sábado, enero 05, 2008

Concurso de cuentos de Aventuras

LAS AVENTURAS DE EL MONTAÑÉS

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miércoles, enero 02, 2008

EL PREMIO


    Aparentemente, resultaba fácil, sólo había que mentir. Y en verdad, fue relativamente sencillo poner fin y prescindir de las relaciones de aquellas personas, que ocupaban puestos de trabajo, ahora incómodos, para la Compañía, a raíz de la fusión reciente, sin importar ni entrar a considerar lo complicado de las vidas de quienes, hasta el día anterior, habían sacrificado las suyas para salir adelante. El provenía ya de otras guerras similares y, en ese sentido, su experiencia se había enriquecido con el ácido sabor de la inmisericorde ambición y con el demoledor poder de las opresoras armas que permitían ejecutar el daño. Sí, no es difícil acorralarle, tras casi tres horas de reunión y, una vez arrinconado por el acoso incesante, el propio subordinado es quien implora piadosa clemencia; o bien desata su primitivo instinto agresivo, al salir en pos de la natural defensa de su ser, y arremete en bruscos gestos de violencia incontrolada, que pueden utilizarse en su contra. Tal era la estrategia diseñada, y ya había tenido ocasión de comprobar que aquella trampa nunca fallaba.
   La nueva Compañía se encontró de repente con un excesivo volumen de empleados y, si bien el número de productos y cifras igualmente dobló, tal ingente cantidad de personal, avalado por años de trabajo constante, resultaba caro para los propósitos de crecimiento, previstos por la nueva Directiva, más partidaria de ahorrar en indemnizaciones, aun a fuerza de manipular con provocaciones y amenazas para alcanzar el objetivo perseguido. Tal era su misión en la nueva empresa y en ello le iba su trabajo, así que había estudiado despiadadamente el modo y el momento preciso, para que su ataque sobre el empleado causase el impacto deseado.
   Tampoco resultó difícil, después, añadir al informe que el empleado empuñó el bolígrafo, beligerante, contra el rostro del Gerente, y le propinó una desaforada colección de insultos. No hubo otro remedio ni reacción más apropiada que obligarle a abandonar la sala. Luego, a este hecho, añadió la falta grave de no asistencia a aquella otra reunión de trabajo, de la que ni siquiera hablaron. Fueron suficientes motivos para abrir un expediente disciplinario y, de este modo, hacer efectiva la sanción que interesaba a la empresa. Se había planificado desde altas esferas y no podía fallar. El empleado, despojado de sus armas más razonables, insatisfecho y desesperanzado, terminaba por sucumbir a la tensión acumulada. Y él era el ejecutor ideal, cumplir su tarea sin escrúpulos, permitiría abrir un hueco en la jungla o, tal vez, encumbrarle.
–¡Uno menos! –se dijo, y suspiró hondo, nervioso, pues tanta dedicación al desprecio no mantenía por mucho tiempo el alivio esperado. Gracias a estas medidas de limpieza, las redes comerciales se reciclaban, actualizándose, aunque nada garantizaba el límite a semejante desenfreno y, era sabido, que, sin subalternos a quien ordenar, ni siquiera su propio puesto tenía sentido.
   Siempre es duro comenzar de nuevo y más aún finalizar la obra sin pretenderlo, sin buscarlo ni haberlo siquiera imaginado. Sin embargo, para él, una vida nueva había comenzado. Obligado por los inesperados acontecimientos aún no había podido asimilar el amargo trago de su despido, injusto, brusco y premeditado. Arrastró sus pasos pesados en la noche lenta, sólo iluminada por las farolas que jalonaban el regreso a casa. Se desvistió, autómata, en un intento vano por despojarse de todo atisbo que recordase la azarosa situación recién atravesada. Lanzó el bolígrafo, el maldito bolígrafo sobre la mesa y, desnudo, se sentó con la cabeza entre los brazos, queriendo reflexionar, harto y sin conseguirlo. Su mujer y el pequeño hijo seguían siendo el todo, pero ahora también representaban lo único por lo que seguir y a lo que aferrarse. Ella le observó callada y lo dejó a solas, apartando al niño para que no ahuyentase al tiempo necesario, el instante de dar la bienvenida al nuevo camino hallado.
   Con el rostro sumido entre las manos puso fin a aquella oscuridad y, recogiendo el bolígrafo, comenzó a escribir. Escribió toda la noche, sin pausa. Y al día siguiente, también, y al otro. De noche y de día, continuó escribiendo; durante tardes interminables, repasó con frenético ahínco, casi apasionado, lo escrito. Volvió sobre sus pasos para rectificar y consolidar arreglos nuevos, la palabra justa, la frase adecuada… Lo tituló "Caminos del Aire" y, al acabar, lo dejó descansar en el extremo de la mesa del comedor durante meses, condenado al polvo del olvido en la esquina del abandono. Fue ella quien lo rescató para mitigar la pena, fiel a su feliz idea.
   Por eso, cuando se dio a conocer el ganador del Gran Certamen Literario su nombre brilló con luz propia. A partir de entonces, "Caminos del Aire" marcó un hito de referencia en la narrativa de actualidad y, aunque no era de los premios más remunerados, su categoría profesional lo consagraba entre los grandes. Al concluir la rueda de prensa esquivó los flases y autógrafos, abandonando el hotel por la puerta del personal. Junto al taxi que aguardaba, una pequeña gitana mendigaba…
–¡Toma, muchacha! –dijo y, tendiendo la mano, le regaló el bolígrafo.
   El taxi arrancó suave, perdiéndose entre las hileras de farolas que abrían el camino a su paso.


