jueves, mayo 16, 2019

LEER RELATOS


 LUIS TAMARGO cursó estudios universitarios de Letras y Humanidades. Ha publicado Escritos Para Vivir (1998), su primer libro de poemas; Era Un Bosque (2004) y A Media Distancia (2006), de narrativa. Ganó el I Premio de Narración Breve del Consejo Social de la Universidad de Cantabria, con el relato titulado Una aventura singular, en 2017. Y en 2018, obtuvo el I Premio de Poesía Manuel Arce con su Poemario de rumbos. Con el relato Balas perdidas quedó ganador del III Certamen de Relato Corto de la Asociación Pasucos de la Universidad de Cantabria, en 2019. Quedó finalista con Relatos después de la lluvia en el Certamen de la editorial Libro Veo, Libro Leo, en 2023. Sus novelas Caminos del aire, Diosas de piedra, Nadie sospecha y Melodía desafinada están disponibles en Amazon. Ha colaborado también en revistas literarias como Narrativas, Arco, Letras o Amalgama, entre otras. Actualmente trabaja en el ámbito de la novela y prepara una nueva selección de relatos breves, donde la prosa adquiere esa dimensión poética y emocional que le caracteriza. 



¡ GRACIAS POR LEER !

lunes, abril 29, 2019

UNA AVENTURA SINGULAR


   Sólo a ella podía ocurrírsele semejante locura. No hizo más que posar el pie en el aeropuerto de Nairobi y el fino tacón alto de su sandalia se quebró como la porcelana…
 A duras penas arrastró su cojera al compás del portamaletas hasta la puerta de salida, pero su sorpresa no había hecho nada más que comenzar… ¿Dónde estaban las aceras allí…?, se preguntó, sin salir de su estupefacta expresión de asombro. El polvo llenaba las calles y, de repente, cayó en la cuenta de que era un visible e indisimulable centro de atención, con su piel clara y la cabellera rubia, a la que tanto trabajo dedicaba y de la que tanto gustaba alardear al viento. Sí, tenía la impresión de que toda la gente del mundo le miraba, toda la gente de color, pues en aquel lugar sólo ella parecía desentonar. Con una mano sujetaba el asa del equipaje y en la otra, para compensar lo incómodo del desequilibrio, optó por sostener el zapato roto. Un par de hombres se le acercaron, pero no pudo reconocer ni una sola de sus palabras… Aunque se lo advirtieron antes, no se imaginaba lo necesario que ahora iba a resultarle el dominio del inglés. Al final de aquella hilera de vehículos empolvados le pareció distinguir la figura de una persona con rasgos europeos; al acercarse comprobó que, en efecto, se trataba de un blanco maduro, regordete, vestido con traje de safari que, al girarse y reconocerle, pareció quedar aún más pasmado que los lugareños…

–¿Habla usted inglés, señorita…?

 –…Sí, no sabe qué alegría me da encontrar a alguien por aquí… Disculpe, pero entiéndame, con quien poder hablar…

   El hombre echó atrás su agrietado salacot y se rascó la barba en un gesto de incredulidad.

 –Desde luego que lo que le trae por aquí, señorita, debe de ser urgente, porque…  –el hombre siguió con la vista el recorrido del cuerpo de la joven, sin acabar la frase. A Judith no le pasó desapercibido que su atuendo no era quizás el más apropiado para aquel viaje –había sido todo tan repentino–, pero disculpó con cierta benevolencia el descaro del barbudo inglés, no tenía otra elección allí. Así, abrió el pequeño bolso de mano de color rosa, que llevaba colgado del brazo y revolvió en el interior, dispuesta a hacérselo entender a su desconsiderado interlocutor. Extrajo un pequeño papel arrugado que desdobló y leyó en voz alta, ante los atónitos ojos del barbudo gordinflón:

 –…Richard J. Mulligan, reserva de Al Marai Mara…

 –¿…Quiere decir que viene desde Europa con estas señas como única dirección, señorita? –el inglés no daba crédito a lo que contemplaba, aunque reaccionó rápido–. Verá, yo sólo puedo llevarle hasta la reserva Mara, pero dejarle allí me da cargo de conciencia y ya voy haciéndome algo mayor para ese tipo de remordimientos…

   Judith se agarró a sus palabras como a un clavo ardiendo, no tenía otra escapatoria.

 –Pues trato hecho, le abonaré el importe del trayecto, ¡lo demás corre de mi cuenta y riesgo!

 –¿Riesgo dice? No lo sabe usted bien, amiga –el barbudo reinició la tarea de reacomodar los equipajes de sus viajeros en los vehículos cuatro por cuatro, donde hizo un hueco para el de Judith. Luego le hizo señas para que tomara asiento antes de que el resto de viajeros se apercibiese de que no pertenecía a la excursión.

 –No hable ni una palabra, usted será mi secretaria…

 –¿Quedan muchos kilómetros hasta ese lugar, oiga? –preguntó Judith a través de la ventanilla abierta, mientras se ajustaba un par de sandalias, con gesto de alivio.

 –Más de doscientos cincuenta, así que póngase lo más cómoda que pueda, haremos pocas paradas…

   Los tres vehículos todoterreno iban cargados hasta el techo; se trataba de un safari de turistas asiáticos, que pronto llegaron en tropel, cada uno provisto de más de una cámara fotográfica. Judith saludó con la cabeza a los primeros que entraron. Luego, adoptó una postura lo más flexible posible para aguantar las tres horas largas, que calculó le supondría recorrer casi trescientos kilómetros, aunque pasó por alto el detalle de que aquellas pistas de tierra poco tenían que ver con las carreteras que ella acostumbraba a conocer.
   A decir verdad el trayecto duró más del doble, lo suficiente para reconocer hasta el arrepentimiento la innumerable cantidad de ese tipo de detalles que había obviado con su imprudencia. Conoció a Richard en un desfile de modelos en Nueva York. Hacía un año que se despidieron de aquel breve, aunque intenso noviazgo. Él le hablaba siempre de sus cacerías, de su vida en el África salvaje; le contaba historias que, al imaginarlas, a ella se le hacían de ensueño; se las repetía en cada carta, enamorándole, animándole a irse con él. Cada vez que leía las letras de sus postales Judith se replanteaba su modo de vida hasta la fecha y, durante unos días, tomaba cuerpo la duda de si lo que hacía era correcto, de si estaba prescindiendo de su verdadero amor por la falsa apariencia de su vida cómoda y ordenada entre tantos viajes y hoteles. Tampoco le ayudaba el hecho de que su profesión de modelo apenas le permitía organizar otro asunto que no fuera la agenda de trabajo.

