A El Montañés le llamó la atención
la hermética rigidez de la niña en medio de aquel alboroto. En plena bronca del
vocerío, el bravucón se volvía hacia atrás de vez en cuando para comprobar que
la niña seguía allí sin moverse. El Montañés apuró el vaso de un trago y ni un
solo pelo de su barba salvaje se perturbó cuando la voz del bravucón se dirigió
a él, increpándole para que acercara la botella. El Montañés no era hombre de
muchas palabras y tampoco había llegado hasta allí para obedecer los caprichos
de ningún truhán ni para reír sus bufonadas, así que siguió de espaldas a la
mesa. Los pocos clientes que quedaban en la Cantina casi salieron al tiempo,
como si todos se hubieran puesto de acuerdo. El bravucón
preguntó de nuevo y, sin dejar de gritar en tono agresivo, se levantó de su asiento
para dirigirse al forastero de la barra que tan indiferente le ignoraba. Cuando
extendía su mano para alcanzar el hombro de El Montañés, este se revolvió con
la celeridad del rayo y, de un tajo, le seccionó el antebrazo. El rostro de
estupor del aguerrido fortachón quedó firmado por el otro filo del machete con
una rúbrica de sangre en su cuello velludo. No había acabado aún de
desmoronarse como una pesada torre cuando el silbante vuelo del machete cruzó
la cantina para clavarse en el pecho del lugarteniente que ya se incorporaba a
la pelea. De los otros dos, uno cayó con el primer disparo; y el otro, al
intentar correr hacia la puerta para huir.
El Montañés cogió de la mano a la
niña que, sin oponerse, subió con él a la grupa de la yegua. Ya caía la tarde
sobre el cerro cuando soltó a la niña a la entrada de la aldea. Cuando ella
echó a correr parecía conocer hacia dónde se dirigía... También parecía
conocerla la anciana que, con los brazos abiertos, corría hacia ella. El
Montañés aún pudo entender su nombre, a pesar de que ya se encaminaba hacia las
afueras del pueblo. En el lenguaje nativo de los Runya su nombre quiere decir
“Ojos de Gato”.
El cielo se tiñó de rojos y púrpuras
y aún se dejó escuchar el sonido vivo del bosque, antes de que la noche cayera
a plomo sobre el llano. Con un fuego lento engañó la soledad de las primeras
estrellas. Luego, envuelto en su jarapa de piel, junto al fusil, observó el
halo de luna con los ojos cerrados.
...El río maullaba silencios y la
noche se mecía con una nana de olvidos.
¡ FELICES LECTURAS, AMIGOS/AS !
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