sábado, junio 30, 2007

MEDIA DISTANCIA


La noche tiene nombre de calle en cualquier lugar del mundo, y, en aquella ciudad, una tenue sombra alargada hacía las veces de guía, entre un laberinto de misterios presentidos. De sus años de navegación, había aprendido a mantener tenso el resorte que envuelve los recuerdos y, ahora, se sentía capaz de pulsar el hilo invisible que los aviva. Fue, tal vez, por eso, tal vez, por el rastro inconfundible que el salitre proveniente del puerto dejó a su paso por lo que penetró en la atmósfera calma de la calle, un río de luces que ascendía, con sus orillas salpicadas de locales nocturnos, ávidos de otra dosis más de bullicio. La música de los bares salía al encuentro, para invitar al instante, sin apenas transeúntes; se podía distinguir del espectáculo solo por la cadencia o lo estridente del ruido. Aventuró sus pasos tras la cortina de humo, que daba la bienvenida entre sones del trópico, orquestados y rítmicos, y ocupó el lugar donde la barra se curvaba, esquivando una columna para observar mejor la pista de baile. Un tumulto de cuerpos seguía el compás –danzar era imposible– con movimientos sinuosos y, en las mesas bajas, las parejas solazaban sus conversaciones de besos y abrazos fundidos. Por segundos, se caldeaba el ambiente y, a los pocos minutos, no podía evitarse formar parte de aquella vorágine, frugal y embaucadora, de atractivas promesas, a cual más tentadora. Bellas mujeres paseaban su estilizada figura en busca del galán perdido; otras esperaban y, mientras, soñaban con lo que hablar, incluso con bailar. Ellos, en grupo, apostando atrevimientos sin conseguir desafiar su naturalidad, porque era su fiesta de alcohol, otra de tantas: voces, griterío, salto, contorsión... En la esquina, una guapa muchacha lloraba el asedio, corrida la pintura de sus ojos, hasta que una amiga llegó al rescate y ambas huyeron hacia el aseo, con el gesto acostumbrado de la diversión maltratada.
No tardaron en acercarse, no pudo observar si salieron del mismo nudo del tumulto o si, a modo de espejismo calculado, coordinaron su cómplice estrategia, pero, enseguida supo que venían hacia él... Tampoco le pasó desapercibido el aroma de sus hermosos cuerpos, mientras coqueteaban con el acicalado joven que tenía al lado, junto al mostrador, algo amanerado, quizás o, al menos, eso le pareció a él. Ante la dificultad para escucharse, los tres optaron por alejarse de los altavoces, hacia el fondo, al amparo de la penumbra. Luego, cuando parecía que la melodía iba a reemplazar el halo embriagador impuesto por el ritmo, le distrajo el forcejeo dentro de la pista. Un par de mozos de seguridad se abrieron paso hasta el lugar de la pelea: gritos, chillidos, alguno histérico, y puños en alto que ensanchaban más aún el escenario del incidente, casi anunciando el final obligado de la velada.
En la calle, le pareció vislumbrar el rostro de alguien conocido, pero, al fijarse con más detenimiento, comprobó el desliz de su intuición. En otros viajes, aquel sexto sentido le había servido de gran utilidad para conocer nuevas gentes y vivir originales experiencias, inusuales y arriesgadas, incluso, pero, ahora, era un veterano que no buscaba nada, casi se conformaba tan sólo con vagar y respirar, junto al deleite mismo de la aventura. Todo en aquella empinada cuesta le resultaba demasiado familiar, y encaró las escalerillas que, por una transversal, abandonaban la iluminación de la calle. Cada peldaño, cada rincón, cada paso que daba era el mismo camino de siempre; cada fachada, cada balcón, parecían hablarle, contarle secretas confidencias de otro tiempo... Él también reconoció el portal, la madera arañada del pasamanos en el rellano de la escalera, los marmóreos escalones con bordes desgastados, de tantas idas y venidas, las macetas descoloridas del descansillo y el olor a vegetal, denso. Giró despacio la manecilla al abrir, y entró en silencio, intentando evitar el tablón flojo del pasillo que rechinaba. Pasó de puntillas delante de la habitación de los niños, como si todavía durmiesen ahí, como si no tuvieran su propia casa. Antes de entrar al dormitorio, se acercó al despacho y posó la chaqueta doblada sobre la silla y, durante breves instantes, contempló la foto de su jubilación y la placa que le regalaron en la despedida... Luego, entró al cuarto donde dormía su esposa, se desvistió y, sentado en la cama, se descalzó para acostarse con cuidado, para no despertarla, aunque ella ya le había oído llegar. Ella sabía que después de tanto trabajar le gustaba darse un garbeo y, sobre todo ahora, después de toda una vida de viajes, se conformaba con sentirse cerca del lugar que amaba. Ella sabía que le gustaba acercarse a visitar la calle donde nació. Era su viaje de media distancia, el único que le quedaba


