jueves, mayo 24, 2018

BALAS PERDIDAS


   A pesar de que era tarde, llegaba justo a tiempo para cenar. Los informes de fin de mes prolongaban en exceso el trabajo; además le disgustaba dejar a su mujer y su hijo solos en casa, tras la ola de robos y asaltos que, desde hacía varios meses, tenían atemorizada a toda la urbanización. Uno de sus vecinos, el juez Straiton, ahora jubilado, había propuesto crear patrullas de vigilancia organizadas por ellos mismos, pero Terry era más partidario de encomendar la tarea a los auténticos profesionales de la seguridad, aunque él ya había tomado sus medidas particulares de prevención.
Cuando entró en casa encontró a Clarice y al pequeño Matt ya a la mesa.
–No hemos hecho más que sentarnos –saludó ella, incorporándose; después de un fugaz beso de bienvenida, se dirigió a la cocina.
El pequeño Matt se abalanzó sobre su padre.
–¡Papi, papi, vamos a jugar, papi!…
Terry sonreía mientras le abrazaba. Últimamente no había quien le quitara al niño aquellas palabras de la boca: jugar, jugar… A fin de cuentas eso es lo que, con casi diez años, tenían que hacer los niños.
Le sentó sobre sus rodillas y, antes de que volviera la madre, sacó el revólver que guardaba en la gabardina; sabía que a ella no le gustaría. Sujetó la mano del pequeño entre las suyas y, empuñando el arma, apuntaron hacia el techo…
–¡Pam, pam! –el pequeño Matt disfrutaba sin dejar de disparar hacia el televisor, la lámpara, los cuadros– ¡Pam, pam, pam!...
Clarice regresó con su cena sin disimular un gesto de desagrado, pero Terry reaccionó con rapidez:
–¡Venga, ahora a cenar, se acabó el juego!...
No obstante no se libró de la consabida reprobación de su esposa.
–Sabes que no me gusta que juegues con eso, Terry, no deberías acostumbrarle a…
–¡No es para tanto, mujer! –atajó él, intentando embromar la situación–. No se cansa de jugar este chiquillo…
Ella pareció ceder, se acordó de repente de que la señora Levin vendría de visita, al día siguiente.
–Mañana se hartará de jugar con Philip, su amigo del alma. La señora Levin quiere enseñarme las fotos de sus últimas vacaciones.
Durante la cena charlaron del trabajo, de sus próximas vacaciones y de las recientes incidencias en el barrio…
–¿Sabías que atracaron al matrimonio Conway el pasado fin de semana? –Clarice enseguida le puso en antecedents, con todo lujo de detalles–. Se encontraron con media casa desvalijada, a su vuelta. Dice la policía que no se toparon con los ladrones dentro de puro milagro…
A Terry comenzó a disgustarle el tema de conversación, pero Clarice continuaba adelante con la explicación de los pormenores.
–…Fíjate que el chalet de los Scovell está pegado al suyo y Joie Scovell no oyó nada. Me la encontré este mediodía, a la salida del colegio. No hablan de otra cosa…
Pero Terry ya no atendía. Se levantó de la mesa y, con el pretexto de subir la gabardina a la habitación, puso fin a aquella preocupación que amenazaba con enquistarse y tanto malestar le provocaba.
A la tarde siguiente se las ingenió para aligerar el trabajo y llegar temprano. Aún estaba la señora Levin con Clarice, mientras los dos chiquillos correteaban por la casa.
–¡Hola a todos! ¿Qué haces, hijo?
–¡Estamos jugando, papi! –saludó el pequeño, mientras subían escaleras arriba hacia la habitación.
–¡Siéntate, cariño, mira qué fotos! –Clarice le señaló un sitio en el sofá–. Déjales que jueguen allí, al menos podremos estar un rato tranquilos…
No fue preciso insistir demasiado para que Terry acogiese de buen grado la invitación; también aceptó la taza de café que su esposa le preparó, mientras escuchaba las anécdotas del viaje de la señora Levin, dispuesto a dejarse distraer por una velada animada. Tan absortos andaban entre risas y curiosidades, que tardaron en percibir el extraño silencio con que suele anunciarse la tragedia. Pero ya era tarde.
El eco de la detonación resonó con estruendo por toda la casa, mientras el café se derramaba entre las fotos y, alarmados, saltaban de sus asientos. Impulsado por un resorte invisible, Terry subió de dos en dos las escaleras, hacia la habitación de arriba… El pequeño Matt sostenía la pistola aún humeante entre las manos y, tumbado a sus pies, su amigo Philip se tapaba los oídos con expresión horrorizada. Las mujeres gritaron sobrecogidas cuando Terry arrebató el arma a su hijo y, nervioso, comprobó que ninguno de los dos había sufrido daños.
–¡Gracias a Dios! ¡Qué susto!... –exclamó girándose hacia su mujer. 
La señora Levin sostenía en brazos a su hijo, sin dejar de sollozar, mientras el pequeño Matt se entregó al regazo de su madre, pálido de miedo. Clarice se percató entonces del agujero de bala que había perforado la puerta lacada del armario.
–¡Maldita sea, Terry! Te dije mil veces que un día…
Al abrir el armario Clarice chilló de nuevo apartándose, espantada, cuando un cuerpo ensangrentado cayó sobre ella, con todo su peso muerto. Terry se acercó con el arma en la mano. El hombre tenía el rostro oculto por una malla y un tiro le atravesaba el centro del pecho. Agachado junto a él, extrajo del bolsillo de la americana algunas joyas que asomaban; reconoció el collar de brillantes de Clarice y uno de sus relojes de oro…
Aún no se habían repuesto del estupor, cuando el sonido de dos detonaciones más les llegó desde la calle. Terry se acercó a la ventana, abierta de par en par; se asomó entre las cortinas que ondeaban. Abajo, su vecino el juez Straiton repartía órdenes entre un grupo de hombres, que trataban de inmovilizar a otro, contra el suelo. El juez se dirigió a él:
–¿Estáis bien, Terry?
–Bien, sí… ¿Qué ha pasado?
–Vuestro disparo nos alertó; también debió de asustar a este, que salió corriendo de mi casa, tratando de huir, pero esta vez hemos andado listos –el juez tomaba aire a cada palabra, sin poder ocultar la ansiedad ni la satisfacción por la captura–. Es el hijo de los Lenz. Había otro más que logró escapar, pero los vecinos le han reconocido: se trata del nieto de los Breen; dicen que su hermano también está metido en esto. Son chicos del barrio, ¿te das cuenta?, de aquí… Llama a la policía, Terry…
 Se giró sin soltar el arma hacia las mujeres que, en un rincón, se abrazaban, agarradas a los niños. Se acercó hasta el teléfono y quiso descolgarlo, pero no pudo. La pistola aún estaba caliente, podía sentir su calor  metálico  en la  mano.  Una  quemazón que  pesaba,  le  pesaba demasiado



