Aprovechó
para reponer fuerzas y aguardó confundido entre las rocas del acantilado como
otra sombra más, recortado entre los rojos y amarillos del crepúsculo. Aquella
era la noche. Por eso, cuando el mar retrocedió El Montañés avanzó a pie por la
orilla de aquella lengua de arena, para no dejar huella. Ya en la entrada se
topó con el guardián, sorprendido en el primer sueño. Cuando el amanecer
llegase lo encontraría así, dormido para siempre en la herida abierta de su
cuello. El Montañés cruzó los amplios corredores con la daga del guardián. A
través del enrejado pudo observar a las vírgenes en inquieto revuelo,
nerviosas, quizás por las novedades que se presentían. Algunas aún sin velo
acercaban su hermoso rostro al enrejado, curiosas. Del fondo del pasillo,
apresurado, surgió el otro guardián que custodiaba la puerta del santuario,
pero antes de que desenvainara la daga del Montañés silbó una canción de muerte
al clavarse en su pecho. No había tiempo que perder, así que exploró cada
rincón del recinto hasta dar con lo que andaba buscando, justo sobre el altar.
Luego, empuñando el vaso sagrado de Rankha, abandonó el
Palacio por el pasillo de arena que se abría entre las olas.
Se
dirigía al lugar donde le aguardaba su montura cuando algo hizo que se
agazapara, inmóvil. Siempre ataba a su yegua con media vuelta, estaba enseñada
a soltarse ella misma en caso de peligro, por lo que aquel resoplido impotente
solo auguraba imprevistos. No tardó en distinguir al grupo de soldados del
relevo de la guardia, apostados a la espera entre los árboles. Con sigilo, se
arrastró en dirección al acantilado para ocultarse. Desde allí, podía observar
el trajín de caballería que atravesaba el pasaje de arena hacia el islote del
Palacio; habían dado ya la señal de alerta. Especialmente se fijó en aquel
jinete de capa larga y turbante malva, parecía algo más que un cabecilla. Dos
cadenas doradas le pendían del pecho y sus gestos eran enérgicos al impartir
las órdenes.
A El
Montañés le dio la impresión de que ocurría algo más que la precipitada
organización de su captura, sobre todo, cuando el grueso de los jinetes marchó
en su busca y el otro grupo que lideraba el de la capa permaneció en el islote.
Enseguida obtuvo la respuesta. No era de extrañar que para un grupo de
desalmados también resultaba tentador el bello tesoro que guardaban las paredes
del Templo sagrado... Iban sacando a las vírgenes ultrajadas, después de
satisfechos los instintos de su apetito más primitivo y, una a una, eran
degolladas a la entrada del templo antes de caer al mar. La oportunidad era propicia
para posteriormente echar la culpa al extranjero y proclamar la guerra a los
profanadores.
¡ FELIZ LECTURA, AMIGOS/AS !
2 comentarios:
Pobres virgenes, qué culpa tendrían de nada.
Buen relato Luis.
Tengo que decirte que me cuesta leer de esta manera que los preparas. A veces la letra se confunde con el fondo y mi vista no es muy buena.
Abrazos
...Sí, Trini, reconozco que distinguir la letra puede resultar dificultoso en algunas de las presentaciones, pero estos relatos ya les tengo escritos también en otros de mis blogs. No obstante, amiga, tomo nota de la sugerencia. Tal vez cuando disponga de más tiempo me decida a incluir el texto completo. Gracias por tu seguimiento, Trini... TE SALUDO:
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