                                           *<<Publicado en Revista Narrativas 2004-05 y en Revista Letras, 2009.>> 
© Luis Tamargo.-

¡FELICES LECTURAS!



viernes, mayo 25, 2007

LA OCTAVA PLANTA


     Sin dejar de apuntarme a la cara con su dedo, la voz de mi amigo se tornó casi confidente, pero firme...
-...Y no preguntes, ¿oyes? Tu misión aquí consiste en bajar y subir con los clientes, nada más... Obedece al mayordomo jefe en todo, no olvides llevarte el uniforme el viernes y volver a traerlo el lunes, ¿oíste?...
-De acuerdo... -musité, mientras mi compañero desaparecía tras la puerta giratoria del hotel sin volverse hacia atrás.
   En verdad que debía estarle agradecido pues con su favor me brindaba la oportunidad de sustituirle en su período de vacaciones, como en anteriores ocasiones, y así enriquecer mi maltrecha economía necesitada de una estabilidad más perdurable. En los otros hoteles tuve ocasión de familiarizarme con su puesto de recepción, pero esta vez lo novedoso de la tarea consistía en acompañar a los clientes en sus idas y venidas en el ascensor. En apariencia, una tarea fácil y cómoda, aunque no exenta de una monótona fatiga como enseguida tuve ocasión de comprobar.
   Mi antiguo amigo me había asegurado que desde su cambio al nuevo hotel había mejorado de categoría y, en principio, lo achaqué a las cinco estrellas que destacaban en el rótulo. Una vez dentro, comprendí que aquellos anchos espacios marcaban la diferencia con los hoteles precedentes y, sobre todo, el mero hecho de que el ascensorista hubiera de trabajar uniformado.
   Desde la terraza de la décima planta podía contemplarse una panorámica sobre la bahía de la ciudad; las oficinas y dependencias administrativas ocupaban la novena planta. De la tercera, descendieron las hermanas Kossack, un par de gemelas nonagenarias que podían permitirse el lujo de residir permanentemente en el hotel. El restaurante se encontraba en la primera planta, y en la segunda los salones para convenciones o reuniones. En el cuarto piso estaba la sala destinada a los enseres de la limpieza y allí también se había habilitado un hueco para el vestuario del personal. Se podía intuir que uno había llegado a la planta quinta por el pestilente aroma que dejaba en el ambiente el hilo de humo de los puros del señor Bruhnin, siempre trajeado y de elegantes maneras. Y de la sexta, sobre todo, temía el escandaloso tropel de muchachos excursionistas que en desordenada algarabía vociferaban y competían con sus alaridos y risas estridentes. El trajín en el hotel resultaba incesante y se renovaba a diario con nuevos clientes. Me fijé en especial en la bella chica que recogía en la séptima planta y que destacaba por su porte distinguido, un ceñido vestido la entubaba de lentejuelas hasta los pies, pero dejaba al descubierto unos hombros contorneados, casi perfectos... Seguí con los ojos cerrados el sugerente rastro que desprendía su perfume, pero desperté brusco a la realidad, fustigado por lo insólito de un detalle recién descubierto. Acababa de percatarme que nadie bajaba ni subía de la octava planta... Sí, en los pocos días que llevaba allí no conocía a nadie que se alojara en ella. A la hora del almuerzo, libre de pasajeros, decidí investigar el misterioso hecho. Mi zozobra se tiñó de inquietud, el ascensor pasaba de largo de la séptima a la novena o viceversa, sin obedecer el mando. Lo comenté a las chicas de la limpieza y entre los botones que, con esquiva extrañeza, no atinaron a darme explicación alguna.
   Aquel viernes el mayordomo jefe me acompañó durante toda la tarde en el trayecto del ascensor. Casi al acabar la jornada me aseguró que no hacía falta mi presencia en el hotel durante la semana siguiente y que, debido a mi carácter amenazante, podía darme por despedido. Iba a rechistar, pero recordé las palabras de mi amigo y, por respeto, callé. Recuerdo igualmente su teatral transfiguración cuando quise contarle lo sucedido a su regreso.
-Estás loco si crees que con amenazas o insultos vas a provocarme. Ya me lo contó el mayordomo jefe. Me equivoqué, no quiero nada contigo...
   Después de tanto tiempo un nudo de perplejidad aún acompaña mi desolada decepción. Resultan curiosos los avatares que esconde el destino. Por fin encontré mi camino, hoy trabajo y viajo por las comarcas de la zona norte. Eso sí, nunca me alojo en un hotel de más de cuatro plantas...