*<<Relato ganador del III Certamen de Relato Corto de la Asociación "Pasucos" 
de Alumnos Senior de la Universidad de Cantabria, 2019>>
© Luis Tamargo.-

 http://web.unican.es/noticias/Paginas/2018/enero_2018/Fallados-los-Premios-Literarios-del-Consejo-Social-2017.aspx 

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viernes, mayo 11, 2018

MIL METROS LIBRES


   Cuando sonó el teléfono acababa de acicalarse el bigote que le había acompañado en sus últimos veinte años de abogacía. Sin soltar las tijeras atendió la llamada con la otra mano...
 -Entendido, acudiré de inmediato.
   La prisión de alta seguridad de Sacramento queda a apenas diez minutos de autovía desde el núcleo urbano, elevada sobre un minúsculo promontorio goza de uno de los enclaves geográficos más idílicos y seguros que puede desearse para este tipo de construcciones. A la orilla del mar, del que le separa tan sólo una banda ancha de arena, la prisión se erige en obstáculo insalvable frente al paisaje.
   Rodolfo Mantini era uno de estos cientodoce privilegiados. Desde el ventanal superior de su celda podía disfrutar del inmenso horizonte marino e, incluso, llegaba a atisbar parte de la playa que desembocaba en la franja costera. De las conversaciones con otros reclusos sacó la conclusión de que, paralela a ella, transcurría el ramal de una autovía cercana, pero que si uno atravesaba la playa en todo su largo, con sólo cruzar la carretera podía adentrarse ya en la población y, una vez allí, acceder a un vehículo o a la estación de trenes resultaría aún mucho más fácil. Claro que estas últimas cavilaciones ya formaban parte de su cosecha propia pues con nadie compartió la urdimbre de su plan. El mes anterior su compañero de celda contigua, un ex director bancario, apareció con un nudo de sábanas atado al cuello y, si algo tenía claro, era que no estaba dispuesto a sucumbir a aquel lento martirio sin ofrecer resistencia. Le ayudaba aquel océano vecino, el rumor de olas que cada noche mecía en calma las inquietudes que durante la jornada desgastaba en tramar una vía de escape.
   Se había estado preparando durante años, alguno menos de los que llevaba encerrado, pero más de los que pensaba permanecer allí, pues su condena nunca le permitiría salir. A sus cuarenta y cuatro años la forma física era un objetivo que recuperar, aunque sin demasiado sacrificio pues, si bien en los últimos años de la universidad las tareas del profesorado le mantuvieron en exceso ocupado, tampoco le impidieron dedicar tiempo al equipo de baloncesto del que era tutor. Así que, con unos estiramientos y una serie de ejercicios practicados con regularidad terminó de ponerse a punto, consciente de que una playa de apenas un kilómetro lo separaba de la libertad.
   Le preocupaba más escoger el momento apropiado y, sobre todo, aguantar y esperarse al día señalado; debía ser noche cerrada y las últimas mareas vivas de Septiembre tenían como culpable a una luna esplendorosa y radiante... Por eso, cuando se vió al otro lado del muro sabía que no tenía tiempo que perder. Tampoco podría correr paralelo a la orilla pues las olas delatarían su figura, así que emprendió la carrera por en medio de la playa, a través de aquella pista de arena de mil metros, distancia suficiente para dosificar y aumentar gradualmente el esfuerzo y la velocidad. En los cien primeros metros cogió tono, luego acrecentó la intensidad, era cuando había que entregarlo todo. La velocidad se nutre de su propia inercia acumulativa y, a su vez, la energía desarrollada se multiplica en progresión geométrica hasta alcanzar un clímax crítico, trepidante, capaz de mantenerse otros centenares de metros y que suele coincidir con el instante previo a la entrada a la meta. Dentro de aquella oscuridad, sin embargo, el suceder ininterrumpido de rápidas zancadas estalló de improviso en el punto más álgido de la trayectoria...
   Cuando el abogado llegó a la prisión aparcó al borde de la playa. Durante el trayecto vino repasando en su mente los recuerdos de aquel caso del catedrático de Historia y Arqueología que le tocó resolver en su día. Solamente testificó a su favor la casera, aquella señora relató el alma caritativa de su cliente cuando recogió un perro atropellado y lo llevó a una clínica veterinaria para que fuera atendido. Sin embargo, al Jurado le impresionó más el hallazgo de la familia del catedrático, asfixiada en el interior de su coche por los gases de una segadora. Rodolfo Mantini nunca se autoinculpó, tan sólo se limitó a callar. Nunca más habló.
   El abogado se acercó al grupo de policías de la Unidad Central Operativa que examinaba los restos en mitad de la playa. Junto al cadáver del fugado un peñasco de arista rugosa emergía de la arena, desafiante. El cuerpo mortalmente herido de Rodolfo Mantini estaba marcado por el corte fatal del encuentro con aquella roca. El abogado identificó afirmativamente el cadáver de su antiguo cliente, luego un capitán le explicó las circunstancias del brusco choque en la oscuridad más completa y, señalando a la policía científica, dejó entrever que la historia no acababa ahí.
   Fue en los meses sucesivos y a través de la prensa que el abogado se enteró de los nuevos avances. Antes, fue preciso recabar los correspondientes permisos, pues aquella enorme roca sembrada en medio de la playa formaba parte de la sempiterna geografía de Sacramento. Cuando las excavadoras removieron el lugar fueron apareciendo los otros restos que ocultaba aquella punta de iceberg, correspondían a las segundas ruinas mayas -que se conozcan- construídas en la orilla costera. El abogado pensó que Sacramento ya había empezado a cambiar, quizás dejaría de ser el sitio tranquilo que antes fue. Dobló el periódico, mientras sonreía inexpresivo por su reflexión...
 -...¡Al final todos consiguen su sueño!



