jueves, septiembre 24, 2009

EPISODIO EN RIO CUERVOS


   En Río Cuervos se acaba el camino. Hubo un tiempo en que la gente habitó sus orillas, pero hoy tan solo es un pueblo fantasma, refugio de alimañas o malhechores de paso. El Montañés conocía bien cada recoveco de aquel sitio que ahora evocaba en especial, quizás debido al duro contraste que representaba atravesar el árido terreno que separa Rocas Negras de La Peña. Le llevó varios días dar con la pista que llegaba hasta aquel maldito lugar donde, en otro tiempo, se ajusticiaba a los ladrones o a los condenados por crímenes. Ahora, sin embargo, tan apartado como olvidado era, por el contrario, el lugar aprovechado por los forajidos para poner término a la venganza justiciera de sus depravados desmanes.

El Montañés no dejó que el sudor empañara sus pensamientos. Aquel desierto pedregoso no permitía tregua ninguna durante el día y hasta la yegua presintió los extraños augurios, al recular, inquieta, negándose a avanzar frente a La Peña. El Montañés se apeó y continuó a pie, subiendo a la roca entre los guijarros sueltos mientras apartaba a patadas los atrevidos crótalos que el asfixiante sol sacaba de su escondrijo. El polvo rojo que levantaban sus botas le teñía la barba y las ropas hasta impregnarle también la saliva, pero el Montañés no malgastaba esfuerzos en sacudirse ni siquiera en masticarla. Se ayudó de las manos en el último tramo en su ascensión entre las rocas y, ya arriba, encontró el árbol. Con aquel calor implacable no puede explicarse cómo es capaz de crecer allí un árbol y, ciertamente, se sostenía en el hueco perforado de la tierra agrietada, apoyado en el cerco de un montón de piedras dispuestas a tal fin. La sombra del cuerpo que pendía de su única rama, seca y curva, permanecía también quieta, consciente de su efímera presencia.
El Montañés descolgó aquel cuerpo muerto y lo liberó del humillante abandono y, calculando cada gesto, lo cargó a sus espaldas dispuesto a emprender sin demora el descenso. Abajo, depositó el cadáver de su viejo amigo a lomos de su montura cobriza y los tres reanudaron de nuevo la marcha de regreso. Por el camino, la vida salía al paso en la mente de El Montañés al recordar la amistad de una sempiterna infancia a orillas del Río Cuervos. No, no se lo merecía ni iba a permitir un final así...
Hay pocos lugares que no conozca El Montañés y pocos a quien contárselos. Nadie puede explicarse el montón de piedras apiladas, presididas por una cruz, que descansa en la margen alta del río. Tampoco nadie se explica los cinco cuerpos abandonados entre el lodo de la otra orilla, cada uno con un tiro en la frente, como la firma inequívoca del castigo que corresponde a cada forajido.
Pocos caminos conducen a Río Cuervos, ahora libre de malhechores. Más allá, un jinete cruza el cauce en su parte más estrecha hacia los llanos, semioculto entre las altas hierbas, hasta donde el rastro se pierde...

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viernes, septiembre 11, 2009

OJOS DE GATO

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   Era la única mesa ocupada, al fondo entre las columnas. Y la única a la que se podía oír en toda la Cantina. Los cuatro hombres vociferaban transformando la partida en un espectáculo de insultos y juramentos malsonantes. El más bravucón golpeaba con el codo en la mesa cada vez que perdía, desordenando las fichas sobre el tapete con lo que, de nuevo, aumentaba el griterío. Era un hombre corpulento, de anchas espaldas y larga cabellera. Su gran vozarrón, ronco y grave, revelaba que era quien mandaba en el grupo. Detrás suyo, sentada en la silla con las rodillas juntas y los brazos caídos a cada lado, la pequeña niña contemplaba el juego con un semblante triste, casi alicaído. Su mirada rasgada, tez pálida y cabello azabache hablaban que venía de muy lejos.