   Fue su compañera de habitación y amiga íntima, Carol, quien le animó a decidirse a desenmascarar la duda. Sólo así despejaría la incertidumbre que le asaltaba. La ocasión se presentó propicia cuando finalizó el Festival de la Moda de Trieste. No disponía de otro momento tan favorable. Carol le acompañó a sacar el billete de avión para Nairobi, casi empujada por la corazonada de su amiga. Disponía de nueve días antes de que, a la semana siguiente, comenzase la Pasarela Internacional de Ibiza. Aún resonaba vivo el eco de las palabras de su amiga entre el traqueteo del coche con los baches:

 –Ahora, niña, o nunca lo vas a saber…

   Y allí estaba ella, enfundada en su falda de tubo azul turquesa hasta los tobillos, con aquel escote largo que dejaba asomar el esternón y que sólo podía tapar con el plumón de su chaqueta corta plateada; y con un par de zapatos inservibles. Sin duda era lo más cerca que había estado nunca de la locura. Tal vez su amiga tenía razón. No había tenido tiempo de pensarlo dos veces. Tal vez no había otro modo de encontrar la paz o el amor… O la locura.

    Sin embargo, durante el viaje Judith tuvo ocasión de quedarse boquiabierta con el increíble paisaje del Valle del Rift, abriéndose a su paso y, de vez en cuando, con la aparición por sorpresa de algunos animales salvajes. Los turistas fotografiaron a las jirafas y chillaron histéricos cuando un grupo de elefantes surgió de entre la maleza. Pudieron contemplar, arremolinados en las ventanillas, avestruces, impalas, gacelas y antílopes de las más variadas especies, antes de llegar a Narok, donde hicieron una obligada parada. A Judith le confundía el enorme contraste que mostraba la pobreza de aquellas ciudades del interior africano; las gentes cruzaban las calles sin aceras en un desordenado vaivén, nunca había visto tanto polvo… Cuando el inglés regresó para reanudar la marcha, finalizado su turno en los aseos, reparó inquisitivo en el zapato que Judith sostenía en la mano.

 -No tengo de recambio…

   Él la pidió el otro y, de un certero golpe, lo rompió dejándolo igualado a la misma altura.

 –Tenga, ahora podrá andar mejor…

    La tarde se teñía de la gama más variopinta de rojos y amarillos que Judith jamás contempló. Atardecía en la sabana cuando llegaban a la reserva, así que no había tiempo que malgastar. El inglés optó por montar un campamento fuera de la reserva, allí se quedaría él con Judith y un pequeño número de clientes, amantes de la aventura; al resto les llevó a una de las instalaciones del interior, más preparadas y también más caras.

   Judith vio marchar a los vehículos sentada junto a la fogata. A su lado, los turistas orientales descansaban ya dentro de la tienda, reponiendo fuerzas para otra jornada fotográfica prometedora. Antes de entrar en su tienda, Judith contempló absorta el enorme sol africano ocultándose entre las copas bajas de los árboles; nunca lo había visto ni tan rojo ni tan grande. Se acostó y cerró la mosquitera, sin tardar en quedarse profundamente dormida.

   No había comenzado a amanecer cuando lo oyó por primera vez: el rugido del león dejaba el rastro largo de su eco colgado en el aire. Judith era consciente de que se hallaba muy despierta, más de lo que ella hubiera deseado y, encogida, contuvo el aliento rezando, a la espera de que aquel trueno salvaje pasara de largo. Le pareció que una sombra rozaba el costado de lona de la tienda y mordió la colcha para aguantar un grito. Un terror ancestral se apoderó de ella al comprobar que el guía no había aparecido en toda la noche. Le atenazaba el miedo, pero aún así se arrastró semidesnuda hasta la entrada de la tienda y asomó su cabeza por la rendija de tela… Afuera, las dos tiendas y el todoterreno que formaban el campamento base, descansaban en el silencio, que sólo las fieras invisibles se atrevían a romper. Junto a la fogata apagada distinguió el aljibe de agua que había pasado toda la noche a la intemperie. Se sentía sucia con el sudor del viaje y sacó los arrestos suficientes para, de una carrera rápida, acercarse a recoger el agua y regresar rauda a la tienda. El corazón se le agolpaba en el pecho, no sabía si era la mañana fresca o el rugir atronador de los leones lo que le erizó cada poro de piel. Pero se sintió otra, una vez que se frotó y roció de agua en aquella especie de baño improvisado. Al asomarse para devolver el aljibe a su sitio le vió por primera vez… La silueta oscura de aquel hombre brillaba, delgado y alto, sobre el horizonte claro del alba que despuntaba. Apoyado sobre un pie en una larga lanza, junto a la fogata, parecía escudriñar el aire en busca de señales ocultas para cualquier otro mortal. La perfección de su perfil le hizo sentarse a contemplar con deleite la belleza de aquella efigie humana…

   En la tienda de al lado se escucharon las voces de los primeros turistas desperezándose y, de pronto, algún fogonazo de luz intermitente despertaba risas incontenibles entre ellos. Casi al tiempo se oyó el ruido del motor de los vehículos. El inglés regresaba y, a juzgar por el dinámico salto con que se apeó del coche, parecía que también con cierta urgencia… Se dirigió directo al guerrero masai, que apenas inmutó su difícil postura en la lanza. Intercambiaron algunas frases imposibles de descifrar para Judith. Los orientales ya salían de la tienda con sus pertrechos equipados y el inglés les conminó a dejar bien recogido el campamento para comenzar la expedición cuanto antes. Luego le explicó a Judith que ese momento de la mañana era el más apropiado para avistar animales, pero que al encontrarse fuera de la reserva corrían el riesgo de ser avistados antes por ellos. Así que debían de acelerar la puesta en marcha para iniciar el viaje si no querían formar parte de su desayuno.