*<<Publicado en Antología Certamen Grupo Búho, 2004.>>: 
© Luis Tamargo.-

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martes, marzo 09, 2010

LOS EPISODIOS DE EL MONTAÑÉS

   
   No era El Montañés hombre al que asustaba el peligro. Al contrario, no huía ni se escondía cuando se embarcó en uno de los galeones que realizaban el trayecto desde Acapulco a Manila. Nada le ataba al lugar donde nació y se consideraba aún demasiado joven para conformarse. Hasta donde conocía, su madre había llegado al oeste americano de la mano de su esposo, un lancero del ejército español, que intentaba poner orden en un territorio ocupado a los nativos que, no obstante, se resistían y plantaban férreas dificultades a una conquista definitiva.
   Su suerte habría sido otra de haber sido su padre aquel lancero, pero no fue así. Su madre le contó que había sido raptada por tribus apaches en uno de sus continuos ataques a la población de la frontera. Y él nació dentro de la tribu, fruto de aquellos guerreros de quienes aprendió las artes de la más vital de las supervivencias. Diestro con el cuchillo, el arco y la lanza, el contacto con el hombre blanco le valió para manejar distintas lenguas y también las armas de fuego. La presión que ejercían otras tribus desde el norte, que negociaban con los franceses, les obligaba a aprender rápido, sobre la marcha, en ocasiones a un precio muy alto. Era aquella una especie de guerra de todos contra todos, donde la pertenencia a un bando quedaba reducida a la única fidelidad posible, la de la lucha por la vida.
  De una de aquellas escaramuzas con los comanches escapó con aquel fusil, que se convirtió en su única compañía inseparable, durante la larga travesía hacia oriente.
  Sin embargo, la llegada a aquel nuevo mundo no le pareció en nada diferente del mundo del que provenía. Allí escuchó el nombre de la India. Ya lo había oído antes, en su tierra se lo habían llamado a él. Y El Montañés hacía caso de las señales… 
   En cuanto supo que la costa continuaba al otro lado de la isla, se dispuso a actuar. Durante los años que duró su periplo en el continente asiático, su destino estuvo ligado a los diamantes, fuente de todo mal, aunque también de la mayor de las riquezas a la que podía aspirarse en aquellas latitudes… Pero no iba con el carácter de El Montañés el lujo desmedido ni atesorar propiedades. Por ello, fiel al espíritu libre por el que se guiaba, supo reconocer cuándo se impuso el momento de regresar.
 Aunque no fue fácil encontrar un bajel que aceptara una yegua como tripulante, el cuantioso pago satisfizo al envilecido patrón, que trataba de convencer a El Montañés de que la carne de caballo les resultaría a todos más útil.
   De regreso al continente americano, El Montañés espoleó su cabalgadura en cuanto arribó a puerto. Probó fortuna en algún que otro rancho fronterizo, con desalentador resultado. Y acabó volviendo a los orígenes; se sentía a gusto realizando tareas de trampero en las montañas. La llegada del ferrocarril cambiaría aquel paisaje y, tras un intento fallido de acceder al paso del norte, decidió desaparecer en dirección a alguna aldea remota de la cordillera andina.

 El Montañés no fue sino un personaje de ficción, su historia bien pudo haber sido… Pero, ¿acaso no es eso una leyenda?


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sábado, enero 30, 2010

OTRO CAPITULO DE EL MONTAÑES

