viernes, julio 06, 2007

LA CARAVANA


  Todos los días ocurría lo mismo, la entrada a la ciudad se veía colapsada por la numerosa afluencia de vehículos que regresaban de sus trabajos. Al menos era necesario invertir algo más de dos horas en cada ida y vuelta para alcanzar el destino. Era difícil acostumbrarse a la misma larga espera siempre a la última hora del día. Jean había probado de todo para hacer de ese momento algo productivo, primero aprovechó para repasar los informes que quedaron pendientes en la oficina, pero así no lograba sino llevarse más deberes a casa por lo que, luego, optó por escuchar la colección de música que Mirna le regaló por Navidades, incluso, se aprendió un curso completo de italiano para comerciales, aunque flojeaba en la concatenación de frases en cuanto se salían del esquema preestablecido. Cualquier pretexto resultaba válido para tratar de distraer tan tortuosos instantes: los crucigramas, hablar por teléfono, yoga para conductores... Avistar la torre del puente de Aubry significaba reavivar la esperanza, era la señal esperada pues una vez traspasado el túnel la circulación se volvía inusitadamente más fluída y, casi con asombro, los conductores parecían descubrir que de nuevo los coches eran capaces de acelerar.
   Hoy Jean estaba particularmente cansado, las últimas semanas habían sido especialmente duras con aquella amenaza de fusión en ciernes. No había podido desenvolver su trabajo con normalidad y tampoco había tenido un descanso para dedicárselo a Mirna, también bastante agobiada por su rutina diaria. Ella trabajaba al otro lado de la ciudad, así que hasta el atardecer no podían encontrarse ni hacer vida de hogar. Quizás por eso la llegada de los niños se retardaba tanto, de tenerles no podrían verles hasta la noche, así que era impensable organizar la vida de acuerdo a otro sistema que no fuera del trabajo a casa y con el tiempo justo. Eran jóvenes y podían resistir de momento el infame trajín pero, además, el fin de semana era corto incluso para descansar por lo que el agotamiento se acumulaba contribuyendo aún más a un incierto futuro de paz y estabilidad. Se estiró en el asiento y estrujó los nudillos produciendo ese chasquido de huesos que a ella tanto le molestaba. La fila de coches avanzó unos metros, imperceptible, antes de volver a estancarse bajo un tórrido sol que ya comenzaba a perder fuerza.
   Veinte minutos antes había pasado frente a la bifurcación que lleva a la pequeña población de Grenach, recordaba con agrado el día que Mirna y él se acercaron a conocer la aldea. A él le llamó la atención aquella casa de piedra y madera con su huerto anexo que descansaba en el lomo de la ladera, de espaldas a la autopista. Lástima que ella era lo que se dice una mujer urbana, nacida, criada y desarrollada en la ciudad, gustaba de tener todo a mano, las comodidades y sus inconvenientes. Aunque él también nació en la ciudad le atraía la idea de rodearse del entorno calmo y saludable del campo, estaba dispuesto a realizar sacrificios, a intentarlo, porque el proyecto lo merecía y solo el mero hecho de prepararlo le distanciaba de la preocupación obsesiva a que le sometían sus faenas cotidianas. Le dolía el muslo en su parte interna de pisar el embrague tan sostenido, la hilera de automóviles se movía perezosa sin permitir relajar la tensión del pie. A ratos la caravana se detenía para, en espaciados trompicones, reanudar la lenta marcha.
   Apagó brusco la radio, interrumpiendo el discurso de noticias sobre las elecciones con que llevaban bombardeando las ondas desde hacía meses. Su ánimo no era esa tarde el óptimo y, contrariado, empezaba a mostrar los primeros síntomas de impaciencia y fatiga mental, aquella condenada cola no se movía. Salió del coche para despojarse de la americana y, sudoroso, volvió al asiento, se remangó las mangas de la camisa mientras resoplaba con malhumor. Su mirada chocó con la de una señora que conducía, en paralelo, y que repentinamente cambió la vista quizás para esquivar el impulso feroz de sus pensamientos. Jean agachó la cabeza tratando de serenarse y reflexionar, ella no tenía la culpa... Los tres carriles de la carretera estaban infectados de coches, de máquinas humeantes y ruidosas que apenas avanzaban un palmo desde hacía casi una hora, mientras lo que restaba del sol de la tarde se preparaba para esconderse detrás de las colinas tristes, aburridas ante panorama tan grotesco, incapaces de llegar a comprender. Un nuevo trompicón vapuleó las filas de coches que, casi al unísono, se movieron para adelantar unos pocos metros.
   Cuántas tardes detenidas ante el mismo paisaje quieto, cuántas horas de espera para repetir a la mañana siguiente, al siguiente día, cada semana y cada mes, durante todo el año incluyendo los festivos. Cuántas veces mientras esperaba le pasó por su imaginación hacerlo, sí, llevar adelante aquella locura, dejar aquel puesto que tantos años de estudio le costó, la empresa de prestigio por la que cualquier profesional que se precie pagaría por entrar, abandonar las crueles rencillas, las batallas de celos entre competidores en su trepidante carrera por acceder a escalones más altos, sí, olvidar aquella vorágine despiadada que le robaba la tranquilidad y, con el tiempo, lo sabía, su alma. Le había ya hecho añicos el ansiado espíritu hogareño que tanto acarició cuando iba a casarse con Mirna, a ella también le había defraudado, había cambiado su carácter, resignado tal vez, esclavizados ambos por las circunstancias. La cola no se movía desde hacía diez minutos y Jean notaba bullir la quemazón, su descontento había aumentado en tan grandes proporciones que, sorprendido, se encontraba cargado de toda la energía necesaria para atreverse a dar el paso... Decidido, salió del vehículo, abrió el maletín y lo tiró contra el suelo pisoteando los papeles que no volaron. Dejó la puerta del coche abierta y, mientras se alejaba andando en dirección contraria, se desanudó la corbata y la tiró al aire sin mirar, sin importarle donde cayera... Qué diantres! Al demonio todo!...
   Estaba harto de las colas, de las esperas, de su vida milimetrada e insignificante, de su escaparate de pareja fija, de no oponerse a la corriente irremediable que le devolvía al rebaño, de no poder cambiar el rumbo de los acontecimientos ni el de una noche siquiera. Volvería a Grenach, anotaría el teléfono del cartel que colgaba de aquella casa de madera y piedra, tanto dinero de tanto trabajar habrían de servirle ahora de utilidad para comprarla, para transcurrir sus días al ritmo de la paz y el calor junto a una Mirna más feliz, ella tenía que comprenderle, era su amor lo que estaba en juego... Estaba más que asqueado, pero ahora de repente se sentía fuerte y lleno con esa decisión, casi empezaba a sentirse libre caminando entre los vehículos que, estrepitosos, hacían sonar sus bocinas sin dejar de vociferar...
-¿Eh, oiga, qué hace? ¡Venga, hombre!...
   El estruendo creciente de los bocinazos fue lo que le hizo despertar, sobresaltado, agarró el volante con las dos manos y metió la marcha. Aquellos diez minutos últimos le parecieron una eternidad. No podía verse la torre de Aubry porque estaba justo encima, pero la caravana entraba ya a la boca del puente. Delante, las luces de los vehículos desaparecían con rapidez, ávidos por alcanzar la salida del túnel...


                                           *<<Publicado en Revista Arco, 2008.>> 
© Luis Tamargo.-

¡FELICES LECTURAS!