 –También pregunté por su amigo en el hotel de la reserva, señorita. Nadie conoce a alguien con ese nombre –prosiguió con el relato, antes de que el malestar se apropiara de la indefensa muchacha–. Si como usted señala se trata de un cazador profesional creo que hemos llegado en mala época. Las lluvias comenzaron hace un mes y los ñúes migran hacia las zonas verdes del Serengeti; lo más probable es que su amigo cazador haya marchado hacia allí y que no vuelva hasta dentro de tres o cuatro meses por lo menos… Y lo siento porque no es nuestra dirección. Si lo desea puede venir con nosotros hoy hasta el Ngorongoro. Forma parte del trabajo contratado llevar hasta allí a estos curiosos viajeros. Al menos será mejor eso que quedarse aquí sola…

   Judith asintió desolada, pero no desfalleció y, callada, se dispuso a recoger los utensilios de maquillaje que componían la mitad de su ligero equipaje. A aquel inglés, barbudo y gordinflón, no le faltaba razón. Si hubiera estado con ella su amiga Carol le habría animado también a participar y disfrutar del viaje, antes que hundirse en lamentaciones inútiles. Cuando todo lo necesario estuvo cargado en el vehículo, Judith tomó asiento junto al conductor, siguiendo su indicación. Atrás quedaban los cuatro asiáticos en alegre camaradería. Desde la ventanilla contempló ensimismada la esbelta figura del masai, envuelto en su túnica de un azul añil inmaculado… Al inglés no le pasó inadvertido el interés despertado por el guerrero.

 –Con un vehículo nos bastará. Masongo cuidará del resto. A la vuelta iremos a visitar el asentamiento donde vive, no anda lejos de aquí. Será el final de otra de mis excursiones contratadas; luego iniciaré una nueva en el Lago Turkana... –explicó para sí, a sabiendas de que la chica le escuchaba–. No se crea, no todo es tan idílico como parece. A veces daría cualquier cosa por una buena borrachera de whisky en una calle animada, con tráfico y gente, mucha gente y chicas, por supuesto. No es que aquí no se beba, uno tiene sus contactos, ¿sabe?, pero luego sopeso los inconvenientes y, aunque no lo crea, no hay nada que pueda envidiar fuera de esta selva… Creo que a ese amigo que busca le ocurre algo parecido, aunque sea de Brooklyn –el inglés rompió de repente a reír en sonoras carcajadas–. No creo que le encuentre, ¿sabe?, y en todo caso le dará igual. Perdóneme, señorita…

   El inglés arrancó el coche mientras reía con estrépito de nuevo. Una bandada de aves dispersó el vuelo a su paso; las copas de los árboles eran un hervidero; el sol estaba alto y apretaba ya el calor.

   La inmensa llanura del Serengeti se abrió ante los ojos de Judith con todo su esplendor. Desde su privilegiado asiento de copiloto admiró la vasta amplitud de terreno que parecía no tener fin. Tan sólo unas leves montañas azuladas se distinguían al fondo. Abandonaron la orilla del río Mara para tomar rumbo al sur y no tardaron en aparecer los primeros grupos de animales: búfalos, cebras, gacelas y...

 –¿Aquello, qué es aquello? –Judith señalaba con el dedo, casi chillando de emoción.

 –Es un topi, sólo los verá por aquí… –el inglés aminoraba la marcha para que los turistas disparasen sus cámaras de fotos sin interrupción. Ellos gritaban nerviosos:

 –¡Aquí, pare aquí…! ¡Please, please!

    Se detuvo más adelante, a cincuenta metros de un grupo de elefantes, que ramoneaban las hojas de los árboles. Uno de los viajeros aseguró haber observado un león a lo lejos, aunque fue una falsa alarma, pero el inglés prefirió ser precavido. Se trataba de una pareja de guepardos agazapados en la sombra, a la espera de una presa distraída.

 –Continuamos. No se bajen, por favor, vamos…

   Todo lo que el guía le contó durante el trayecto sobre la caldera del Ngorongoro quedó en agua de borrajas, comparado con la vívida emoción con que Judith contempló la fastuosidad del paraíso, que se tendía ante ella, al borde del cráter… Todo un mundo nuevo, de vegetación virgen, se extendía a sus pies: cebras, ñúes, hienas, chacales, hipopótamos, podían distinguirse desde el mirador. Lamentó en esos instantes no haber traído consigo una cámara fotográfica al igual que sus compañeros de viaje. En el lago central se reflejaba la luz brillante del sol y la sombra tenue de algunas nubes que aún flotaban en la mañana avanzada. También se divisaban desde lo alto algunas hileras de coches, excursiones organizadas, que circundaban las rutas del interior del cráter, a la búsqueda de una instantánea original o una experiencia única. Sin embargo, Judith rehusó la invitación del inglés; prefirió aguardarles de su descenso al cráter en el hotel del mirador. Al menos no se quedaría sola y, aunque estaba logrando convertir en positiva aquella situación, también podía disfrutar de la experiencia, sin necesidad de meterse en las mismas fauces del león.

   El inglés accedió a su deseo, no sin antes haberse asegurado de que quedó allí, sentada en una de las mesas del porche del restaurante, con inmejorables vistas a la maravilla de aquel panorama.

 –Regresaremos después de comer. Hay que estar de vuelta en la reserva antes de las seis. Diviértase, señorita, pero no se me pierda, ¿de acuerdo?…

   Judith le dedicó una sonrisa de agradecimiento que pareció tranquilizarle. Le resultó gracioso el inglés, preocupado por ella, mientras se alejaba apresurando el paso con su prominente barriga, hacia sus anhelantes clientes. La panorámica desde el ventanal era una fiesta de la naturaleza, un estallido de belleza donde el peligro transformaba en mágico cada instante. Extasiada, se deleitó observando el paisaje, mientras aguardaba la llegada de algún camarero. Necesitaba un café caliente y tal vez pidiese unos sándwiches antes de que regresara su expedición. Una chica de uniforme pasó de largo sin atenderle y decidió acercarse al mostrador ante la tardanza. Se dirigió al hombre que, de espaldas, colocaba unas botellas en la repisa alta…

 –¡Oiga, por favor!...

   Judith se tapó la boca con las dos manos cuando el hombre se giró y rescató al vuelo una de las botellas que caía… El hombre también palideció al reconocerle y oir su nombre:

 –…¡Richard! ¡No es posible, Ricky!

 –Schsst… ¡Nena, por favor, no grites! ¡Ven, vamos allí! –dijo el joven de rasgos europeos, señalando una de las mesas más apartadas.

