viernes, marzo 28, 2008

UN ÁRBOL LLAMADO...


Entre los humedales se fue abriendo paso ahora más ligero, aunque bastante fatigado. Atrás quedó el peligro de la zona pantanosa y de los tramos que hubo de atravesar con el agua llegándole hasta el pecho. Sujetando el machete por encima de la cabeza, con los dientes apretados, avanzó con lentitud cada centímetro, tragándose el sudor que goteaba de su barba rala, hasta que por fin el lodo se tornó firme y pudo correr hacia el bosque. Un suspiro de esperanza pareció resucitar de sus sofocados jadeos cuando penetró en la espesura. Sin detenerse, continuó la desenfrenada carrera, apartando a golpe de machete la maraña de lianas que obstaculizaba su camino. Un camino improvisado sobre la marcha, inventado por el afilado cincel del único arma del que ahora podía fiarse. También atrás quedó el galopar tumultuoso y los ladridos salvajes de las fieras desbocadas, alentadas por los gritos no menos fieros de sus perseguidores.
Corrió y corrió hasta caerse, hasta que todo ápice de energía se esfumó, desgastado. Su rostro quedó hundido en el barro del suelo, entre las hojas, al pie del gran tronco, bajo el frondoso techo del bosque. Aquella zona de la costa oriental era conocida por la bravura de los piratas que la custodiaban y, por tanto, tan temida como evitada. Sin embargo, la galerna que le desarboló el palo mayor fue una más de las que frecuentemente se desataban en el área en aquella época del año, dejándole así a merced de las aristas rocosas de los arrecifes, sembrados indiscriminadamente por la mano del diablo. Advertido del riesgo, el inoportuno temporal vino a complicar el viaje inesperadamente.

Sin fuerzas para oponerse a los piratas que lo capturaron hubo de padecer un tortuoso cautiverio, interminable de no ser por el descuido igualmente inesperado de sus captores que, oportunamente, supo aprovechar. La persecución fue despiadada y, durante la carrera, habló consigo mismo repasando cada pregunta y respuesta, cada uno de los motivos que lo habían empujado tan lejos en el viaje de su vida.

Recordaba la voz de su amigo Pablo animándole con tono amable, apaciguando sus miedos. Pensándolo bien no conocía a nadie con aquel nombre, pero sí reconocía la voz familiar del amigo. Le hablaba del hogar y de las gentes que amaba en la otra tierra firme, de donde partió. Sí, se decidiría a volver, iba siendo hora de regresar. Ahora mismo no existía nada que más deseara y, llorando, se abrazó a su amigo, desconsolado. Así, abrazado, se despertó, con sus brazos alrededor del enorme tronco redondo, queriendo abarcar el ancho contorno del árbol que cobijó su sueño… Pablo, Pablo!, gimió aún levemente, mientras despertaba, incrédulo.

De vuelta a casa fue lo primero que hizo, según vino proponiéndoselo durante todo el trayecto. Llegó al pueblo dispuesto a dedicarse en exclusividad a cumplir aquella promesa. La antigua casa de piedra seguía en pie, aunque en ruinas y, así, recorrió cada rincón de infancia y los recuerdos que aún pervivían en los lugares que amó. Dejó que sus pasos le guiasen o, tal vez, fue el propio sendero que llevaba a la fuente el que lo guió… Por un instante dudó y se preguntó por dónde… Por aquí, por aquí!, reconoció la voz, al final de la linde con el bosque. Se sentó allí, bajo el árbol grande, apoyado en el respaldo confortable de su grueso tronco y, extrayendo el libro del petate, leyó durante horas, ininterrumpidamente, hasta dormirse. Al despertar, se despidió… ¡Hasta mañana, Pablo!

…¡Hasta siempre, amigo!, respondió el árbol, mientras se iba alejando.

¡ FELICES LECTURAS, AMIGOS/AS !

