Se
arrastró hasta el lugar del asalto, entre los cuerpos semienterrados, atraído
por los gemidos de uno de ellos, malherido. La daga le había atravesado el
omóplato de parte a parte, pero sin conseguir matarlo. El Montañés lo envolvió
con las ropas de otro cadáver y taponó la herida. Luego, lo izó del otro hombro
y lo obligó a caminar en dirección a la duna que había servido de otero a los
jinetes fantasmas. Se dejaron caer por la pendiente suave y larga y, a duras
penas, aún remontaron otra duna más elevada. Entonces, desde lo alto,
vislumbraron las copas verdes del oasis, semejaban torres fortificadas de un
paraíso perdido en la arena. Y no era un espejismo porque ambos lo vieron y
porque el herido pareció recobrar fuerzas acelerando el paso hacia el vergel.
Antes de
alcanzar sus orillas las gentes del oasis salieron al encuentro. Se llevaron en
palio al guía herido y agasajaron a El Montañés con comida y vestimenta limpia.
Los efluvios del aguardiente, después, le ayudaron a descansar. A la mañana
siguiente, El Montañés pudo disfrutar del primer baño en varios meses. Luego,
le condujeron a la amplia sala donde, sentado, esperaba el hombre que rescató
de la caravana. Su aspecto aseado y bien atendido le hacía parecer otro. Les dejaron
a solas y conversaron durante horas, de modo que El Montañés pudo conocer
algunos detalles importantes para entender el significado de los acontecimientos
más recientes.
La
historia del guía desveló la identidad del misterioso barbudo de la capa, jefe
de la Guardia de Omar Muhar, primo hermano del Califa y heredero legítimo,
según sostenían con violenta insistencia sus seguidores. El Montañés escuchaba
con atención los detalles, solo interrumpidos por la sirvienta que, en
silencioso respeto, entraba para ofrecerles infusiones o aguardiente. El
Montañés aceptó la taza que le ofreció la mujer... Sus rasgos estilizados
quedaron visibles al destaparse el velo mientras vertía el líquido. Cuando la
bella mujer le tendió el brazo a El Montañés tampoco le pasó desapercibida la sensual firmeza de su mano, que apretó al tiempo que le
preguntaba el nombre...
-Yaira, me llamo Yaira... -musitó
ella, apartando los ojos de su mirada intrigante.
A El
Montañés no le quedó otro remedio que seguir atendiendo las explicaciones del
amigo guía que, en señal de agradecimiento por haberle salvado la vida, le
invitó a salir de la tienda para recoger el regalo al que tenía prohibido
rehusar: un camello descansaba afuera, atado a la vegetación, era suficiente
para llegar hasta El Pierjel y para, después de venderlo, comprar el pasaje
rumbo al Continente.
Cuando
tuvo que abandonar el campamento, El Montañés se despidió con un último vistazo
sobre los muchachos que se agolpaban bajo las palmeras, junto a las tiendas
donde descansaban los hombres y, a la sombra, algunas mujeres parecían también
despedirse en silencio... Distinguió entre ellas a Yaira, que agrupaba a los
niños, sin perderle de vista. Como buen beduino, su guía amigo le engañó con el
regalo: no era rápido sino un viejo camello, pero no le mintió en los dos días
que le separaban del afamado puerto de El Pierjel.
Era de
tarde cuando la embarcación zarpaba. Desde cubierta, El Montañés aún pudo
observar al grupo de jinetes que irrumpió con estruendo en el puerto y las cadenas
de oro que el cabecilla lucía en el pecho. Se alegró por fin de dejar atrás el
bullicioso ajetreo de aquel puerto atestado de gentes y pertrechos y, cuando la
noche entraba, se recostó en popa. Por unos instantes, imaginó a Yaira
despojada del velo, desnudo el torso a lomos de su montura, empuñando firme el
arma a galope, entre dunas, hacia un horizonte de arena...
¡ FELICES LECTURAS, AMIGOS/AS !
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