  Judith le siguió sin saber cómo sus músculos le respondían; se sentaron al extremo del ventanal. El panorama ahora cedía el protagonismo a la situación que se le presentaba delante y Judith exigía respuestas, demasiadas de repente, sin articular palabra, con tan sólo un gesto de perplejidad. Y él lo adivinó. Fue directo al grano…

 –Verás, nena,… Pero ¿cómo has venido hasta aquí? Nunca habría imaginado que…

 –¿…Nunca? Pero si en tus cartas me…

 –Nena, verás, por favor, no te alteres… Estoy casado, Judith, lo siento, perdóname, ya lo sé… –el hombre se esforzaba por calmarle, reprimiéndose gestos de consuelo que le impedían tocarle, ni rozarle– Fue hace cinco meses. Mi esposa y yo regentamos este restaurante. Fue todo tan rápido que no pude… Me resultó imposible decírtelo, nunca pensé que te atrevieras… Lo siento, Judith, por favor…

   Pero Judith tragó algo más que aire con sus palabras. Había madurado de repente. Encajó cada una de las piezas con absoluta entereza, discerniendo entre excusa y disculpa, con esclarecedor dictamen, sin juzgar ni tampoco juzgarse. Algún desconocido resorte se había soltado en su interior. Ahora era capaz de entender y, sin esfuerzo, de desembarazarse de la niña boba por la que le habían tomado a lo largo de su andadura vital, profesional, sentimental, si acaso todo no era uno. Siempre se consideró víctima de su bondad ante quienes daban el paso por ella y se aprovechaban de su inocencia, de su claridad, de esa lucidez que tanto trabajo de limpieza le costaba. Injusto o no, ahora la herida estaba cicatrizada. Ya no podían herirle más con el mismo arma y reaccionó de modo natural, sin sorprenderse ni a sí misma, con la solución de su destino, dueña algo de él, por fin.

   Le escuchó hasta el final, hasta que se agotó de repetir lamentaciones, hasta que suplicó silencio, hasta que quiso desaparecer, hasta que dejó de conocerle, hasta que las lágrimas se mostraron inútiles e insuficientes. Y entonces calló. Aceptó de buen grado ese desayuno a las puertas del mediodía, que quitaba hierro al asunto y que le reconciliaba consigo misma, con sus antiguos tropiezos. Tal vez los sándwiches le hicieron ajustar otro punto de vista con el estómago ahora lleno, pero estaba segura de sus gestos, de lo que sentía e iba a ser capaz de sentir. Se acabó dejar pasos atrás, inservibles en estaciones abandonadas. Así que, con pausa y medida en cada una de sus palabras, le dejó bien claro que no pasaba nada, ni nunca había pasado, ni tampoco iba a ocurrir. Sin embargo fue él quien, lejos de apaciguarse ante desorbitado perdón, se inquietó, enajenado de sentimientos confusos, más preocupado por si hacía acto de aparición su esposa que por la absolución de sus faltas amorosas. Le sirvió dos sándwiches entre disculpas y adulaciones, atento, entregado, con una infusión de té de regalo, deshecho en atenciones, mientras explicaba a su mujer en la cocina que la chica se encontraba indispuesta. Fue una despedida de propina.

   Cuando el inglés apareció moviendo su voluminosa panza, Judith rozaba la dicha. Más aún cuando el inglés le explicó que se había hecho tarde, que ellos habían picoteado algún tentempié y que no había tiempo para menús de sobremesa, pues a partir de las seis de la tarde estaba prohibido circular por las carreteras de la reserva. Judith le siguió complacida y obediente, sin echar la vista atrás. Al barbudo inglés le resultó extraña la figura de un camarero plantado en mitad de las mesas, que les miraba con expresión de pasmarote, pero no tenía tiempo para minucias.

   El regreso fue rápido, por pistas apenas imperceptibles, pero a Judith le dejó el sabor dulce de la aventura exprimida al máximo. Un grupo de buitres revoloteaba en los primeros hilos anaranjados de cielo cuando avistaron el río. Era el momento en que los hipopótamos se decidían a salir del agua y dejarse ver, aunque sin apenas iluminación para los fotógrafos asiáticos. Casi era media tarde cuando cruzaron los límites de la reserva. Los turistas callaban clavados a sus asientos, ávidos por caer rendidos al sueño reparador. Judith participó con entusiasmo en montar las tiendas. Los orientales fueron los primeros en desaparecer tras la lona. El inglés explicó que se acercaría al interior de la reserva para tratar los avituallamientos del día siguiente, pero Judith sabía que tampoco volvería esa noche. Se quedó contemplando por unos momentos el cielo rojo de sangre africano. Aquella tierra había obrado el milagro, nunca antes se había sentido más viva. Cerró la mosquitera y se arropó hasta la barbilla. Quiso entristecerse, pero ya no le quedaban lágrimas.

  Aquella noche soñó con pájaros rojos que graznaban sobre barcos hundidos en la arena del desierto y con volcanes humeantes que aparecían y desaparecían mientras rugían… Pero lo que le despertó eran rugidos de verdad, roncos y largos; siempre le daba la impresión de que se oían cerca, demasiado. Se sentó a la entrada de la tienda. Aún no había amanecido, así que pensó en recoger otra vez el aljibe de agua para refrescarse de mañana, de ese modo luego no tendría que volver a salir. Avanzó a oscuras en dirección a la fogata. El aljibe transparente se distinguía en la noche, pero notó algo más a su alrededor, un fuerte olor que enseguida acertó a concretar… Un león de poblada melena se aproximaba hacia ella. La silueta oscura se movía sinuosa en la oscuridad y Judith se quedó petrificada por el brillo de aquellos ojos inhumanos. Iba a gritar, pero hacía frío y el miedo le agarrotaba cada vez que la fiera avanzaba un paso. Al final gritó con un chillido desgarrador que traspasó la selva para unirse a los otros rugidos en un coro infernal. Se quedó con el grito helado en la garganta y los ojos muy abiertos cuando el guerrero masai se interpuso entre ella y el animal de dos largas zancadas… El león se detuvo, sin duda eran viejos conocidos, o al menos la lanza imponía similar respeto. El masai se movía, también sinuoso, y su lanza danzaba un ritual de muerte que el león enseguida reconoció y eligió evitar. Se ladeó para lanzar dos rugidos seguidos que tronaron como tormentas. Aunque Judith ya no sentía, hubiera jurado que ni respiraba y, finalmente, el animal retrocedió, para salir en discreta huída, por la espesura. Entonces toda la vida pendiente de un hilo y contenida en un grito se desbarató libre, repentina, y Judith gimió entre sollozos, abrazándose al hombre que le había salvado de un horror seguro. Se aferró a su cuerpo de marfil oscuro entre temblores, agarrotada del terror que aún flotaba sobre ella y, sólo de forma paulatina, fue recobrando la calma. Se apercibió entonces de las cabezas de los orientales que asomaban tras la tienda, entre curiosos y atemorizados, y miró al gigante masai con una plegaria de gratitud dibujada en los labios. Su rostro de cerca era el de una efigie esculpida por el dios de la belleza. Él apenas se inmutó y con una sonrisa leve le indicó que le siguiera…

   Se habría adentrado con él tras las mismas puertas del infierno. Fue tras sus pasos bordeando la maleza de un camino invisible, que sólo él parecía adivinar. No tardó en vislumbrarse el poblado al fondo, cercado por una muralla de estacas y espinos, que lo protegían de los peligros que aún seguían rugiendo en la lejanía. Las mujeres ya habían abierto la cerca y el ganado comenzaba a salir, pastoreado por otros hombres, que saludaron a Masongo con familiar naturalidad.