A El Montañés le llamó la atención la hermética rigidez de la niña en medio de aquel alboroto. En plena bronca del vocerío, el bravucón se volvía hacia atrás de vez en cuando para comprobar que la niña seguía allí sin moverse. El Montañés apuró el vaso de un trago y ni un solo pelo de su barba salvaje se perturbó cuando la voz del bravucón se dirigió a él, increpándole para que acercara la botella. El Montañés no era hombre de muchas palabras y tampoco había llegado hasta allí para obedecer los caprichos de ningún truhán ni para reír sus bufonadas, así que siguió de espaldas a la mesa. Los pocos clientes que quedaban en la Cantina casi salieron al tiempo, como si todos se hubieran puesto de acuerdo. El bravucón preguntó de nuevo y, sin dejar de gritar en tono agresivo, se levantó de su asiento para dirigirse al forastero de la barra que tan indiferente le ignoraba. Cuando extendía su mano para alcanzar el hombro de El Montañés, este se revolvió con la celeridad del rayo y, de un tajo, le seccionó el antebrazo. El rostro de estupor del aguerrido fortachón quedó firmado por el otro filo del machete con una rúbrica de sangre en su cuello velludo. No había acabado aún de desmoronarse como una pesada torre cuando el silbante vuelo del machete cruzó la cantina para clavarse en el pecho del lugarteniente que ya se incorporaba a la pelea. De los otros dos, uno cayó con el primer disparo; y el otro, al intentar correr hacia la puerta para huir.
El Montañés cogió de la mano a la niña que, sin oponerse, subió con él a la grupa de la yegua. Ya caía la tarde sobre el cerro cuando soltó a la niña a la entrada de la aldea. Cuando ella echó a correr parecía conocer hacia dónde se dirigía... También parecía conocerla la anciana que, con los brazos abiertos, corría hacia ella. El Montañés aún pudo entender su nombre, a pesar de que ya se encaminaba hacia las afueras del pueblo. En el lenguaje nativo de los Runya su nombre quiere decir “Ojos de Gato”.
El cielo se tiñó de rojos y púrpuras y aún se dejó escuchar el sonido vivo del bosque, antes de que la noche cayera a plomo sobre el llano. Con un fuego lento engañó la soledad de las primeras estrellas. Luego, envuelto en su jarapa de piel, junto al fusil, observó el halo de luna con los ojos cerrados.
...El río maullaba silencios y la noche se mecía con una nana de olvidos.

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viernes, agosto 07, 2009

CAZA EN LA MONTAÑA


   Le llamaban El Montañés porque no era de allí. Vino del otro lado de Sierra Alta, incluso dicen que de más allá del llano que precede al gran desierto, el que llaman el Negro, por su larga espesura.
 A pesar de haber cabalgado la noche entera, no acusaba su rostro ningún gesto de cansancio, casi podría afirmarse que rara vez reflejaba algún gesto descifrable. Hombre tosco y rudo, siempre vagabundeaba en solitario y los pocos que llegaron a encontrarse con él únicamente prefirieron mantener las distancias, en previsión de desenlaces desagradables.
Ascendió entre las peñas a lomos de su yegua cobriza. Cuando alcanzó mayor altura continuó el ascenso a pie, sin soltar las riendas de su montura. En el otro antebrazo reposaba el fusil. El sol castigaba a plomo todo ser viviente, planta o alimaña, que habitase aquel lugar, pero él parecía conocer con certeza hacia dónde debía encaminar sus pasos. Se apostó en la ancha y gruesa roca, apoyado en la hendidura hueca que le permitía, cómodo, manejar el arma con soltura. Entre los matorrales ató al caballo, liberado de los pesados fardos de pieles y, de nuevo, volvió a parapetarse en la roca, dispuesto a hacer frente a una larga espera.

