constante, resultaba caro para los propósitos de crecimiento, previstos por la nueva Directiva, más partidaria de ahorrar en indemnizaciones, aun a fuerza de manipular con provocaciones y amenazas para alcanzar el objetivo perseguido. Tal era su misión en la nueva empresa y en ello le iba su trabajo, así que había estudiado despiadadamente el modo y el momento preciso, para que su ataque sobre el empleado causase el impacto deseado.
   Tampoco resultó difícil, después, añadir al informe que el empleado empuñó el bolígrafo, beligerante, contra el rostro del Gerente, y le propinó una desaforada colección de insultos. No hubo otro remedio ni reacción más apropiada que obligarle a abandonar la sala. Luego, a este hecho, añadió la falta grave de no asistencia a aquella otra reunión de trabajo, de la que ni siquiera hablaron. Fueron suficientes motivos para abrir un expediente disciplinario y, de este modo, hacer efectiva la sanción que interesaba a la empresa. Se había planificado desde altas esferas y no podía fallar. El empleado, despojado de sus armas más razonables, insatisfecho y desesperanzado, terminaba por sucumbir a la tensión acumulada. Y él era el ejecutor ideal, cumplir su tarea sin escrúpulos, permitiría abrir un hueco en la jungla o, tal vez, encumbrarle.
–¡Uno menos! –se dijo, y suspiró hondo, nervioso, pues tanta dedicación al desprecio no mantenía por mucho tiempo el alivio esperado. Gracias a estas medidas de limpieza, las redes comerciales se reciclaban, actualizándose, aunque nada garantizaba el límite a semejante desenfreno y, era sabido, que, sin subalternos a quien ordenar, ni siquiera su propio puesto tenía sentido.
   Siempre es duro comenzar de nuevo y más aún finalizar la obra sin pretenderlo, sin buscarlo ni haberlo siquiera imaginado. Sin embargo, para él, una vida nueva había comenzado. Obligado por los inesperados acontecimientos aún no había podido asimilar el amargo trago de su despido, injusto, brusco y premeditado. Arrastró sus pasos pesados en la noche lenta, sólo iluminada por las farolas que jalonaban el regreso a casa. Se desvistió, autómata, en un intento vano por despojarse de todo atisbo que recordase la azarosa situación recién atravesada. Lanzó el bolígrafo, el maldito bolígrafo sobre la mesa y, desnudo, se sentó con la cabeza entre los brazos, queriendo reflexionar, harto y sin conseguirlo. Su mujer y el pequeño hijo seguían siendo el todo, pero ahora también representaban lo único por lo que seguir y a lo que aferrarse. Ella le observó callada y lo dejó a solas, apartando al niño para que no ahuyentase al tiempo necesario, el instante de dar la bienvenida al nuevo camino hallado.
   Con el rostro sumido entre las manos puso fin a aquella oscuridad y, recogiendo el bolígrafo, comenzó a escribir. Escribió toda la noche, sin pausa. Y al día siguiente, también, y al otro. De noche y de día, continuó escribiendo; durante tardes interminables, repasó con frenético ahínco, casi apasionado, lo escrito. Volvió sobre sus pasos para rectificar y consolidar arreglos nuevos, la palabra justa, la frase adecuada… Lo tituló "Caminos del Aire" y, al acabar, lo dejó descansar en el extremo de la mesa del comedor durante meses, condenado al polvo del olvido en la esquina del abandono. Fue ella quien lo rescató para mitigar la pena, fiel a su feliz idea.
   Por eso, cuando se dio a conocer el ganador del Gran Certamen Literario su nombre brilló con luz propia. A partir de entonces, "Caminos del Aire" marcó un hito de referencia en la narrativa de actualidad y, aunque no era de los premios más remunerados, su categoría profesional lo consagraba entre los grandes. Al concluir la rueda de prensa esquivó los flases y autógrafos, abandonando el hotel por la puerta del personal. Junto al taxi que aguardaba, una pequeña gitana mendigaba…
–¡Toma, muchacha! –dijo y, tendiendo la mano, le regaló el bolígrafo.
   El taxi arrancó suave, perdiéndose entre las hileras de farolas que abrían el camino a su paso.


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¡ FELICES LECTURAS, AMIGOS/AS !

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