   Se adentraron en el corral y ella le siguió hasta las viviendas, un grupo de chozas hechas de hierba y ramajes. Masongo habló con unas mujeres ocupadas en el ordeño, altas, delgadas, de facciones suaves y finas, como él. No tardó en volver junto a ella con un cuenco de calabaza, que contenía leche fresca y que Judith se dispuso a beber, agradecida. Observó a los muchachos masai de cuerpos largos y esbeltos, envueltos en telas de llamativos tonos rojizos y azulados, que paseaban con sus varas entre los curvos cuernos del ganado. Debajo de una acacia, un grupo de mujeres cosía cuentas en pieles curtidas con atractivos dibujos, entre risas; mientras hablaban, animadas, con igual destreza fabricaban gargantillas, collares y pulseras. Le llamó la atención las bellas cintas multicolores que lucían en su cabello y los brazaletes de filamentos de cobre, que ceñían sus brazos y tobillos. Algunas llevaban unos pesados pendientes que alargaban con exageración sus lóbulos.  Los niños jugaban entre las chozas, bulliciosos y alegres, vestidos tan sólo con los collares de cuentas, que les  rodeaban la cintura. Tan ensimismada estaba en la contemplación de la vida de aquellas gentes, que no echó en falta la presencia de Masongo, hasta que le vió entrar de nuevo, a través de la cerca de estacas, al frente de una pequeña comitiva formada por el inglés y un grupo variado de turistas. Los japoneses filmaban cada brizna de la pradera retrasando la marcha del resto.

   El inglés trató de organizar a sus clientes de forma que aquella velada resultara tanto de su agrado como del de sus anfitriones, a los que insistió en respetar a toda costa. Luego, se llevó aparte a Judith y se interesó por el incidente con el león de la reciente madrugada.

 –Masongo me lo contó –le aclaró, aliviado ahora que le tenía enfrente–. Por eso trabajo con hombres así, esto no es un juego.

    Judith trató de restar importancia al hecho y, con un ademán pasajero de su brazo, quiso decir algo al respecto, pero le hizo callar el sonido de la canción que unos jóvenes masai entonaban, dispuestos en círculo, al tiempo que imprimían un cadencioso movimiento a sus cuerpos. El inglés sugirió sentarse junto al resto de viajeros para asistir al espectáculo de la danza.

    El movimiento de los hombres se iba incrementando, acompasado, a medida que el tono de la canción se intensificaba. Ahora se les unió un coro de mujeres, que balanceaban sus enormes collares de cuentas con el rítmico baile de sus cuerpos. Uno a uno, cada guerrero salía al centro del círculo y, dando unos saltos largos, perfectos, parecían retar al cielo. Cuando le llegó el turno Masongo saltó ágil, con elegancia, y Judith se dejó envolver por aquel ambiente festivo. Le pareció que aquella demostración de música y color emanaba de las entrañas mismas de la sabana, de un África ancestral que les emparentaba a un origen único y común. Era inevitable que aquel coro de voces y sones armoniosos acabara por fundirse con los latidos del corazón y Judith personificó, en los saltos de aquel hermoso guerrero, la magia de un dios sagrado.

   El inglés le explicó que Masongo pasaría a convertirse de joven a adulto en poco más de un año. Entonces podría casarse. Los masai podían llegar a tener hasta diez esposas. Judith atendía con asombro tanto el vistoso espectáculo como las palabras del guía.

 –¿Y esos otros? –le preguntó, señalando hacia un pequeño grupo de muchachos con la cara pintada de blanco y envueltos en túnicas negras  –… Parecen tristes…

   El guía inglés aclaró que se trataba de jóvenes varones que acababan de ser circuncidados. Desde ese instante abandonaban la infancia para convertirse en guerreros. Las mujeres también eran objeto de idéntico ritual, alrededor de los catorce años; luego, eran dadas como esposas a un guerrero adulto y, a cambio, la familia recibía una considerable cantidad de reses, que aumentaba así la riqueza de su rebaño. Los masai eran pastores y el ganado representaba posición y riqueza dentro de la tribu. El cariño que sentían hacia sus vacas se transmitía en las canciones y danzas. En raras ocasiones las sacrificaban, pero cuando lo hacían aprovechaban todo: cuernos, pezuñas, piel… Bebían la leche y también su sangre, aunque esta práctica estaba prohibida. El inglés apuntó que la civilización iba estrechando el cerco cada vez más sobre sus costumbres y que últimamente les resultaba difícil mantener sus tradiciones, hasta el punto de que tenían que acceder a aquel tipo de representaciones para los turistas, para poder sobrevivir. Cuando algunos masai se veían obligados a marchar a la ciudad, las condiciones de trabajo eran igualmente duras para ellos.

   En aquella ocasión sacrificarían una res y dos cabras; siempre lo hacían los guerreros, lejos del poblado. No podían asistir las mujeres. Ellas se ocupaban de las tareas domésticas, la cocina, iban a por el agua, cosían, ordeñaban, construían las casas, emplastaban el tejado y paredes con el excremento del ganado. Todas se ocupaban de criar a los niños en aquello que, a Judith, se le asemejaba una auténtica comunidad familiar, mientras los hombres pastoreaban o, en otro tiempo no tan lejano, cazaban leones. Aún entre los guerreros más jóvenes, que vivían alejados de la aldea, persistía la costumbre de adornarse la cabeza con una gran melena de león, que ostentaban con orgullo.

   Aquel asentamiento estaba formado por dos familias y casi setenta miembros. El inglés prosiguió su animada conversación ante el interés que suscitaba en la chica.