El buitre leonado surgió de lo alto del risco cercano, planeando con su vuelo lento y pesado. Su silueta oscura cruzó el limpio azul del cielo con sus alas extendidas, describiendo amplios círculos en su descenso, hasta que casi estuvo a la altura del vigilante fusil de El Montañés. En el punto de mira... el cerro entre los riscos, mientras el ave de rapiña descendía y, al fondo del cañón, donde el horizonte se confundía con la pista de arena, un carromato tirado por dos mulos avanzaba rápido, a juzgar por la densa polvareda que elevaba en su carrera. El Montañés afianzó el codo en la roca, enarcó la ceja y, concentrado, apuntó con determinación, con la misma determinación con que su dedo inmisericorde apretó el gatillo. Los riscos devolvieron los ecos del disparo, sonora y estrepitosamente repetidos.
El cazador ya estaba de nuevo, rienda en mano, jalando de su montura cobriza monte abajo. Su camino ahora no era siquiera de regreso. Oculto el rostro tras la poblada barba, un brillo de plata en sus ojos oscuros delataba el triunfo de la justicia primitiva.
El conductor del carromato se dobló sobre sí mismo, clavando el mentón en su pecho y, con un grito ahogado, cayó de bruces a la pista. Los mulos aún siguieron su marcha adelante un tramo más, empañando la escena en una nube de arena. El tiro le había acertado de pleno en el centro del pecho, marcando el final de su camino.
Luego, antes de que los otros buitres aparecieran al improvisado festín, un grupo de jinetes se fue acercando en veloz persecución hasta el carromato. El primero que llegó descendió raudo del caballo y examinó al muerto, buscando entre sus ropajes, hasta lograr dar con el objeto de la angustiosa exploración... Se dirigió al resto del grupo y les mostró la simbólica figura, la estatuilla del dios Shär, hurtada hacía apenas dos días del templo de Lohen Thoenn, en la víspera de la conmemoración del Año Sagrado Lunar.
 Lejos de allí, un jinete cabalgaba aún a solas. A nadie en su sano juicio se le ocurriría arriesgarse a que la noche gélida y despiadada le hallase dormido en el Cañón del Río Rojo.


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sábado, julio 11, 2009

PIEL DE OSO

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   El alba gris balbuceaba una mañana diáfana cuando descendió a aquel recodo del río para beber. Estaba cargando su cantimplora cuando, de repente, se topó con aquella gran cabeza de oso que salió de entre los arbustos. Frente a frente, ambos parecieron sorprenderse y, asustados, retrocedieron a la carrera. Fue el oso el primero en reaccionar, girándose, pareció preguntarse qué demonios de bicho viviente era aquel humano... Había pocos por allí. Olfateó el aire y, ahora, buscó un paso accesible por el río hasta la otra orilla.
El Montañés no miró atrás, sabía de la importancia de aquel encuentro y corrió, corrió sin parar hasta el lugar donde había pasado la noche. Sin perder tiempo preparo su montura y huyó al galope, abandonando allí los demás enseres... Más tarde volvería a por ellos, ahora era necesario poner manos a la obra.
El oso le había descubierto, así que no podía permitirse costumbres cómodas ni peligrosas. Escogió a conciencia el sitio para abrir la enorme zanja. Aquel claro en el bosque simulaba un sendero de paso ineludible al interior, custodiado a ambos lados por apretadas hileras de abetos reunía las condiciones idóneas para preparar la trampa. Primero, cavó el largo de la zanja y profundizó apenas unas paletadas. Continuaría en sucesivas jornadas, pues hay fieras en esa espesura que son capaces de olfatear la frescura de la tierra revuelta.
Había de extremar las precauciones, así que durante las largas semanas que le llevaron los preparativos, nunca pernoctó dos veces seguidas en el mismo lugar. En las tardes suaves subía a los riscos y cuando soplaba el viento del norte se resguardaba en la gruta.
La zanja adquirió el hondo de más dos hombres y un largo aún mucho mayor. Luego, enterró las estacas puntiagudas y, por último, cubrió el hoyo con un entramado de ramas y hojas para camuflarlo con el camino. No había vuelto a toparse con el animal, pero podía presentirlo, sabía que le andaba a la zaga.
Aquel día dejó a la yegua alejada, libre de riendas y montura, en la orilla del lago y, decidido, se apostó en lo alto del gran abeto. Desde allí, las copas de los demás árboles le impedían vislumbrar todo el panorama, pero podía sentir la respiración de un abejorro... Y así fue, sólo que aquella bestia era capaz de tragarse a todo un enjambre.
El Montañés descendió sigiloso para colocarse en el preciso lugar que le interesaba, al extremo opuesto de la zanja, hacia el interior del bosque. Cuando el oso apareciera por el único pasaje con la anchura suficiente para llevarlo hasta él, llamaría su atención para atraerlo. Luego, la trampa se encargaría del resto.

