En Río Cuervos se acaba el camino. Hubo un tiempo en que la gente habitó sus orillas, pero hoy tan solo es un pueblo fantasma, refugio de alimañas o malhechores de paso. El Montañés conocía bien cada recoveco de aquel sitio que ahora evocaba en especial, quizás debido al duro contraste que representaba atravesar el árido terreno que separa Rocas Negras de La Peña. Le llevó varios días dar con la pista que llegaba hasta aquel maldito lugar donde, en otro tiempo, se ajusticiaba a los ladrones o a los condenados por crímenes. Ahora, sin embargo, tan apartado como olvidado era, por el contrario, el lugar aprovechado por los forajidos para poner término a la venganza justiciera de sus depravados desmanes.
El Montañés no dejó que el sudor
empañara sus pensamientos. Aquel desierto pedregoso no permitía tregua ninguna
durante el día y hasta la yegua presintió los extraños augurios, al recular,
inquieta, negándose a avanzar frente a La Peña. El Montañés se apeó y continuó
a pie, subiendo a la roca entre los guijarros sueltos mientras apartaba a
patadas los atrevidos crótalos que el asfixiante sol sacaba de su escondrijo.
El polvo rojo que levantaban sus botas le teñía la barba y las ropas hasta impregnarle
también la saliva, pero el Montañés no malgastaba esfuerzos en sacudirse ni
siquiera en masticarla. Se ayudó de las manos en el último tramo en su
ascensión entre las rocas y, ya arriba, encontró el árbol. Con aquel calor
implacable no puede explicarse cómo es capaz de crecer allí un árbol y,
ciertamente, se sostenía en el hueco perforado de la tierra
agrietada, apoyado en el cerco de un montón de piedras dispuestas a tal fin. La
sombra del cuerpo que pendía de su única rama, seca y curva, permanecía también
quieta, consciente de su efímera presencia.
El Montañés descolgó aquel cuerpo
muerto y lo liberó del humillante abandono y, calculando cada gesto, lo cargó a
sus espaldas dispuesto a emprender sin demora el descenso. Abajo, depositó el
cadáver de su viejo amigo a lomos de su montura cobriza y los tres reanudaron
de nuevo la marcha de regreso. Por el camino, la vida salía al paso en la mente
de El Montañés al recordar la amistad de una sempiterna infancia a orillas del
Río Cuervos. No, no se lo merecía ni iba a permitir un final así...
Hay pocos lugares que no conozca El
Montañés y pocos a quien contárselos. Nadie puede explicarse el montón de
piedras apiladas, presididas por una cruz, que descansa en la margen alta del
río. Tampoco nadie se explica los cinco cuerpos abandonados entre el lodo de la
otra orilla, cada uno con un tiro en la frente, como la firma inequívoca del
castigo que corresponde a cada forajido.
Pocos caminos conducen a Río
Cuervos, ahora libre de malhechores. Más allá, un jinete cruza el cauce en su
parte más estrecha hacia los llanos, semioculto entre las altas hierbas, hasta
donde el rastro se pierde...
¡ FELIZ LECTURA, AMIGOS/AS !