 -Conozco a Masongo desde hace varios años. Ahora aquí, antes en otras aldeas, mañana en otro lugar de esta inmensa pradera… Ellos son nómadas, pero vive equivocado quien crea que no lo es –confesó en un susurro al oído de Judith–. Ambos nos necesitamos…

   Después de una frugal comida donde degustaron carne de res, de cabra y huevos de gallina, dieron paso a una tranquila sobremesa, tendidos a la sombra de las solitarias acacias. Los ancianos contaban historias, leyendas y hazañas de antiguos guerreros que les vinculaban al espíritu masai y que los niños y, sobre todo, los guerreros jóvenes escuchaban con atención. Por último, el inglés se incorporó y con dos sonoras palmadas anunció el final del programa previsto para aquella jornada. Antes de media tarde debía de estar en el campamento, para los últimos preparativos; había mucho que recoger. A Judith le emocionó la despedida de la aldea entre risas y canciones. No se despegó del lado de Masongo durante el tramo de regreso, aunque tenía la certeza de que aquellas canciones le acompañarían siempre…

    Aquella fue su última noche, pero durmió mecida en el rumor rugiente de las fieras de la sabana. Esta vez guardó un pequeño aljibe de agua para el aseo dentro de la tienda. Cuando se asomó comprobó que la sombra proyectada sobre la lona era la de un viejo amigo…

 –…¡Masongo! –susurró, agradecida a su vigía particular.

   El guerrero masai se aproximó hasta ella y, desatándose un collar de cuentas blancas y rojas que adornaba su cabeza, lo colgó en el cuello de Judith que, emocionada por el gesto, abrazó una vez más al gigante africano en señal de cálida despedida.


   Amanecía cuando llegaron los dos vehículos restantes de la expedición inicial, pero el campamento ya estaba recogido, según las indicaciones del inglés. Acabaron de cargar las tiendas y, por último, dedicaron el consiguiente turno a las despedidas. El inglés sonrió al comprobar que Judith se afanaba por contener las lágrimas, ya sentada dentro del todoterreno y, con un amplio saludo de agradecimiento hacia todos, señaló el fin de la excursión. Ahora había que ponerse en marcha para el regreso. Aún restaban unas largas horas de carretera hasta el aeropuerto de Nairobi y la jornada se presentaba calurosa. La caravana de tres automóviles se movió despacio y Judith sólo miró una vez hacia atrás; lo bastante para contemplar por última vez la figura elegante del negro masai recortada sobre el paisaje de la sabana africana. Luego, sosteniendo en su mano el amuleto de cuentas de colores que le había regalado, prosiguió seria durante el resto del trayecto. Apenas prestó atención al paisaje que se sucedía a su paso, integrada ya en él, hecho suyo precisamente ahora que debía de expresarle su adiós.

 –Lamento no haber podido ayudarle a encontrar a quien vino a buscar, señorita, pero espero que al menos la aventura haya merecido el viaje… –se excusó el inglés mientras descargaban el equipaje en el aeropuerto.

–…No, por supuesto que me ha servido de ayuda… –hasta ese instante Judith no cayó en la cuenta de que no sabía su nombre–. No tengo perdón, pero ¿cómo se llama…?

–Puedes llamarme Rod, aunque aquí eso no importa mucho, créeme; ya te dije que yo soy todo esto…

    Judith entendió a la perfección a lo que se refería, una vez que alguien se adentraba en aquella tierra se hacía uno con ella. La vida no volvía a ser como antes: a Judith no sólo se le había enriquecido de experiencia, sino que ahora también una magia especial le acompañaba en sus nuevos pasos. Se despidió del inglés con un par de besos y un abrazo cariñoso…

 –Perdóname, Rod, por no habértelo preguntado antes. Pero en cierto modo creo que encontré más de lo que buscaba. No podía ni imaginarme que este mundo existía. Ahora me llevo conmigo un pedacito, aunque también se queda aquí algo mío para siempre… ¡Gracias por todo, amigo!

    Desde la ventanilla del avión los grupos de animales se iban reduciendo de tamaño, a medida que el aparato adquiría más altura, hasta convertirse en puntos minúsculos, que acabaron por desaparecer, excepto de su mente. Judith se recostó en el asiento y cerró los ojos intentando retener aquella visión en la retina de su alma. Era un recuerdo del que no quería desprenderse. Aunque estaba cansada se sentía fuerte, era otra. Aún le quedaba el fin de semana para descansar antes de comenzar el desfile de trabajo del lunes. Lo dedicaría a reponer fuerzas y asimilar el cambio. Además, ansiaba el reencuentro con Carol.

   Cuando repiquetearon con los nudillos en la puerta Judith se despertó. Llevaba un día entero durmiendo en el hotel y la cama de su compañera aún permanecía intacta. Ella había llegado primero. Por ello salió rápida a abrir. Era el servicio de habitaciones que iniciaba la jornada y se le había olvidado poner el letrero de “no molesten”… El joven de color que empujaba la bandeja con desayunos, pasillo adelante, era alto, delgado, de elegante paso, y a Judith le recorrió un escalofrío de arriba abajo que no le impidió gritar …

 –…¡Masongo! ¡Masongo!

   El hombre de uniforme se volvió hacia ella, pero enseguida se percató de que no era quien había creído.

 –Disculpe, no. Gracias, disculpe… –Judith se retiró de nuevo a la habitación, sosteniéndose la cabeza entre las manos en un gesto de reprobación, como si aún fuese una niña pequeña a quien reprender por la travesura de un capricho prohibido.

   Hoy llegaría Carol. Necesitaba hablar con su amiga, tenía tanto que contarle... Le diría que en cierto modo encontró algo, pero nada del otro Ricky, del novio que ella conoció. Quería hablarle de ella, de la Judith que descubrió allí, de aquella tierra maravillosa que tanto le había regalado… Desde su cama, tumbada, contempló las sandalias que descansaban sobre la repisa del armario, unidas por un colorido collar de cuentas. Más que un recuerdo: su trofeo de caza…


*”Relato ganador del Premio Narración Breve del Consejo Social de la Universidad de Cantabria, 2017”: 
© Luis Tamargo.-