Es necesario estar hecho de otra madera para sostener el desafío de la silueta parda de un oso a escasos cientos de metros. El oso lo había olido y lo había visto y, acelerando la marcha, ya enfilaba por el sendero abierto entre los árboles. El Montañés contuvo la respiración, mientras retrocedía dos pasos, como si esperase el embiste. El oso corría desenfrenado, acercándose, cuando en extraña maniobra pareció aminorar el paso casi al borde de la trampa para, de improviso, cobrar impulso de un salto inesperado. El trampero esta vez cayó hacia atrás, después de retroceder apresurado varios metros y pudo sentir la caricia al aire de la zarpa del oso delante de sus narices. Ni que lo hubiera adivinado, el maldito animal había saltado justo al comienzo mismo del fatal socavón y, en esta ocasión sí que creyó que existía un dios, porque a pesar del salto no bastó para salvar la extensión de la zanja y la fiera terminó por caer de espaldas y quedar atravesado por las puntas de las afiladas estacas.
El Montañés lo había visto cerca. Cuando recobró el resuello, saltó dentro de la trampa y remató la pieza. El cargamento de pieles que llevaba le serviría de inapreciable botín para el intercambio con las tribus del norte. Aún no habían llegado los salmones, pero se presentían y, en breve, los osos comenzarían a frecuentar las orillas. El trampero inició el descenso de la pendiente suave, dejando atrás la colina, con la vista puesta en el horizonte montañoso de cumbres nevadas.

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miércoles, julio 01, 2009

jueves, junio 11, 2009

martes, mayo 19, 2009

LOS ACANTILADOS


   No era un lugar muy frecuentado, de ahí su encanto a pesar de lo accidentado del acceso. Sin embargo la vista panorámica que ofrecía era digna de disfrutar. Desde arriba, ellos no se perdían ni una sola puesta de sol y si empeoraba el tiempo también le encontraban el lado atractivo, fieles a su cita diaria del mediodía el más mayor recordaba épocas pasadas mientras los más pequeños escuchaban con atención. Uno de los ancianos se sumó a la reunión con la avidez de rememorar su historia preferida...

-...Pues sí, ese faro que veis ahí abajo abandonado lo construyeron antiguos prisioneros, fue su castigo de guerra. Podéis contemplar las huellas que los cañones dejaron en alguno de los acantilados, sin ir más lejos la Peña del Nido quedó truncada en una de aquellas contiendas. Los hombres esculpieron uno a uno cada peldaño que baja desde la costa, era necesario salvar el desnivel para construir este faro que tenemos debajo nuestro. Yo mismo pude contemplar entonces cómo alguno de aquellos hombres cayó al mar, a veces incluso se tiraban ellos mismos, locos por escapar de tan negro porvenir. La muerte entre los arrecifes era más deseable que su triste destino de encierro.