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   No era la primera vez que utilizaba el paso oriental, la antigua ruta que unía el norte asiático con los bosques americanos, pero sí lo era atravesarla en pleno invierno. Durante los últimos meses había compartido correrías con otro trampero lapón, un experimentado indígena que también acusó las ventajas de estar bien acompañado en épocas difíciles. La destreza con el cuchillo y la afinada puntería en el tiro les permitió sobrevivir en las duras condiciones que el temido invierno allí imponía. Además, los aires de guerra que asolaban la región creaban aún menores expectativas de futuro. Sin embargo, la oportunidad del negocio con los renos que surgió casualmente quedaba mermada si tenían que participar ambos, no daba para tanto y, allí, las oportunidades no podían desecharse, pues significaba errar el tiro.
A la mañana siguiente le despertaron los disparos y el bullicio de las calles. En la choza no quedaba ni rastro del compañero ni de sus enseres. Había desaparecido y se había llevado también su caballo y silla incluida. El Montañés apretó con rabia el fusil con el que dormía y salió a la calle. El humo que levantaban los ataques y los saqueos entre la población obligaban a la huida inminente. Hubo de cruzar la frontera a pie, evitando los caminos donde se ocultaban los bandoleros prestos al pillaje. Tardó semanas en bordear montañas, días enteros en escalar sus riscos, hasta llegar por fin a los hielos. Mucho antes ya empezó a dejarse notar el frío. No fue difícil hacerse de un trineo, gracias a su habilidad con el hacha los leñadores no despreciaron la ayuda de un par de fuertes brazos voluntariosos.
El paisaje ahora era blanco brillante por los cuatro costados y aún pudo toparse camino al gran lago con las pistas heladas, que hacían daño con solo mirarlas. En medio de una de ellas, desde la distancia, pudo reconocer a un viejo conocido... El hielo había cedido al paso del lapón que, hundido con el peso de toda su mercancía, tendía la mano desesperada en señal de auxilio. La gélida grieta ya se había tragado su trineo y parte de los perros. El Montañés no quiso mirar atrás, indiferente y distante, prosiguió su marcha adelante intentando eludir el borde lateral de la pista central. Ser compañero es una palabra muy seria y él era poco amigo de hablar en vano. Ni le importó ni acabó de ver cómo la mano rígida de su antiguo compañero se sumergió al tiempo que el último de los perros.
Le observaron como a un loco a su llegada al campamento de Tsulum, el puesto más avanzado al norte. Nadie en su sano juicio recorrería en solitario la estepa congelada, por lo que su hazaña le granjeó la confianza de los guías. Después de un día de descanso se puso nuevamente en marcha acompañado esta vez de tres trineos, los de los guías que también se dirigían al estrecho. La travesía fue igualmente dura y los perros llegaron exhaustos a la otra margen. El siguiente tramo montañoso fue preciso hacerlo a caballo, pues había que recorrer los sinuosos senderos nevados entre la roca. Al reemprender el viaje, el celaje que iba cobrando la mañana no hacía augurar una fácil jornada y el cielo cobró el color oscuro del final de la tarde, como si no hubiera amanecido. Los guías miraron hacia arriba, en dirección de donde soplaba el viento helado, sin poder disimular el gesto de preocupación por el temporal que se cernía sobre los cuatro jinetes. De inmediato, una endiablada ventisca pareció adivinar sus temores y vino a sumarse a las complicaciones, impidiendo vislumbrar el camino que debían seguir delante suyo. Casi al borde del precipicio se detuvieron intentando hacerse entender mediante señas, era necesario resguardarse y esperar. Sin embargo, un tremendo estruendo irrumpió brusco, seguido de un imprevisto alud que arrollaba todo a su paso. Apenas hubo tiempo para maniobrar, la nieve se llevó de un golpe hombres y caballos confundidos en la nieve, sepultados en aquella muerte blanca. A El Montañés le sonrió mejor fortuna, la avalancha le hizo sobrevolar las copas del bosque que descansaban precipicio abajo y su cuerpo chocó contra las ramas de los árboles antes de caer al tapiz acolchado del frío suelo.