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jueves, mayo 24, 2018

BALAS PERDIDAS


   A pesar de que era tarde, llegaba justo a tiempo para cenar. Los informes de fin de mes prolongaban en exceso el trabajo; además le disgustaba dejar a su mujer y su hijo solos en casa, tras la ola de robos y asaltos que, desde hacía varios meses, tenían atemorizada a toda la urbanización. Uno de sus vecinos, el juez Straiton, ahora jubilado, había propuesto crear patrullas de vigilancia organizadas por ellos mismos, pero Terry era más partidario de encomendar la tarea a los auténticos profesionales de la seguridad, aunque él ya había tomado sus medidas particulares de prevención.
Cuando entró en casa encontró a Clarice y al pequeño Matt ya a la mesa.
–No hemos hecho más que sentarnos –saludó ella, incorporándose; después de un fugaz beso de bienvenida, se dirigió a la cocina.
El pequeño Matt se abalanzó sobre su padre.
–¡Papi, papi, vamos a jugar, papi!…
Terry sonreía mientras le abrazaba. Últimamente no había quien le quitara al niño aquellas palabras de la boca: jugar, jugar… A fin de cuentas eso es lo que, con casi diez años, tenían que hacer los niños.
Le sentó sobre sus rodillas y, antes de que volviera la madre, sacó el revólver que guardaba en la gabardina; sabía que a ella no le gustaría. Sujetó la mano del pequeño entre las suyas y, empuñando el arma, apuntaron hacia el techo…
–¡Pam, pam! –el pequeño Matt disfrutaba sin dejar de disparar hacia el televisor, la lámpara, los cuadros– ¡Pam, pam, pam!...
Clarice regresó con su cena sin disimular un gesto de desagrado, pero Terry reaccionó con rapidez:
–¡Venga, ahora a cenar, se acabó el juego!...
No obstante no se libró de la consabida reprobación de su esposa.
–Sabes que no me gusta que juegues con eso, Terry, no deberías acostumbrarle a…
–¡No es para tanto, mujer! –atajó él, intentando embromar la situación–. No se cansa de jugar este chiquillo…
Ella pareció ceder, se acordó de repente de que la señora Levin vendría de visita, al día siguiente.
–Mañana se hartará de jugar con Philip, su amigo del alma. La señora Levin quiere enseñarme las fotos de sus últimas vacaciones.
Durante la cena charlaron del trabajo, de sus próximas vacaciones y de las recientes incidencias en el barrio…
–¿Sabías que atracaron al matrimonio Conway el pasado fin de semana? –Clarice enseguida le puso en antecedents, con todo lujo de detalles–. Se encontraron con media casa desvalijada, a su vuelta. Dice la policía que no se toparon con los ladrones dentro de puro milagro…
A Terry comenzó a disgustarle el tema de conversación, pero Clarice continuaba adelante con la explicación de los pormenores.
–…Fíjate que el chalet de los Scovell está pegado al suyo y Joie Scovell no oyó nada. Me la encontré este mediodía, a la salida del colegio. No hablan de otra cosa…
Pero Terry ya no atendía. Se levantó de la mesa y, con el pretexto de subir la gabardina a la habitación, puso fin a aquella preocupación que amenazaba con enquistarse y tanto malestar le provocaba.
A la tarde siguiente se las ingenió para aligerar el trabajo y llegar temprano. Aún estaba la señora Levin con Clarice, mientras los dos chiquillos correteaban por la casa.
–¡Hola a todos! ¿Qué haces, hijo?
–¡Estamos jugando, papi! –saludó el pequeño, mientras subían escaleras arriba hacia la habitación.
–¡Siéntate, cariño, mira qué fotos! –Clarice le señaló un sitio en el sofá–. Déjales que jueguen allí, al menos podremos estar un rato tranquilos…
No fue preciso insistir demasiado para que Terry acogiese de buen grado la invitación; también aceptó la taza de café que su esposa le preparó, mientras escuchaba las anécdotas del viaje de la señora Levin, dispuesto a dejarse distraer por una velada animada. Tan absortos andaban entre risas y curiosidades, que tardaron en percibir el extraño silencio con que suele anunciarse la tragedia. Pero ya era tarde.
El eco de la detonación resonó con estruendo por toda la casa, mientras el café se derramaba entre las fotos y, alarmados, saltaban de sus asientos. Impulsado por un resorte invisible, Terry subió de dos en dos las escaleras, hacia la habitación de arriba… El pequeño Matt sostenía la pistola aún humeante entre las manos y, tumbado a sus pies, su amigo Philip se tapaba los oídos con expresión horrorizada. Las mujeres gritaron sobrecogidas cuando Terry arrebató el arma a su hijo y, nervioso, comprobó que ninguno de los dos había sufrido daños.
–¡Gracias a Dios! ¡Qué susto!... –exclamó girándose hacia su mujer. 
La señora Levin sostenía en brazos a su hijo, sin dejar de sollozar, mientras el pequeño Matt se entregó al regazo de su madre, pálido de miedo. Clarice se percató entonces del agujero de bala que había perforado la puerta lacada del armario.
–¡Maldita sea, Terry! Te dije mil veces que un día…
Al abrir el armario Clarice chilló de nuevo apartándose, espantada, cuando un cuerpo ensangrentado cayó sobre ella, con todo su peso muerto. Terry se acercó con el arma en la mano. El hombre tenía el rostro oculto por una malla y un tiro le atravesaba el centro del pecho. Agachado junto a él, extrajo del bolsillo de la americana algunas joyas que asomaban; reconoció el collar de brillantes de Clarice y uno de sus relojes de oro…
Aún no se habían repuesto del estupor, cuando el sonido de dos detonaciones más les llegó desde la calle. Terry se acercó a la ventana, abierta de par en par; se asomó entre las cortinas que ondeaban. Abajo, su vecino el juez Straiton repartía órdenes entre un grupo de hombres, que trataban de inmovilizar a otro, contra el suelo. El juez se dirigió a él:
–¿Estáis bien, Terry?
–Bien, sí… ¿Qué ha pasado?
–Vuestro disparo nos alertó; también debió de asustar a este, que salió corriendo de mi casa, tratando de huir, pero esta vez hemos andado listos –el juez tomaba aire a cada palabra, sin poder ocultar la ansiedad ni la satisfacción por la captura–. Es el hijo de los Lenz. Había otro más que logró escapar, pero los vecinos le han reconocido: se trata del nieto de los Breen; dicen que su hermano también está metido en esto. Son chicos del barrio, ¿te das cuenta?, de aquí… Llama a la policía, Terry…
 Se giró sin soltar el arma hacia las mujeres que, en un rincón, se abrazaban, agarradas a los niños. Se acercó hasta el teléfono y quiso descolgarlo, pero no pudo. La pistola aún estaba caliente, podía sentir su calor  metálico  en la  mano.  Una  quemazón que  pesaba,  le  pesaba demasiado



*<<Relato ganador del III Certamen de Relato Corto de la Asociación "Pasucos" 
de Alumnos Senior de la Universidad de Cantabria, 2019>>
© Luis Tamargo.-

 http://web.unican.es/noticias/Paginas/2018/enero_2018/Fallados-los-Premios-Literarios-del-Consejo-Social-2017.aspx 

