Desde un principio imprimió un
ligero trote a su montura, con la intención de extenderse el menor tiempo
posible en tan sórdida travesía. Prefería no tentar a la
suerte y evitar comprobar lo que había de cierto en aquellas diabólicas supersticiones.
Agradeció al menos no sufrir los fragores del tórrido sol, que caía sobre la
zona en esas fechas de bonanza, pero pronto la máscara de barro que les cubría
comenzó a agrietarse y, una vez seca, desprendía un cierto olor desagradable,
que resultaba incómodo de soportar. Después de haber cabalgado durante toda la
mañana comenzó a disgustarle el continuo reino de sombras y humedales que
pisaba. Sin desmontar, echó mano de las bayas frescas, que guardaba en la
alforja y, desafiando al descanso, aprovechó a reponer fuerzas, sin dejar de
avanzar. A ratos, se inclinaba sobre la montura para zafarse de las ramas bajas
que, como garras, se enredaban y entorpecían la marcha; en otros, el sendero se
abría a golpe de machete. A medida que se internaba la vegetación se iba
espesando y, así, la tarde instauraba su oscuro dominio de sombras, casi de
improviso. Supo que le quedaba poco cuando el vuelo raso de un mochuelo amenazó
con chocar contra su rostro y, sobre todo, cuando pudo observar el fondo blanco
de unos ojos que le vigilaban desde la corteza de un tronco. Entonces arremetió
a fondo contra la yegua y espoleó hasta el límite la intensidad de la carrera,
en una frenética huida hacia la salida del bosque, que ahora se había
transformado en una jauría de árboles salvajes, que le perseguían enloquecidos.
Una nube de dardos caía a su paso clavándose en la capa de barro endurecido, a
modo de escudo. El Montañés frotó la yesca sobre el muérdago y, a galope
tendido, arrastró las matas incendiadas durante una distancia lo suficiente
precisa para extender las llamas a su alrededor. Los árboles bramaban mientras
el fuego crecía e iluminaba los rostros de terror de los que ahogaban sus
espasmos de muerte, entre una nube de polvo y humo. En el último tramo, ayudado
por la visibilidad del claro, pudo comprobar que los golpes de machete partían
obstáculos y ramas como cabezas y brazos sangrantes, tal era la avalancha de
atacantes que se cernían, hasta que de un salto veloz, por fin, la yegua
cobriza abandonó la frontera frondosa de lo que antes había sido un silencioso
bosque.
Atrás quedaba ya la Tierra Negra,
pero El Montañés no giró la vista atrás para otear la columna de humo, que se
elevaba sinuosa. Aún siguió camino adelante, impasible al peligro que acababa
de desaparecer tras sus espaldas. Hombre y caballo sin denuedo, continuaron así
hasta poco antes de que un nuevo alba pidiera permiso a la hermosa ciudad de
Samphuroa, para rendir el tributo de su luz a los pies de su diosa sagrada.
Para entonces El Montañés ya se había recuperado de la
cabalgada; después de un baño y ligero descanso a las puertas de la entrada
amurallada y, mezclado entre las gentes del mercado de la ciudad, escrutaba las
almenas de las torres altas en busca de una señal propicia, que le indicara el
tejado bajo que cobijarse en las noches sucesivas.
¡ FELICES LECTURAS, AMIGOS/AS !