No recobró el sentido hasta varios días después, en la tienda de la vieja india Gundira, que velaba el cuidado de sus heridas. Y todavía tardó más en articular palabra. Desconocía la lengua de los Shumsira, pero sobraban gestos para darse cuenta de que la hospitalidad que le regalaban obedecía a un precio previamente pactado. Durante la noche y cuando la vieja Gundira salía al poblado para atender las tareas del día, su nieta se acostaba junto al cuerpo entumecido del montañés y le daba calor. El trampero fue así recobrando fuerzas y pudo descubrir el oculto trato que la vieja perseguía. Su interés consistía en aprender la técnica de los nudos para las trampas y en especial para la pesca, se lo había visto hacer a los europeos. A El Montañés no le disgustó el trueque, lecho y alimento a cambio de trampas y pescado. Aunque aún mantenía un brazo en cabestrillo casi se divirtió mientras duraron la enseñanza y práctica de sus artimañas de trampero.
Una mañana se desprendió de los vendajes que le habían atenazado el brazo, repuesto por el ungüento de la vieja india, liberado y dispuesto a utilizar ya ambas manos. Aquel hecho supuso, sin embargo, el fin de su placentera convalecencia. La vieja Gundira empuñó la lanza con una fiereza exagerada para su edad y, con la punta amenazándole el pecho, puso fin obligado a su estancia en el poblado. El Montañés se alejó a lomos de su montura, regalo de los indios Shumsira, una yegua cobriza a la que llamó Estrella, como a la primera que tuvo. Desde lo alto del cerro contempló el valle, el poblado descansaba en un remanso del río... No pudo despedirse de la joven india, sin duda, aquel hubiera sido un buen lugar para vivir.
Todavía cabalgó las orillas de las selvas que se adentraban al interior y, hacia el sur, descendió los rápidos alternando canoa y montura. El horizonte de polvo le confirmó que ya andaba cerca de las ciudades. Le hablaron de las minas que daban oro, de la riqueza que brotaba virgen de la tierra y, así, tuvo ocasión de cruzar la gran llanura desértica por los tortuosos caminos del ferrocarril. Para alcanzar el altiplano, no obstante, aún quedaba algo más que un largo trecho.
 ...El Montañés se recostó en el asiento del vagón, el sombrero le caía en el rostro, casi le cubría el mentón. En el hueco de su antebrazo, el fusil. Y con las manos entrelazadas sobre el pecho tarareó una tonada... Sí, era la primera vez que se oía a sí mismo en mucho tiempo.