sábado, febrero 16, 2008

CAMBIO DE AIRES



     Fue una mala caída. Su madre ya le había advertido más de cien veces que tuviera cuidado con los árboles y, precisamente, había tenido que ocurrir ese día y allí, en la arboleda que rodea el internado del colegio Saint Paul. Ahora su madre y la familia quedaban lejos y, desde luego, que aquel verano se presentaba con un comienzo poco o nada halagüeño.
   El profesor Tycho, un viejo catedrático casi a punto de jubilarse, más ocupado en pasear los libros que en dar clases que despertasen el de por sí distraído interés de algún alumno, fue quien se hizo cargo de su convalecencia. El profesor vivía en un ático de la barriada nueva, frente al colegio, aunque desde su amplia balconada se podía contemplar la parte sur de la ciudad e, incluso, el puente que cruza el río Delaware. Al menos, aquella panorámica compensaría la monotonía de la claustrofobia, que preveía para todo el tiempo que durase su obligada estancia allí. Sin embargo, enseguida comenzó a cambiar su concepto del profesor Tycho, apenas le hubo tratado un poco o, mejor dicho, en cuanto se dejó tratar. Bajo aquella apariencia de viejo serio y malhumorado se hallaba una vitalidad jovial y un espíritu simpático, desbordante de ternura. La primera sorpresa fue al deshacerse de sus hábitos de profesor al llegar a la casa; sin la toga y el sombrero de borla, hasta el semblante del señor Tycho parecía sufrir una transformación. Sus bigotes canosos le daban un aspecto cómico, no resultaba difícil imaginárselo en sus años mozos preparando alguna que otra travesura. Su fama de hombre metódico y riguroso le había servido para espolear su conocimiento más allá de los libros o las aulas y, gratamente, sorprendía verle manejar los utensilios de cocina con la maestría de un experto, al mismo tiempo que cantaba La Traviatta o declamaba sus versos griegos preferidos. Para todo pedía consejo o consentimiento, ya fuera para el menú del día o para la lectura de la tarde, incluso, dejaba elegir qué tipo de música escucharían para aquel u otro momento. Era innegable que le sentaba bien sentirse ocupado en alguien, debió de haberse encontrado demasiado sólo anteriormente, pero, ahora, en compañía, recuperó con rapidez los resortes que mueven la convivencia. Aprovechaba para volcar toda la responsabilidad de la que era capaz, cada vez que revisaba la cura; la herida pronto adquirió forma de cicatriz gracias a sus desvelos y ya había conseguido aventurar unos primeros pasos, titubeantes, cuando el profesor marchaba en las mañanas a sus quehaceres en el colegio. Así, los avances fueron notables y, en menos tiempo del previsto, se sintió con fuerzas y ánimo para continuar por sí solo su interrumpida andadura.
   A medida que se iba aproximando el tan ansiado instante de su salida, también, por desgracia, empezaba a lamentar el inevitable hecho que ambos debían de afrontar. Sin duda el señor Tycho lo extrañaría todavía más que él; se había preocupado en hacer agradable su permanencia en la casa, y ahora resultaba más que probable que aún padeciese más esa sensación de abandono después de su ausencia. Aquella noche era la última, preveía que al día siguiente sería ya capaz de saltar, además no había parado quieto en toda la mañana, mientras el profesor asistió a la ceremonia festiva de la clausura del curso.
   El señor Tycho llegó con gesto preocupado por la tardanza, repartiendo disculpas, pero sin poder ocultar su ilusión casi infantil de felicidad... Esa noche celebraron la fiesta a su modo, su despedida particular; había traído el postre que sobró del colegio, y que había pedido a tal efecto a la encargada de la cocina que, algo extrañada por la caprichosa osadía del viejo profesor, se lo preparó y envolvió con mimo. Durante la cena, el señor Tycho cantó y lloró de risa al recordar los primeros chistes de estudiante y alguna de las traviesas novatadas, de las que fue objeto al llegar a la universidad. Luego, como no podía faltar, declamó a Platón y a Aristóteles, se deleitó con algunos pasajes de La Odisea y de La Guerra de las Galias, conjeturando hipótesis acerca de la indolencia de la vida en aquel tiempo. A veces se quedaba solo, perdido en la pura elucubración y hasta se reía de sus propias ocurrencias... No cabía duda de que disfrutaba, se lo estaba pasando en grande. Sí, era un hombre excepcional, no podía tener queja del trato dispensado. A pocas personas había llegado a conocer tan de cerca y tan bien, gracias a aquellas circunstancias especiales.
   A la mañana siguiente, puntual como de costumbre, el profesor marchó pronto al colegio. Salió sin meter ruido, con cuidado de no despertarle. Pero él llevaba en vela largo rato, desde que el alba se anunció en las rendijas de la ventana. Había llegado el momento de su partida, pero, antes, echó una rápida ojeada al lugar que hasta entonces había sido su refugio. Luego se acercó a la balconada y saltó... Los primeros aleteos sobre los tejados le supieron a gloria, estaba en plena forma. Remontó cielo arriba, siguiendo el curso del río, contento. A su madre, además, iba a parecerle mentira todo lo que había aprendido con aquella experiencia.


¡FELICES LECTURAS, AMIGOS/AS!

