A pesar
de que era tarde, llegaba justo a tiempo para cenar. Los informes de fin de mes
prolongaban en exceso el trabajo; además le disgustaba dejar a su mujer y su
hijo solos en casa, tras la ola de robos y asaltos que, desde hacía varios
meses, tenían atemorizada a toda la urbanización. Uno de sus vecinos, el juez
Straiton, ahora jubilado, había propuesto crear patrullas de vigilancia
organizadas por ellos mismos, pero Terry era más partidario de encomendar la
tarea a los auténticos profesionales de la seguridad, aunque él ya había tomado
sus medidas particulares de prevención.
Cuando
entró en casa encontró a Clarice y al pequeño Matt ya a la mesa.
–No hemos
hecho más que sentarnos –saludó ella, incorporándose; después de un fugaz beso
de bienvenida, se dirigió a la cocina.
El
pequeño Matt se abalanzó sobre su padre.
–¡Papi,
papi, vamos a jugar, papi!…
Terry
sonreía mientras le abrazaba. Últimamente no había quien le quitara al niño
aquellas palabras de la boca: jugar, jugar… A fin de cuentas eso es lo que, con
casi diez años, tenían que hacer los niños.
Le sentó
sobre sus rodillas y, antes de que volviera la madre, sacó el revólver que
guardaba en la gabardina; sabía que a ella no le gustaría. Sujetó la mano del
pequeño entre las suyas y, empuñando el arma, apuntaron hacia el techo…
–¡Pam,
pam! –el pequeño Matt disfrutaba sin dejar de disparar hacia el televisor,
la lámpara, los cuadros– ¡Pam, pam, pam!...
Clarice
regresó con su cena sin disimular un gesto de desagrado, pero Terry reaccionó
con rapidez:
–¡Venga,
ahora a cenar, se acabó el juego!...
No
obstante no se libró de la consabida reprobación de su esposa.
–Sabes
que no me gusta que juegues con eso, Terry, no deberías acostumbrarle a…
–¡No es
para tanto, mujer! –atajó él, intentando embromar la situación–. No se cansa de
jugar este chiquillo…
Ella
pareció ceder, se acordó de repente de que la señora Levin vendría de visita,
al día siguiente.
–Mañana
se hartará de jugar con Philip, su amigo del alma. La señora Levin quiere
enseñarme las fotos de sus últimas vacaciones.
Durante
la cena charlaron del trabajo, de sus próximas vacaciones y de las recientes
incidencias en el barrio…
–¿Sabías
que atracaron al matrimonio Conway el pasado fin de semana? –Clarice enseguida
le puso en antecedents, con todo lujo de detalles–. Se encontraron con media
casa desvalijada, a su vuelta. Dice la policía que no se toparon con los
ladrones dentro de puro milagro…
A Terry
comenzó a disgustarle el tema de conversación, pero Clarice continuaba adelante
con la explicación de los pormenores.
–…Fíjate
que el chalet de los Scovell está pegado al suyo y Joie Scovell no oyó nada. Me
la encontré este mediodía, a la salida del colegio. No hablan de otra cosa…
Pero
Terry ya no atendía. Se levantó de la mesa y, con el pretexto de subir la
gabardina a la habitación, puso fin a aquella preocupación que amenazaba con
enquistarse y tanto malestar le provocaba.
A la
tarde siguiente se las ingenió para aligerar el trabajo y llegar temprano. Aún
estaba la señora Levin con Clarice, mientras los dos chiquillos correteaban por
la casa.
–¡Hola a
todos! ¿Qué haces, hijo?
–¡Estamos
jugando, papi! –saludó el pequeño, mientras subían escaleras arriba hacia la
habitación.
–¡Siéntate,
cariño, mira qué fotos! –Clarice le señaló un sitio en el sofá–. Déjales que
jueguen allí, al menos podremos estar un rato tranquilos…
No fue
preciso insistir demasiado para que Terry acogiese de buen grado la invitación;
también aceptó la taza de café que su esposa le preparó, mientras escuchaba las
anécdotas del viaje de la señora Levin, dispuesto a dejarse distraer por una
velada animada. Tan absortos andaban entre risas y curiosidades, que tardaron
en percibir el extraño silencio con que suele anunciarse la tragedia. Pero ya
era tarde.
El eco de
la detonación resonó con estruendo por toda la casa, mientras el café se
derramaba entre las fotos y, alarmados, saltaban de sus asientos. Impulsado por
un resorte invisible, Terry subió de dos en dos las escaleras, hacia la
habitación de arriba… El pequeño Matt sostenía la pistola aún humeante entre
las manos y, tumbado a sus pies, su amigo Philip se tapaba los oídos con
expresión horrorizada. Las mujeres gritaron sobrecogidas cuando Terry arrebató
el arma a su hijo y, nervioso, comprobó que ninguno de los dos había sufrido
daños.
–¡Gracias
a Dios! ¡Qué susto!... –exclamó girándose hacia su mujer.
La señora Levin
sostenía en brazos a su hijo, sin dejar de sollozar, mientras el pequeño Matt
se entregó al regazo de su madre, pálido de miedo.
Clarice se percató entonces del agujero de bala que había perforado la puerta
lacada del armario.
–¡Maldita
sea, Terry! Te dije mil veces que un día…
Al abrir
el armario Clarice chilló de nuevo apartándose, espantada, cuando un cuerpo
ensangrentado cayó sobre ella, con todo su peso muerto. Terry se acercó con el
arma en la mano. El hombre tenía el rostro oculto por una malla y un tiro le
atravesaba el centro del pecho. Agachado junto a él, extrajo del bolsillo de la
americana algunas joyas que asomaban; reconoció el collar de brillantes de
Clarice y uno de sus relojes de oro…
Aún no se
habían repuesto del estupor, cuando el sonido de dos detonaciones más les llegó
desde la calle. Terry se acercó a la ventana, abierta de par en par; se asomó
entre las cortinas que ondeaban. Abajo, su vecino el juez Straiton repartía
órdenes entre un grupo de hombres, que trataban de inmovilizar a otro, contra
el suelo. El juez se dirigió a él:
–¿Estáis
bien, Terry?
–Bien,
sí… ¿Qué ha pasado?
–Vuestro
disparo nos alertó; también debió de asustar a este, que salió corriendo de mi
casa, tratando de huir, pero esta vez hemos andado listos –el juez tomaba aire
a cada palabra, sin poder ocultar la ansiedad ni la satisfacción por la
captura–. Es el hijo de los Lenz. Había otro más que logró escapar, pero los
vecinos le han reconocido: se trata del nieto de los Breen; dicen que su
hermano también está metido en esto. Son chicos del barrio, ¿te das cuenta?, de
aquí… Llama a la policía, Terry…
Se giró sin soltar el arma hacia las mujeres
que, en un rincón, se abrazaban, agarradas a los niños. Se acercó hasta el
teléfono y quiso descolgarlo, pero no pudo. La pistola aún estaba caliente,
podía sentir su calor metálico en la
mano. Una quemazón que
pesaba, le pesaba demasiado…
*<<Relato ganador del III Certamen de Relato Corto de la Asociación "Pasucos"
de Alumnos Senior de la Universidad de Cantabria, 2019>>
de Alumnos Senior de la Universidad de Cantabria, 2019>>
© Luis Tamargo.-
http://web.unican.es/noticias/Paginas/2018/enero_2018/Fallados-los-Premios-Literarios-del-Consejo-Social-2017.aspx
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