¡ FELIZ LECTURA, AMIGOS/AS !

sábado, enero 09, 2010

MÁS ALLÁ DEL BOSQUE

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   No podían avanzar más rápido. La cojera del compañero les retrasaba el paso, aunque cada día recorrían varios kilómetros. No es que se conocieran de toda la vida, apenas cuatro años atrás, pero la calaña de sus tropelías los había unido mucho más allá que las esposas que atenazaban sus muñecas. Primero fue el desfalco aquel en el Banco donde coincidieron, después otro y otro más, hasta que fueron encarcelados. Quizás demasiado jóvenes para estar dispuestos a pasar el resto de su existencia entre rejas, sí, por eso lo decidieron durante el trayecto que los conducía a la prisión de alta seguridad en Dolbler. Había que arriesgarse.
Se deshicieron del vigilante que los custodiaba, estrangulándole entre sus esposas y, antes de que el otro soldado, que esperaba en el vagón contiguo, lo percibiese, saltaron... El tren se adentraba ya en los túneles que atraviesan la gran cadena montañosa y aún pudieron escuchar su pitido, mientras caían puente abajo. Fue una caída limpia, desde más de veinte metros de altura, hasta el cauce caudaloso del embalse salvador que les acogía. Sin embargo, en la orilla el compañero ya se quejó, tal vez una mala posición de las piernas al entrar al agua, pero el pie izquierdo se quedó resentido.
Caminaban despacio, intercalando breves descansos que cada vez se prolongaban cada menos tiempo. Dentro del bosque, el hallazgo de la cabaña de un trampero les sirvió de consuelo y supuso la reposición de víveres para unas cuantas jornadas más. Así, llegaron a las montañas. En su huída, a veces, instintivamente echaban la vista atrás. Habían transcurrido varias semanas desde su fuga y, tarde o temprano, casi esperaban encontrarse con la patrulla que habría ya salido en su búsqueda. Así, siguieron camino seguro por la línea que separaba el bosque de la montaña. Desde lo alto podían observar si alguien se acercaba y siempre tenían el bosque a mano para adentrarse y escapar. Lo que nunca imaginaron fue que solo un jinete apareciera en el horizonte tras ellos y, hasta cabía en lo posible que ni siquiera formara parte de la patrulla. Lo observaron desde lejos en su lento cabalgar, se diría que impasible, hasta que estuvo lo suficientemente próximo para alcanzarlo de un disparo... Lo que hubieran dado entonces por un arma! El jinete detuvo su marcha, obedeciendo a un sexto sentido al que solo son capaces de atender los expertos en el terreno. Y permaneció allí, en pie junto a su montura, inmóvil. Precisamente, era aquella inmovilidad lo que les inquietaba cada mañana. Hubieran avanzado más o menos durante el día entero, a la mañana siguiente la silueta oscura de aquel endiablado jinete permanecía quieta, siempre a la misma distancia. No había lugar a dudas de que sabía de su presencia, pero aquella persecución calculada les obligaba a cambiar su estrategia. Ahora más que nunca había que evitar los espacios abiertos, ya no podían utilizar el borde rocoso de la montaña para su huida, pues quedaban a la vista de su perseguidor. Además, también ignoraban lo que podría tardar en aparecer el resto de su cuadrilla, por lo que se desviaron al interior del bosque. Allí podrían ocultarse, incluso emboscarse y, quizás, si daban con el río podrían huir más rápido y borrar su pista.

Nada más adentrarse en el bosque volvieron a oir aquellos aullidos escalofriantes. Los habían escuchado ya anteriormente, cuando dormían en la montaña y contemplaban la frondosidad del arbolado desde lejos, pero ahora no quedaba otra salida. Las ansias por adelantar camino y la torpeza del compañero para sostenerse en pie dificultaban la marcha entre la vegetación. Cuando volvían la vista cada hilera de árboles parecía un jinete y resultaba inútil distinguir la dirección de los ruidos. En el bosque todo hablaba, la madera que crujía a su paso, las copas repletas de hojas que removía el viento, las aves alarmadas por los extraños y aquellos aullidos, tremendos lamentos que sobrecogían... Les resultó imposible reconocer entre la maleza las hordas de atacantes que se les echaron encima. Caían de las ramas altas y surgían de la espesura como un enjambre salvaje que, en un instante y sin oposición, les redujo. A los fugitivos nadie les contó de los guerreros Colchalkes, nunca oyeron hablar de la fiereza de aquella especie aparte de hombres que en el idioma de la selva se hacían llamar “lobos del bosque”, aunque parecían adivinarlo a juzgar por las pinturas y, sobre todo, por sus gestos bruscos y agresivos.
 Casi fueron arrastrados hasta el poblado Colchal, en un claro del bosque. El compañero gritaba de dolor, pero pronto cesó el sufrimiento cuando un golpe certero de hacha le partió el cráneo. El otro, horrorizado, contempló el hacha de piedra levantarse en el aire... Pero el guerrero quedó inmóvil, mientras se volvía al tiempo que el grupo. El Montañés atravesaba con calma la linde del bosque sobre su montura cobriza, hacia la ladera rocosa... El jinete silbaba una melodía ininteligible. Cuando su figura iba a desaparecer ante la montaña ahuecó las manos y, llevándolas en torno a la boca, emitió el aullido aquel que el valle devolvió en ecos. Los Guerreros del bosque respondieron aullando al unísono... Luego, el hacha cayó implacable.

