jueves, mayo 24, 2018

BALAS PERDIDAS


   A pesar de que era tarde, llegaba justo a tiempo para cenar. Los informes de fin de mes prolongaban en exceso el trabajo; además le disgustaba dejar a su mujer y su hijo solos en casa, tras la ola de robos y asaltos que, desde hacía varios meses, tenían atemorizada a toda la urbanización. Uno de sus vecinos, el juez Straiton, ahora jubilado, había propuesto crear patrullas de vigilancia organizadas por ellos mismos, pero Terry era más partidario de encomendar la tarea a los auténticos profesionales de la seguridad, aunque él ya había tomado sus medidas particulares de prevención.
Cuando entró en casa encontró a Clarice y al pequeño Matt ya a la mesa.
–No hemos hecho más que sentarnos –saludó ella, incorporándose; después de un fugaz beso de bienvenida, se dirigió a la cocina.
El pequeño Matt se abalanzó sobre su padre.
–¡Papi, papi, vamos a jugar, papi!…
Terry sonreía mientras le abrazaba. Últimamente no había quien le quitara al niño aquellas palabras de la boca: jugar, jugar… A fin de cuentas eso es lo que, con casi diez años, tenían que hacer los niños.
Le sentó sobre sus rodillas y, antes de que volviera la madre, sacó el revólver que guardaba en la gabardina; sabía que a ella no le gustaría. Sujetó la mano del pequeño entre las suyas y, empuñando el arma, apuntaron hacia el techo…
–¡Pam, pam! –el pequeño Matt disfrutaba sin dejar de disparar hacia el televisor, la lámpara, los cuadros– ¡Pam, pam, pam!...
Clarice regresó con su cena sin disimular un gesto de desagrado, pero Terry reaccionó con rapidez:
–¡Venga, ahora a cenar, se acabó el juego!...
No obstante no se libró de la consabida reprobación de su esposa.
–Sabes que no me gusta que juegues con eso, Terry, no deberías acostumbrarle a…
–¡No es para tanto, mujer! –atajó él, intentando embromar la situación–. No se cansa de jugar este chiquillo…
Ella pareció ceder, se acordó de repente de que la señora Levin vendría de visita, al día siguiente.
–Mañana se hartará de jugar con Philip, su amigo del alma. La señora Levin quiere enseñarme las fotos de sus últimas vacaciones.
Durante la cena charlaron del trabajo, de sus próximas vacaciones y de las recientes incidencias en el barrio…
–¿Sabías que atracaron al matrimonio Conway el pasado fin de semana? –Clarice enseguida le puso en antecedents, con todo lujo de detalles–. Se encontraron con media casa desvalijada, a su vuelta. Dice la policía que no se toparon con los ladrones dentro de puro milagro…
A Terry comenzó a disgustarle el tema de conversación, pero Clarice continuaba adelante con la explicación de los pormenores.
–…Fíjate que el chalet de los Scovell está pegado al suyo y Joie Scovell no oyó nada. Me la encontré este mediodía, a la salida del colegio. No hablan de otra cosa…
Pero Terry ya no atendía. Se levantó de la mesa y, con el pretexto de subir la gabardina a la habitación, puso fin a aquella preocupación que amenazaba con enquistarse y tanto malestar le provocaba.
A la tarde siguiente se las ingenió para aligerar el trabajo y llegar temprano. Aún estaba la señora Levin con Clarice, mientras los dos chiquillos correteaban por la casa.
–¡Hola a todos! ¿Qué haces, hijo?
–¡Estamos jugando, papi! –saludó el pequeño, mientras subían escaleras arriba hacia la habitación.
–¡Siéntate, cariño, mira qué fotos! –Clarice le señaló un sitio en el sofá–. Déjales que jueguen allí, al menos podremos estar un rato tranquilos…
No fue preciso insistir demasiado para que Terry acogiese de buen grado la invitación; también aceptó la taza de café que su esposa le preparó, mientras escuchaba las anécdotas del viaje de la señora Levin, dispuesto a dejarse distraer por una velada animada. Tan absortos andaban entre risas y curiosidades, que tardaron en percibir el extraño silencio con que suele anunciarse la tragedia. Pero ya era tarde.
El eco de la detonación resonó con estruendo por toda la casa, mientras el café se derramaba entre las fotos y, alarmados, saltaban de sus asientos. Impulsado por un resorte invisible, Terry subió de dos en dos las escaleras, hacia la habitación de arriba… El pequeño Matt sostenía la pistola aún humeante entre las manos y, tumbado a sus pies, su amigo Philip se tapaba los oídos con expresión horrorizada. Las mujeres gritaron sobrecogidas cuando Terry arrebató el arma a su hijo y, nervioso, comprobó que ninguno de los dos había sufrido daños.
–¡Gracias a Dios! ¡Qué susto!... –exclamó girándose hacia su mujer. 
La señora Levin sostenía en brazos a su hijo, sin dejar de sollozar, mientras el pequeño Matt se entregó al regazo de su madre, pálido de miedo. Clarice se percató entonces del agujero de bala que había perforado la puerta lacada del armario.
–¡Maldita sea, Terry! Te dije mil veces que un día…
Al abrir el armario Clarice chilló de nuevo apartándose, espantada, cuando un cuerpo ensangrentado cayó sobre ella, con todo su peso muerto. Terry se acercó con el arma en la mano. El hombre tenía el rostro oculto por una malla y un tiro le atravesaba el centro del pecho. Agachado junto a él, extrajo del bolsillo de la americana algunas joyas que asomaban; reconoció el collar de brillantes de Clarice y uno de sus relojes de oro…
Aún no se habían repuesto del estupor, cuando el sonido de dos detonaciones más les llegó desde la calle. Terry se acercó a la ventana, abierta de par en par; se asomó entre las cortinas que ondeaban. Abajo, su vecino el juez Straiton repartía órdenes entre un grupo de hombres, que trataban de inmovilizar a otro, contra el suelo. El juez se dirigió a él:
–¿Estáis bien, Terry?
–Bien, sí… ¿Qué ha pasado?
–Vuestro disparo nos alertó; también debió de asustar a este, que salió corriendo de mi casa, tratando de huir, pero esta vez hemos andado listos –el juez tomaba aire a cada palabra, sin poder ocultar la ansiedad ni la satisfacción por la captura–. Es el hijo de los Lenz. Había otro más que logró escapar, pero los vecinos le han reconocido: se trata del nieto de los Breen; dicen que su hermano también está metido en esto. Son chicos del barrio, ¿te das cuenta?, de aquí… Llama a la policía, Terry…
 Se giró sin soltar el arma hacia las mujeres que, en un rincón, se abrazaban, agarradas a los niños. Se acercó hasta el teléfono y quiso descolgarlo, pero no pudo. La pistola aún estaba caliente, podía sentir su calor  metálico  en la  mano.  Una  quemazón que  pesaba,  le  pesaba demasiado



*<<Relato ganador del III Certamen de Relato Corto de la Asociación "Pasucos" 
de Alumnos Senior de la Universidad de Cantabria, 2019>>
© Luis Tamargo.-

 http://web.unican.es/noticias/Paginas/2018/enero_2018/Fallados-los-Premios-Literarios-del-Consejo-Social-2017.aspx 

¡GRACIAS POR LEER!

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