jueves, enero 10, 2008

Concurso de cuentos de Navidad

NOCHE DE MAGIA

¡GRACIAS POR LEER!
    #cuentosdeNavidad     #leetamargo     #leerelato



miércoles, enero 09, 2008

Concurso de historias de animales

DULCE HOGAR

¡FELICES LECTURAS, AMIGOS/AS!
#historiasdeanimales #zenda #leetamargo

sábado, enero 05, 2008

Concurso de cuentos de Aventuras

LAS AVENTURAS DE EL MONTAÑÉS

¡GRACIAS POR LEER!
leetamargo.blogspot.com
#aventuras #zenda #leetamargo

miércoles, enero 02, 2008

EL PREMIO


    Aparentemente, resultaba fácil, sólo había que mentir. Y en verdad, fue relativamente sencillo poner fin y prescindir de las relaciones de aquellas personas, que ocupaban puestos de trabajo, ahora incómodos, para la Compañía, a raíz de la fusión reciente, sin importar ni entrar a considerar lo complicado de las vidas de quienes, hasta el día anterior, habían sacrificado las suyas para salir adelante. El provenía ya de otras guerras similares y, en ese sentido, su experiencia se había enriquecido con el ácido sabor de la inmisericorde ambición y con el demoledor poder de las opresoras armas que permitían ejecutar el daño. Sí, no es difícil acorralarle, tras casi tres horas de reunión y, una vez arrinconado por el acoso incesante, el propio subordinado es quien implora piadosa clemencia; o bien desata su primitivo instinto agresivo, al salir en pos de la natural defensa de su ser, y arremete en bruscos gestos de violencia incontrolada, que pueden utilizarse en su contra. Tal era la estrategia diseñada, y ya había tenido ocasión de comprobar que aquella trampa nunca fallaba.
   La nueva Compañía se encontró de repente con un excesivo volumen de empleados y, si bien el número de productos y cifras igualmente dobló, tal ingente cantidad de personal, avalado por años de trabajo constante, resultaba caro para los propósitos de crecimiento, previstos por la nueva Directiva, más partidaria de ahorrar en indemnizaciones, aun a fuerza de manipular con provocaciones y amenazas para alcanzar el objetivo perseguido. Tal era su misión en la nueva empresa y en ello le iba su trabajo, así que había estudiado despiadadamente el modo y el momento preciso, para que su ataque sobre el empleado causase el impacto deseado.
   Tampoco resultó difícil, después, añadir al informe que el empleado empuñó el bolígrafo, beligerante, contra el rostro del Gerente, y le propinó una desaforada colección de insultos. No hubo otro remedio ni reacción más apropiada que obligarle a abandonar la sala. Luego, a este hecho, añadió la falta grave de no asistencia a aquella otra reunión de trabajo, de la que ni siquiera hablaron. Fueron suficientes motivos para abrir un expediente disciplinario y, de este modo, hacer efectiva la sanción que interesaba a la empresa. Se había planificado desde altas esferas y no podía fallar. El empleado, despojado de sus armas más razonables, insatisfecho y desesperanzado, terminaba por sucumbir a la tensión acumulada. Y él era el ejecutor ideal, cumplir su tarea sin escrúpulos, permitiría abrir un hueco en la jungla o, tal vez, encumbrarle.
–¡Uno menos! –se dijo, y suspiró hondo, nervioso, pues tanta dedicación al desprecio no mantenía por mucho tiempo el alivio esperado. Gracias a estas medidas de limpieza, las redes comerciales se reciclaban, actualizándose, aunque nada garantizaba el límite a semejante desenfreno y, era sabido, que, sin subalternos a quien ordenar, ni siquiera su propio puesto tenía sentido.
   Siempre es duro comenzar de nuevo y más aún finalizar la obra sin pretenderlo, sin buscarlo ni haberlo siquiera imaginado. Sin embargo, para él, una vida nueva había comenzado. Obligado por los inesperados acontecimientos aún no había podido asimilar el amargo trago de su despido, injusto, brusco y premeditado. Arrastró sus pasos pesados en la noche lenta, sólo iluminada por las farolas que jalonaban el regreso a casa. Se desvistió, autómata, en un intento vano por despojarse de todo atisbo que recordase la azarosa situación recién atravesada. Lanzó el bolígrafo, el maldito bolígrafo sobre la mesa y, desnudo, se sentó con la cabeza entre los brazos, queriendo reflexionar, harto y sin conseguirlo. Su mujer y el pequeño hijo seguían siendo el todo, pero ahora también representaban lo único por lo que seguir y a lo que aferrarse. Ella le observó callada y lo dejó a solas, apartando al niño para que no ahuyentase al tiempo necesario, el instante de dar la bienvenida al nuevo camino hallado.
   Con el rostro sumido entre las manos puso fin a aquella oscuridad y, recogiendo el bolígrafo, comenzó a escribir. Escribió toda la noche, sin pausa. Y al día siguiente, también, y al otro. De noche y de día, continuó escribiendo; durante tardes interminables, repasó con frenético ahínco, casi apasionado, lo escrito. Volvió sobre sus pasos para rectificar y consolidar arreglos nuevos, la palabra justa, la frase adecuada… Lo tituló "Caminos del Aire" y, al acabar, lo dejó descansar en el extremo de la mesa del comedor durante meses, condenado al polvo del olvido en la esquina del abandono. Fue ella quien lo rescató para mitigar la pena, fiel a su feliz idea.
   Por eso, cuando se dio a conocer el ganador del Gran Certamen Literario su nombre brilló con luz propia. A partir de entonces, "Caminos del Aire" marcó un hito de referencia en la narrativa de actualidad y, aunque no era de los premios más remunerados, su categoría profesional lo consagraba entre los grandes. Al concluir la rueda de prensa esquivó los flases y autógrafos, abandonando el hotel por la puerta del personal. Junto al taxi que aguardaba, una pequeña gitana mendigaba…
–¡Toma, muchacha! –dijo y, tendiendo la mano, le regaló el bolígrafo.
   El taxi arrancó suave, perdiéndose entre las hileras de farolas que abrían el camino a su paso.


http://leetamargo.wordpress.com
¡ FELICES LECTURAS, AMIGOS/AS !

sábado, noviembre 17, 2007