¡ FELIZ LECTURA, AMIGOS/AS !

sábado, diciembre 26, 2009

LEYENDA DE TIERRA NEGRA

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   Una vez arriba, desde la cima, El Montañés pudo contemplar entre halos de niebla la emblemática Shamphuroa, una de las siete ciudades sagradas, la dedicada al Trueno y consagrada a la enigmática diosa. Entre ambos mediaba una barrera insalvable, que la naturaleza dispuso a modo de frontera protectora. Les separaba el sobrecogedor cañón de Troujjon, tan profundo que nadie nunca escuchó la caída de una piedra troujja, de reputada dureza. El Montañés se había propuesto esquivar la garganta sin fondo, así que escogió bordearla, aunque ello significase atravesar el bosque de la Tierra Negra, tan espeso como dos noches a caballo. Pero no existía otra alternativa. Cuentan que las temibles tribus que habitan el bosque se convierten en árboles cuando llega la oscuridad, pero El Montañés hizo oídos sordos a estas palabrerías y descendió, lomo abajo, a su encuentro. El día acababa de comenzar y no tenía tiempo que perder. Antes, a la entrada de la espesura, desmontó junto al riachuelo, para que la yegua bebiera. Luego se despojó de su vestimenta y, desnudo, embadurnó su cuerpo entero y el de la yegua con una mezcla de barro fresco y musgo. Arrancó dos manojos de muérdago, que se colgó al cuello y, una vez guardó las ropas en la alforja, emprendió la marcha hacia el interior del bosque...

Desde un principio imprimió un ligero trote a su montura, con la intención de extenderse el menor tiempo posible en tan sórdida travesía. Prefería no tentar a la suerte y evitar comprobar lo que había de cierto en aquellas diabólicas supersticiones. Agradeció al menos no sufrir los fragores del tórrido sol, que caía sobre la zona en esas fechas de bonanza, pero pronto la máscara de barro que les cubría comenzó a agrietarse y, una vez seca, desprendía un cierto olor desagradable, que resultaba incómodo de soportar. Después de haber cabalgado durante toda la mañana comenzó a disgustarle el continuo reino de sombras y humedales que pisaba. Sin desmontar, echó mano de las bayas frescas, que guardaba en la alforja y, desafiando al descanso, aprovechó a reponer fuerzas, sin dejar de avanzar. A ratos, se inclinaba sobre la montura para zafarse de las ramas bajas que, como garras, se enredaban y entorpecían la marcha; en otros, el sendero se abría a golpe de machete. A medida que se internaba la vegetación se iba espesando y, así, la tarde instauraba su oscuro dominio de sombras, casi de improviso. Supo que le quedaba poco cuando el vuelo raso de un mochuelo amenazó con chocar contra su rostro y, sobre todo, cuando pudo observar el fondo blanco de unos ojos que le vigilaban desde la corteza de un tronco. Entonces arremetió a fondo contra la yegua y espoleó hasta el límite la intensidad de la carrera, en una frenética huida hacia la salida del bosque, que ahora se había transformado en una jauría de árboles salvajes, que le perseguían enloquecidos. Una nube de dardos caía a su paso clavándose en la capa de barro endurecido, a modo de escudo. El Montañés frotó la yesca sobre el muérdago y, a galope tendido, arrastró las matas incendiadas durante una distancia lo suficiente precisa para extender las llamas a su alrededor. Los árboles bramaban mientras el fuego crecía e iluminaba los rostros de terror de los que ahogaban sus espasmos de muerte, entre una nube de polvo y humo. En el último tramo, ayudado por la visibilidad del claro, pudo comprobar que los golpes de machete partían obstáculos y ramas como cabezas y brazos sangrantes, tal era la avalancha de atacantes que se cernían, hasta que de un salto veloz, por fin, la yegua cobriza abandonó la frontera frondosa de lo que antes había sido un silencioso bosque.
 Atrás quedaba ya la Tierra Negra, pero El Montañés no giró la vista atrás para otear la columna de humo, que se elevaba sinuosa. Aún siguió camino adelante, impasible al peligro que acababa de desaparecer tras sus espaldas. Hombre y caballo sin denuedo, continuaron así hasta poco antes de que un nuevo alba pidiera permiso a la hermosa ciudad de Samphuroa, para rendir el tributo de su luz a los pies de su diosa sagrada. Para entonces El Montañés ya se había recuperado de la cabalgada; después de un baño y ligero descanso a las puertas de la entrada amurallada y, mezclado entre las gentes del mercado de la ciudad, escrutaba las almenas de las torres altas en busca de una señal propicia, que le indicara el tejado bajo que cobijarse en las noches sucesivas.
¡ FELICES LECTURAS, AMIGOS/AS !