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sábado, noviembre 17, 2007

sábado, octubre 20, 2007

viernes, octubre 05, 2007

viernes, julio 06, 2007

LA CARAVANA


  Todos los días ocurría lo mismo, la entrada a la ciudad se veía colapsada por la numerosa afluencia de vehículos que regresaban de sus trabajos. Al menos era necesario invertir algo más de dos horas en cada ida y vuelta para alcanzar el destino. Era difícil acostumbrarse a la misma larga espera siempre a la última hora del día. Jean había probado de todo para hacer de ese momento algo productivo, primero aprovechó para repasar los informes que quedaron pendientes en la oficina, pero así no lograba sino llevarse más deberes a casa por lo que, luego, optó por escuchar la colección de música que Mirna le regaló por Navidades, incluso, se aprendió un curso completo de italiano para comerciales, aunque flojeaba en la concatenación de frases en cuanto se salían del esquema preestablecido. Cualquier pretexto resultaba válido para tratar de distraer tan tortuosos instantes: los crucigramas, hablar por teléfono, yoga para conductores... Avistar la torre del puente de Aubry significaba reavivar la esperanza, era la señal esperada pues una vez traspasado el túnel la circulación se volvía inusitadamente más fluída y, casi con asombro, los conductores parecían descubrir que de nuevo los coches eran capaces de acelerar.
   Hoy Jean estaba particularmente cansado, las últimas semanas habían sido especialmente duras con aquella amenaza de fusión en ciernes. No había podido desenvolver su trabajo con normalidad y tampoco había tenido un descanso para dedicárselo a Mirna, también bastante agobiada por su rutina diaria. Ella trabajaba al otro lado de la ciudad, así que hasta el atardecer no podían encontrarse ni hacer vida de hogar. Quizás por eso la llegada de los niños se retardaba tanto, de tenerles no podrían verles hasta la noche, así que era impensable organizar la vida de acuerdo a otro sistema que no fuera del trabajo a casa y con el tiempo justo. Eran jóvenes y podían resistir de momento el infame trajín pero, además, el fin de semana era corto incluso para descansar por lo que el agotamiento se acumulaba contribuyendo aún más a un incierto futuro de paz y estabilidad. Se estiró en el asiento y estrujó los nudillos produciendo ese chasquido de huesos que a ella tanto le molestaba. La fila de coches avanzó unos metros, imperceptible, antes de volver a estancarse bajo un tórrido sol que ya comenzaba a perder fuerza.
   Veinte minutos antes había pasado frente a la bifurcación que lleva a la pequeña población de Grenach, recordaba con agrado el día que Mirna y él se acercaron a conocer la aldea. A él le llamó la atención aquella casa de piedra y madera con su huerto anexo que descansaba en el lomo de la ladera, de espaldas a la autopista. Lástima que ella era lo que se dice una mujer urbana, nacida, criada y desarrollada en la ciudad, gustaba de tener todo a mano, las comodidades y sus inconvenientes. Aunque él también nació en la ciudad le atraía la idea de rodearse del entorno calmo y saludable del campo, estaba dispuesto a realizar sacrificios, a intentarlo, porque el proyecto lo merecía y solo el mero hecho de prepararlo le distanciaba de la preocupación obsesiva a que le sometían sus faenas cotidianas. Le dolía el muslo en su parte interna de pisar el embrague tan sostenido, la hilera de automóviles se movía perezosa sin permitir relajar la tensión del pie. A ratos la caravana se detenía para, en espaciados trompicones, reanudar la lenta marcha.
