Se deshicieron del vigilante que los
custodiaba, estrangulándole entre sus esposas y, antes de que el otro soldado,
que esperaba en el vagón contiguo, lo percibiese, saltaron... El tren se
adentraba ya en los túneles que atraviesan la gran cadena montañosa y aún
pudieron escuchar su pitido, mientras caían puente abajo. Fue una caída limpia,
desde más de veinte metros de altura, hasta el cauce caudaloso del embalse
salvador que les acogía. Sin embargo, en la orilla el compañero ya se quejó,
tal vez una mala posición de las piernas al entrar al agua, pero el pie
izquierdo se quedó resentido.
Caminaban despacio, intercalando
breves descansos que cada vez se prolongaban cada menos tiempo. Dentro del
bosque, el hallazgo de la cabaña de un trampero les sirvió de consuelo y supuso
la reposición de víveres para unas cuantas jornadas más.
Así, llegaron a las montañas. En su huída, a veces, instintivamente echaban la
vista atrás. Habían transcurrido varias semanas desde su fuga y, tarde o
temprano, casi esperaban encontrarse con la patrulla que habría ya salido en su
búsqueda. Así, siguieron camino seguro por la línea que separaba el bosque de
la montaña. Desde lo alto podían observar si alguien se acercaba y siempre
tenían el bosque a mano para adentrarse y escapar. Lo que nunca imaginaron fue
que solo un jinete apareciera en el horizonte tras ellos y, hasta cabía en lo
posible que ni siquiera formara parte de la patrulla. Lo observaron desde lejos
en su lento cabalgar, se diría que impasible, hasta que estuvo lo
suficientemente próximo para alcanzarlo de un disparo... Lo que hubieran dado
entonces por un arma! El jinete detuvo su marcha, obedeciendo a un sexto
sentido al que solo son capaces de atender los expertos en el terreno. Y
permaneció allí, en pie junto a su montura, inmóvil. Precisamente, era aquella
inmovilidad lo que les inquietaba cada mañana. Hubieran avanzado más o menos
durante el día entero, a la mañana siguiente la silueta oscura de aquel
endiablado jinete permanecía quieta, siempre a la misma distancia. No había
lugar a dudas de que sabía de su presencia, pero aquella persecución calculada
les obligaba a cambiar su estrategia. Ahora más que nunca había que evitar los
espacios abiertos, ya no podían utilizar el borde rocoso de la montaña para su
huida, pues quedaban a la vista de su perseguidor. Además, también ignoraban lo
que podría tardar en aparecer el resto de su cuadrilla, por lo que se desviaron
al interior del bosque. Allí podrían ocultarse, incluso emboscarse y, quizás,
si daban con el río podrían huir más rápido y borrar su pista.
Nada más adentrarse en el bosque
volvieron a oir aquellos aullidos escalofriantes. Los habían escuchado ya
anteriormente, cuando dormían en la montaña y contemplaban la frondosidad del
arbolado desde lejos, pero ahora no quedaba otra salida. Las ansias por
adelantar camino y la torpeza del compañero para sostenerse en pie dificultaban
la marcha entre la vegetación. Cuando volvían la vista cada hilera de árboles
parecía un jinete y resultaba inútil distinguir la dirección de los ruidos. En
el bosque todo hablaba, la madera que crujía a su paso, las copas repletas de
hojas que removía el viento, las aves alarmadas por los extraños y aquellos
aullidos, tremendos lamentos que sobrecogían... Les resultó imposible reconocer
entre la maleza las hordas de atacantes que se les echaron encima. Caían de las
ramas altas y surgían de la espesura como un enjambre salvaje que, en un instante y sin oposición, les redujo. A los fugitivos nadie
les contó de los guerreros Colchalkes, nunca oyeron hablar de la fiereza de
aquella especie aparte de hombres que en el idioma de la selva se hacían llamar
“lobos del bosque”, aunque parecían adivinarlo a juzgar por las pinturas y,
sobre todo, por sus gestos bruscos y agresivos.
Casi fueron arrastrados hasta el
poblado Colchal, en un claro del bosque. El compañero gritaba de dolor, pero
pronto cesó el sufrimiento cuando un golpe certero de hacha le partió el
cráneo. El otro, horrorizado, contempló el hacha de piedra levantarse en el
aire... Pero el guerrero quedó inmóvil, mientras se volvía al tiempo que el
grupo. El Montañés atravesaba con calma la linde del bosque sobre su montura
cobriza, hacia la ladera rocosa... El jinete silbaba una melodía ininteligible.
Cuando su figura iba a desaparecer ante la montaña ahuecó las manos y,
llevándolas en torno a la boca, emitió el aullido aquel que el valle devolvió
en ecos. Los Guerreros del bosque respondieron aullando al unísono... Luego, el
hacha cayó implacable.
¡ FELIZ LECTURA, AMIGOS/AS !
7 comentarios:
Muy bueno.
Hacia tiempo que no te leia.
Un beso
Más allá del bosque, habita lo desconocido.
Un relato inquietante.
Abrazos
...Gracias, María José, me alegra tu visita. Sabes que eres bienvenida... TE SALUDO:
...Leer siempre es una aventura que disfrutar. Gracias, Trini...
SALUDÁNDOTE:
:-) gracias.
Que terrible final :S
Me diò no se què tan solo de imaginar la persecuciòn y luego el hacha :S
...Lo terrible es sembrar un destino de cárcel y crimen, Betti, un camino sin salida, del que no se puede escapar. Gracias por involucrarte así en la lectura, amiga... SALUDÁNDOTE:
Publicar un comentario