No era El
Montañés hombre al que asustaba el peligro. Al contrario, no huía ni se
escondía cuando se embarcó en uno de los galeones que realizaban el trayecto
desde Acapulco a Manila. Nada le ataba al lugar donde nació y se consideraba
aún demasiado joven para conformarse. Hasta donde conocía, su madre había
llegado al oeste americano de la mano de su esposo, un lancero del ejército
español, que intentaba poner orden en un territorio ocupado a los nativos que,
no obstante, se resistían y plantaban férreas dificultades a una conquista
definitiva.
Su suerte habría sido otra de haber sido su
padre aquel lancero, pero no fue así. Su madre le contó que había sido raptada
por tribus apaches en uno de sus continuos ataques a la población de la
frontera. Y él nació dentro de la tribu, fruto de aquellos guerreros de quienes
aprendió las artes de la más vital de las supervivencias. Diestro con el
cuchillo, el arco y la lanza, el contacto con el hombre blanco le valió para
manejar distintas lenguas y también las armas de fuego. La presión que ejercían
otras tribus desde el norte, que negociaban con los franceses, les obligaba a
aprender rápido, sobre la marcha, en ocasiones a un precio muy alto. Era
aquella una especie de guerra de todos contra todos, donde la pertenencia a un
bando quedaba reducida a la única fidelidad posible, la de la lucha por la
vida.
De una de aquellas escaramuzas con los
comanches escapó con aquel fusil, que se convirtió en su única compañía
inseparable, durante la larga travesía hacia oriente.
Sin embargo, la llegada a aquel nuevo mundo
no le pareció en nada diferente del mundo del que provenía. Allí escuchó el
nombre de la India. Ya lo había oído antes, en su tierra se lo habían llamado a
él. Y El Montañés hacía caso de las señales…
En cuanto supo que la costa continuaba al
otro lado de la isla, se dispuso a actuar. Durante los años que duró su periplo
en el continente asiático, su destino estuvo ligado a los diamantes, fuente de
todo mal, aunque también de la mayor de las riquezas a la que podía aspirarse
en aquellas latitudes… Pero no iba con el carácter de El Montañés el lujo
desmedido ni atesorar propiedades. Por ello, fiel al espíritu libre por el que
se guiaba, supo reconocer cuándo se impuso el momento de regresar.
Aunque no fue fácil encontrar un bajel que
aceptara una yegua como tripulante, el cuantioso pago satisfizo al envilecido
patrón, que trataba de convencer a El Montañés de que la carne de caballo les
resultaría a todos más útil.
De regreso al continente americano, El
Montañés espoleó su cabalgadura en cuanto arribó a puerto. Probó fortuna en
algún que otro rancho fronterizo, con desalentador resultado. Y acabó volviendo
a los orígenes; se sentía a gusto realizando tareas de trampero en las
montañas. La llegada del ferrocarril cambiaría aquel paisaje y, tras un intento
fallido de acceder al paso del norte, decidió desaparecer en dirección a alguna
aldea remota de la cordillera andina.
El Montañés no fue sino un personaje de
ficción, su historia bien pudo haber sido… Pero, ¿acaso no es eso una leyenda?
¡ GRACIAS POR LEER, AMIGOS/AS !
No hay comentarios:
Publicar un comentario