Prefirió
huir hacia la espesura en vez de hacer frente a un número desconocido de
asaltantes. Podían ser torpes, pero no estúpidos cuando empuñaban un arma. La
noche estaba cerrada y alzando el fusil como el machete más certero, se abrió
paso en la oscuridad, rápido, corriendo entre los árboles, hacia el río. Los
disparos silbaban a su alrededor sin acertar y, de un salto, se zambulló en las
aguas gélidas del Athur, caudaloso en ese tramo, pero peligroso y veloz cuando
desemboca más abajo en los rápidos rocosos.
Era
cuestión de tiempo, por eso escogió nadar contra corriente. Distinguió, entre
bocanadas de agua, las sombras de sus monturas recorrer la orilla escrutando la
corriente para dirigirse río abajo, explorando cada palmo.
Avanzar
río arriba resultaba lento y penoso, apenas se ganaban algunos metros y había
que tener agallas para mantenerse el tiempo suficiente y que sus perseguidores
optasen por emprender la búsqueda en la lógica dirección del río hacia
adelante. Con la cabeza sumergida en el agua los cascos de
los caballos suenan igual que truenos, trepidantes. Corriente arriba, se asomó
en la margen opuesta, después de comprobar la ausencia de amenaza. Exhausto y
mojado, con el fusil colgado a la espalda, caminó monte arriba el resto de la
noche, sin descanso, hasta que el frío nocturno le atenazó los músculos e
impidió a sus piernas dar un paso más.
Cuando
despertó el sol estaba en lo alto. Se desembarazó del forraje de helechos que,
a modo de abrigo, le dieron cobijo y, en pie, pudo vislumbrar al fondo los
montes Betsales, una hilera montañosa de diminutas cumbres redondeadas, que
dibujaban la línea limpia de la frontera con el noroeste. Más allá, también
limpio y cruel, el desierto. No había otra salida.
Afrontó
su suerte con la decisión firme que siempre imprimía a sus actos, aún a
sabiendas de que cada paso que daba desierto adentro significaba acercarse a un
final seguro.
Por eso
se tendió, inerte, sediento y sin agua, castigado más allá del límite
sobrehumano, dispuesto a que el fin salvador llegara pronto. Hasta sus ropas
acartonadas por el calor le hacían daño y así, boca arriba, encaró la claridad
inmensa que se adueñaba de todo, a la espera que lo hiciera también de su vida
sin escapatoria...
Ya debía
de estar muerto, pensó, al contemplar sobre sí los rostros de aquellas mujeres
que le observaban. Quizás se encontrara ya en el paraíso que tanto le
prometieron, porque le parecieron tremendamente hermosas, de una belleza
exuberante y salvaje. Sus rasgos eran suaves, angelicales, pero firmes cuando
sus delicados brazos lo voltearon para darle de beber aquella pócima o tal vez
fuera agua. Soñó con ellas, con sus hermosos cuerpos. Si no estuviera muerto
habría jurado que las amó, sobre todo a aquella joven sonriente de lacio
cabello negro, tan brillante como los hilos de plata que lava la luna en el
espejo oscuro del río...
Esta vez
le despertó una bocanada de aire fresco. La cegadora claridad de antes dejó
paso a un cielo azul diáfano. Le sorprendió la energía con que se puso en pie
y, atónito, contempló las laderas suaves que dan entrada a Ka-Al-Andhul, la
primera ciudad habitada una vez traspasado el Desierto Gran Negro.
Los
ladridos de los perros anunciaron su llegada al entrar en las polvorientas
calles y las gentes comenzaban a arremolinarse en torno suyo con el rostro
incrédulo, pues a la puerta de la ciudad se accede desde la llanura y nunca
nadie antes logró atravesar el desierto desde el oeste y sobrevivir.
Fue el
venerable Thamir quien lo rescató de la muchedumbre que palpaba su fusil y lo
zarandeaba para cerciorarse de que realmente estaba vivo. El anciano lo llevó a
su tienda y lo invitó a descansar...
-Se puede vencer al frío y al calor, pero no a los
guardianes de las arenas...
-mascullaba mientras le
ofrecía el amargo
té con el que comercian los viajeros del desierto.
-A menos que...
Quizás fue
la respuesta del anciano desvanecida en el aire o quizás el primer trago que
templaba su estómago en muchas jornadas, lo cierto es que una sacudida hizo
estremecerle hasta el entendimiento. Por unos instantes, resucitó vívida la
imagen de las hermosas guerreras del desierto, esbeltas a lomos de sus
camellos, sonrientes y ágiles, mientras se alejaban a galope y se perdían en la
árida atmósfera de arena donde el sol extendía sus dominios. Al igual, con el
segundo sorbo de té, se desvaneció el hechizo de su recuerdo y, a cambio, una
sombra de duda empañó su mente ahora confusa... Quizás las diosas del desierto
solo existieran en un sueño, quizás fueran eso, un espejismo, un deseo...
Afuera,
en la plaza, los camellos descansaban en círculo, impasibles, a la espera de la
próxima caravana que reanudara su marcha itinerante hacia otros horizontes de luz...
¡ FELICES LECTURAS, AMIGOS/AS !
2 comentarios:
Sería un sueño o un espejismo, pero un sueño salvador.
PD: Me llegó el mail con el archivo del "Poemario para peques"
Gracias Luis, lo atesoraré con cariño.
Abrazos
...Me alegro, Trini...
SALUDÁNDOTE:
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