martes, diciembre 08, 2009

ENTRE SOMBRAS

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   Era otra sombra más que, al amparo de la oscuridad, se abría paso entre los tejados de la ciudad dormida. Una media luna menguante rasgaba el cielo, pero nadie observó las sombras que se proyectaron en los edificios próximos ni oyó resbalar los pasos sobre las cúpulas doradas de Nathamyâe. En otro tiempo fue capital del imperio, aunque hoy solo la presencia del palacio imperial recordaba la solemnidad de su pasado glorioso. Sus dependencias guardaban otro vestigio de no menos valor, la hija única del emperador dormía plácida en la sala alta de la torre, custodiada por la guardia que su padre destinó a tal misión. La antigua capital ocupaba un enclave privilegiado y, desde su otero estratégico, dominaba el estrecho de Isla Dhizdo, paso obligado al puerto de El Piergel y otras ciudades costeras. Allí, es frecuente en esta época el viento del sur que trae el calor que las dunas del desierto almacenaron durante el día y, desde lo alto de la torre, puede avistarse la costa cercana, al tiempo que se deja notar la brisa suave que inunda la estancia donde descansa la princesa, rendida, tranquila y ajena a las sombras que cruzan la noche.
Una de esas sombras se descuelga por la cornisa y, sigilosa, se adentra por la ventana en la habitación. Un brillo metálico delata el arma que empuña y, por breves instantes, cobra forma humana confundida entre los visillos. En la noche cálida la brisa costera mece los visillos transparentes que se adhieren al cuerpo del hombre que empuña la daga y de la otra sombra que, momentos atrás, acechaba oculta. Tampoco se oyó ni un grito, solo el deslizante filo entre los visillos y el hombre de la daga cayó desplomado torre abajo. El estrépito del arma no desveló el sueño en Palacio y, con el mismo sigilo que llegó, la primera sombra desapareció sobre las azoteas antes de que el alba despuntara vigilante.

Ya entraba la claridad del día entre los visillos salpicados de sangre cuando las voces, desde la calle, sacaron del sueño a la princesa. Se incorporó y, asustada por las manchas, apartó los visillos para asomarse y contemplar la fuente de tanto escándalo. Abajo, la guardia imperial se cernía sobre el cadáver inerte del fallido asesino. Al rato, otra sección de oficiales irrumpió en las dependencias de la princesa, aliviados al comprobar que no había peligro. Fue entonces cuando la joven reparó en el objeto posado sobre la mesa, junto a la cabecera de su dormitorio, lo sujetó entre sus manos y con curioso detenimiento observó al protagonista del que tanto había escuchado hablar a su padre... El cáliz sagrado de Rankha de nuevo regresaba a Palacio y con él las bendiciones de su significado secreto. Sin duda, vientos nuevos se unían a la suerte del imperio en inmejorable presagio. Por fin las mujeres volverían a reinar y ella podría ocupar el trono de su padre, el Emperador.
Entre las gentes de Nathamyâe se divulgó rápido el rumor del atentado y, también, la sucesión al trono de su nueva emperatriz. Para entonces, los guardias de Palacio controlaban las calles, extremando las medidas de seguridad, en previsión de posibles focos insurrectos.
 ...Pero El Montañés ya estaba de nuevo a bordo del bajel, la promesa quedaba cumplida, aunque su viaje no terminaba ahí. Mañana continuaría rumbo entre las islas, por fin sin obstáculos hacia el continente. El Montañés aprovechó la espera para descansar. Mientras, se dejaban caer las primeras sombras de la tarde.
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