¡ SALUDOS, AMIGOS/AS !

viernes, mayo 11, 2007

EL DUENDE PARTICULAR


     Al doblar la curva del río, entre la espesura de hayas, hay una gran piedra plana, redonda, semiroída en uno de sus cantos. Sentado en ella, apoyado sobre la cagiga milenaria puede contemplarse el río. El agua juega y arremolina espuma entre los surcos de las rocas enmohecidas. Un hilo de luz se asoma por el techo de hojas y, desde arriba, dibuja un arcoiris en la orilla, un manto multicolor que envuelve al hada del arpa, que danza y deja bailar sus dorados cabellos al sol, rodeada por un séquito de diminutos duendes, numerosos y curiosos, que se acercan y rodean la gran piedra plana. Algunos, de nariz arrugada, son feos y se esconden detrás de los árboles. El más bello se
acerca y mueve los labios. No me habla, pero le escucho y, mientras se acompaña de suaves movimientos y ademanes delicados, me explica que lo veo porque soy niño. Se llama Particular, respondiendo a mi pregunta y continúa explicándome que él es el duende que me corresponde. Sí, de acuerdo al carácter de cada uno nos acompaña uno u otro duende y, por un instante, suspiro aliviado de que no sea uno de los que se ocultan tras las peñas. Con gestos elegantes se da prisa en aclararme que no somos niños siempre, que luego crecemos y es natural que así sea, pero que perdemos el alma niña y nuestro espíritu queda enturbiado por el tiempo. Después, un día, cuando contamos el secreto desaparece finalmente el hechizo.
   Aún resuena el eco del duende en mis recuerdos. A la entrada del río, hoy, un cartel de grandes letras se anuncia: "Se Vende Finca Particular"… Lleva ahí tantos años como los que yo anduve fuera del hogar. Ahora sé que no existe riqueza alguna capaz de comprar lo que ese bosque esconde. Y si lo hubiera, andaría igualmente sobrado de ignorancia al desconocer el verdadero valor de tesoro tan incalculable.
   …Hoy espero al otro lado del puente y, desde la orilla, a veces veo llegar algún niño que regresa por el camino vecinal, junto al río. No parecen ni tristes ni alegres… Son sólo niños, verdaderos niños que el río contempla a su paso.




http://www.slideshare.net/leetamargo/el-duende-particular/1
¡ SALUDOS, AMIGOS/AS !

viernes, mayo 04, 2007