-...¡Debe ser horrible no volver a sentir la brisa ni el batir de olas! -enfatizó uno de los más jóvenes.
   El vuelo rasante de una gaviota les sacó del concentrado interés que había adquirido la conversación, era un aviso. En efecto, al poco se dejaron escuchar las voces animadas de un grupo de colegiales que descendían por la escalera del acantilado, algo arriesgado quizás para sus endebles pies, pero sin duda una excursión programada con éxito para descubrir las maravillas de la naturaleza costera. Los cuidadores no escatimaban en precauciones para mantener ordenados a la tropa de jóvenes que, a la vez que bajaban los escalones se distraían en observar y apuntar con el dedo a cada roca, cada gaviota o árbol de curiosa forma o extraña ubicación, que llamaban su atención.
   La paz del lugar se tornó de repente en un jolgorio de risas y chillidos. El tono estridente de alguna de las niñas asustó hasta a las gaviotas, que se elevaron presurosas sin cesar de advertir a sus convecinas. Desde lo alto, contemplaron impasibles el barullo de aquella invasión de turistas...
-Se nota que llegó el buen tiempo... -acertó a replicar el anciano, interrumpido en lo mejor de su historia- ¡Habrá que empezar a acostumbrarse a esto otra vez!
  Abajo, los excursionistas se agolparon junto al faro semiderruído, sin sospechar que eran observados. Los gritos de los niños crecían en desconcierto, hasta que los cuidadores dieron la orden para sentarse en torno al viejo faro y comenzar la merienda. Hasta lograrlo pasó un largo rato de tensión e impaciencia desbordada. Luego, tan atareados andaban en hincarle el diente a sus bocadillos que, por unos breves instantes, pareció regresar la calma a los acantilados, tal vez excesiva para los nuevos visitantes, más acostumbrados al bullicio que al hondo silencio de los lugares inhóspitos. No tardaron, por tanto, en volver a las andadas, primero con canciones en grupo, luego incorporando bailes a los que con dificultad acompasaban de histéricas risotadas forzadas. Una de las cuidadoras tuvo la feliz idea –bien acogida al principio- de iniciar una ronda de chistes y acertijos con el fin de mantenerles al menos sentados en un sitio fijo y acabar así con las peligrosas cabriolas al borde del acantilado. Pero pronto derivó en una exhibición de lenguaje soez y desagradable. El resto de cuidadores cambió entonces de estrategia a fin de reconducir la energía descontrolada de su alumnado y poner fin a los improperios. Al fin dieron resultado sus pretensiones y el turno de juegos trajo al menos una algarabía más pausada, influída también por la fatiga de algunos de los muchachos que no habían cesado desde su llegada de gritar y brincar. Una de las pequeñas se dirigió al grupo a voz en grito:
-¡Mirad! Esa roca parece una cara... ¡Sí, mirad, la he visto reírse!
  Todos prorrumpieron en sonoras carcajadas burlándose de la desatinada imaginación de la chiquilla...
-...Sí, sí... ¡Y allí otra! ¿No veis que tiene la boca abierta?
   La burla se extendió como la pólvora, a cada instante más carente de gracia; al desternillante ambiente de antes le sucedió un insoportable recelo que se escapaba así de las manos e intenciones de los apesadumbrados cuidadores. La velada había sido más que suficiente y otra vez revueltos, raudos, se dispusieron a iniciar la marcha de vuelta no sin la consabida complicación de aunar en fila a toda aquella desbandada de niños inquietos, si cabe ahora aún más pesados ya que acusaban las secuelas del cansancio y el aburrimiento. El enfado en la despedida llenó el enclave de lloros e insultos, los cuidadores intentaban poner las paces entre los puñetazos y empujones con amenazas de castigo, agobiados por tanta impotencia ...
-Sí, mira aquella roca... Parece la nariz de una bruja... -insistía la pequeña ante la indiferencia del resto.
   El grupo de niños siguió la inclinada ascensión de regreso por los escalones del acantilado entre risas y llantos y, a lo lejos, se fue perdiendo el rumor de voces hasta terminar por desaparecer del todo. El anciano no pudo evitar recriminar a los turistas el mal sabor de tarde que le habían dejado...
-No sé si me acostumbraré a esto alguna vez...
   Otro de los jóvenes, que observaba la situación desde arriba, animó al viejo para que continuara con su historia, pero el mayor les mandó callar:
-Shsss... ¡Parece que vienen! ¡Poneos serios!
   Una de las cuidadoras había bajado de nuevo hasta el acantilado. Su mirada se dirigía nerviosa por cada esquina, deambuló un rato alrededor del faro, por los sitios donde antes había acampado la excursión hasta dar con la mochila extraviada. Luego, sin dejar de lanzar esporádicas y desconfiadas miradas sobre las rocas, se apresuró en volver en pos de los niños.
   La tarde ahora se vestía de dorados reflejos que el sol poniente pintaba en los acantilados. Las sombras del crepúsculo se proyectaban entre las rocas dando la sensación de que se alargaban, parecían moverse...
-¡Vaya pandilla de desalmados! ¡Prefiero a las gaviotas! -gruñó la gruta abierta, que mostraba restos de papeles y plásticos amontonados en su entrada.
   ...Los acantilados jóvenes no dejaron de reírse, mientras la noche extendía sobre ellos el mismo manto oscuro que venía empleando desde hacía siglos.



*<<Publicado en Revista Arco, 2008.>> 
© Luis Tamargo.-

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