   Apagó brusco la radio, interrumpiendo el discurso de noticias sobre las elecciones con que llevaban bombardeando las ondas desde hacía meses. Su ánimo no era esa tarde el óptimo y, contrariado, empezaba a mostrar los primeros síntomas de impaciencia y fatiga mental, aquella condenada cola no se movía. Salió del coche para despojarse de la americana y, sudoroso, volvió al asiento, se remangó las mangas de la camisa mientras resoplaba con malhumor. Su mirada chocó con la de una señora que conducía, en paralelo, y que repentinamente cambió la vista quizás para esquivar el impulso feroz de sus pensamientos. Jean agachó la cabeza tratando de serenarse y reflexionar, ella no tenía la culpa... Los tres carriles de la carretera estaban infectados de coches, de máquinas humeantes y ruidosas que apenas avanzaban un palmo desde hacía casi una hora, mientras lo que restaba del sol de la tarde se preparaba para esconderse detrás de las colinas tristes, aburridas ante panorama tan grotesco, incapaces de llegar a comprender. Un nuevo trompicón vapuleó las filas de coches que, casi al unísono, se movieron para adelantar unos pocos metros.
   Cuántas tardes detenidas ante el mismo paisaje quieto, cuántas horas de espera para repetir a la mañana siguiente, al siguiente día, cada semana y cada mes, durante todo el año incluyendo los festivos. Cuántas veces mientras esperaba le pasó por su imaginación hacerlo, sí, llevar adelante aquella locura, dejar aquel puesto que tantos años de estudio le costó, la empresa de prestigio por la que cualquier profesional que se precie pagaría por entrar, abandonar las crueles rencillas, las batallas de celos entre competidores en su trepidante carrera por acceder a escalones más altos, sí, olvidar aquella vorágine despiadada que le robaba la tranquilidad y, con el tiempo, lo sabía, su alma. Le había ya hecho añicos el ansiado espíritu hogareño que tanto acarició cuando iba a casarse con Mirna, a ella también le había defraudado, había cambiado su carácter, resignado tal vez, esclavizados ambos por las circunstancias. La cola no se movía desde hacía diez minutos y Jean notaba bullir la quemazón, su descontento había aumentado en tan grandes proporciones que, sorprendido, se encontraba cargado de toda la energía necesaria para atreverse a dar el paso... Decidido, salió del vehículo, abrió el maletín y lo tiró contra el suelo pisoteando los papeles que no volaron. Dejó la puerta del coche abierta y, mientras se alejaba andando en dirección contraria, se desanudó la corbata y la tiró al aire sin mirar, sin importarle donde cayera... Qué diantres! Al demonio todo!...
   Estaba harto de las colas, de las esperas, de su vida milimetrada e insignificante, de su escaparate de pareja fija, de no oponerse a la corriente irremediable que le devolvía al rebaño, de no poder cambiar el rumbo de los acontecimientos ni el de una noche siquiera. Volvería a Grenach, anotaría el teléfono del cartel que colgaba de aquella casa de madera y piedra, tanto dinero de tanto trabajar habrían de servirle ahora de utilidad para comprarla, para transcurrir sus días al ritmo de la paz y el calor junto a una Mirna más feliz, ella tenía que comprenderle, era su amor lo que estaba en juego... Estaba más que asqueado, pero ahora de repente se sentía fuerte y lleno con esa decisión, casi empezaba a sentirse libre caminando entre los vehículos que, estrepitosos, hacían sonar sus bocinas sin dejar de vociferar...
-¿Eh, oiga, qué hace? ¡Venga, hombre!...
   El estruendo creciente de los bocinazos fue lo que le hizo despertar, sobresaltado, agarró el volante con las dos manos y metió la marcha. Aquellos diez minutos últimos le parecieron una eternidad. No podía verse la torre de Aubry porque estaba justo encima, pero la caravana entraba ya a la boca del puente. Delante, las luces de los vehículos desaparecían con rapidez, ávidos por alcanzar la salida del túnel...


                                           *<<Publicado en Revista Arco, 2008.>> 
© Luis Tamargo.-

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