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viernes, mayo 11, 2018

MIL METROS LIBRES


   Cuando sonó el teléfono acababa de acicalarse el bigote que le había acompañado en sus últimos veinte años de abogacía. Sin soltar las tijeras atendió la llamada con la otra mano...
 -Entendido, acudiré de inmediato.
   La prisión de alta seguridad de Sacramento queda a apenas diez minutos de autovía desde el núcleo urbano, elevada sobre un minúsculo promontorio goza de uno de los enclaves geográficos más idílicos y seguros que puede desearse para este tipo de construcciones. A la orilla del mar, del que le separa tan sólo una banda ancha de arena, la prisión se erige en obstáculo insalvable frente al paisaje.
   Rodolfo Mantini era uno de estos cientodoce privilegiados. Desde el ventanal superior de su celda podía disfrutar del inmenso horizonte marino e, incluso, llegaba a atisbar parte de la playa que desembocaba en la franja costera. De las conversaciones con otros reclusos sacó la conclusión de que, paralela a ella, transcurría el ramal de una autovía cercana, pero que si uno atravesaba la playa en todo su largo, con sólo cruzar la carretera podía adentrarse ya en la población y, una vez allí, acceder a un vehículo o a la estación de trenes resultaría aún mucho más fácil. Claro que estas últimas cavilaciones ya formaban parte de su cosecha propia pues con nadie compartió la urdimbre de su plan. El mes anterior su compañero de celda contigua, un ex director bancario, apareció con un nudo de sábanas atado al cuello y, si algo tenía claro, era que no estaba dispuesto a sucumbir a aquel lento martirio sin ofrecer resistencia. Le ayudaba aquel océano vecino, el rumor de olas que cada noche mecía en calma las inquietudes que durante la jornada desgastaba en tramar una vía de escape.
   Se había estado preparando durante años, alguno menos de los que llevaba encerrado, pero más de los que pensaba permanecer allí, pues su condena nunca le permitiría salir. A sus cuarenta y cuatro años la forma física era un objetivo que recuperar, aunque sin demasiado sacrificio pues, si bien en los últimos años de la universidad las tareas del profesorado le mantuvieron en exceso ocupado, tampoco le impidieron dedicar tiempo al equipo de baloncesto del que era tutor. Así que, con unos estiramientos y una serie de ejercicios practicados con regularidad terminó de ponerse a punto, consciente de que una playa de apenas un kilómetro lo separaba de la libertad.
   Le preocupaba más escoger el momento apropiado y, sobre todo, aguantar y esperarse al día señalado; debía ser noche cerrada y las últimas mareas vivas de Septiembre tenían como culpable a una luna esplendorosa y radiante... Por eso, cuando se vió al otro lado del muro sabía que no tenía tiempo que perder. Tampoco podría correr paralelo a la orilla pues las olas delatarían su figura, así que emprendió la carrera por en medio de la playa, a través de aquella pista de arena de mil metros, distancia suficiente para dosificar y aumentar gradualmente el esfuerzo y la velocidad. En los cien primeros metros cogió tono, luego acrecentó la intensidad, era cuando había que entregarlo todo. La velocidad se nutre de su propia inercia acumulativa y, a su vez, la energía desarrollada se multiplica en progresión geométrica hasta alcanzar un clímax crítico, trepidante, capaz de mantenerse otros centenares de metros y que suele coincidir con el instante previo a la entrada a la meta. Dentro de aquella oscuridad, sin embargo, el suceder ininterrumpido de rápidas zancadas estalló de improviso en el punto más álgido de la trayectoria...
   Cuando el abogado llegó a la prisión aparcó al borde de la playa. Durante el trayecto vino repasando en su mente los recuerdos de aquel caso del catedrático de Historia y Arqueología que le tocó resolver en su día. Solamente testificó a su favor la casera, aquella señora relató el alma caritativa de su cliente cuando recogió un perro atropellado y lo llevó a una clínica veterinaria para que fuera atendido. Sin embargo, al Jurado le impresionó más el hallazgo de la familia del catedrático, asfixiada en el interior de su coche por los gases de una segadora. Rodolfo Mantini nunca se autoinculpó, tan sólo se limitó a callar. Nunca más habló.
   El abogado se acercó al grupo de policías de la Unidad Central Operativa que examinaba los restos en mitad de la playa. Junto al cadáver del fugado un peñasco de arista rugosa emergía de la arena, desafiante. El cuerpo mortalmente herido de Rodolfo Mantini estaba marcado por el corte fatal del encuentro con aquella roca. El abogado identificó afirmativamente el cadáver de su antiguo cliente, luego un capitán le explicó las circunstancias del brusco choque en la oscuridad más completa y, señalando a la policía científica, dejó entrever que la historia no acababa ahí.
   Fue en los meses sucesivos y a través de la prensa que el abogado se enteró de los nuevos avances. Antes, fue preciso recabar los correspondientes permisos, pues aquella enorme roca sembrada en medio de la playa formaba parte de la sempiterna geografía de Sacramento. Cuando las excavadoras removieron el lugar fueron apareciendo los otros restos que ocultaba aquella punta de iceberg, correspondían a las segundas ruinas mayas -que se conozcan- construídas en la orilla costera. El abogado pensó que Sacramento ya había empezado a cambiar, quizás dejaría de ser el sitio tranquilo que antes fue. Dobló el periódico, mientras sonreía inexpresivo por su reflexión...
 -...¡Al final todos consiguen su sueño!



*<<Publicado en Antología Certamen Grupo Búho, 2004.>>: 
© Luis Tamargo.-

 http://web.unican.es/noticias/Paginas/2018/enero_2018/Fallados-los-Premios-Literarios-del-Consejo-Social-2017.aspx 

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martes, marzo 09, 2010

LOS EPISODIOS DE EL MONTAÑÉS

   
   No era El Montañés hombre al que asustaba el peligro. Al contrario, no huía ni se escondía cuando se embarcó en uno de los galeones que realizaban el trayecto desde Acapulco a Manila. Nada le ataba al lugar donde nació y se consideraba aún demasiado joven para conformarse. Hasta donde conocía, su madre había llegado al oeste americano de la mano de su esposo, un lancero del ejército español, que intentaba poner orden en un territorio ocupado a los nativos que, no obstante, se resistían y plantaban férreas dificultades a una conquista definitiva.
   Su suerte habría sido otra de haber sido su padre aquel lancero, pero no fue así. Su madre le contó que había sido raptada por tribus apaches en uno de sus continuos ataques a la población de la frontera. Y él nació dentro de la tribu, fruto de aquellos guerreros de quienes aprendió las artes de la más vital de las supervivencias. Diestro con el cuchillo, el arco y la lanza, el contacto con el hombre blanco le valió para manejar distintas lenguas y también las armas de fuego. La presión que ejercían otras tribus desde el norte, que negociaban con los franceses, les obligaba a aprender rápido, sobre la marcha, en ocasiones a un precio muy alto. Era aquella una especie de guerra de todos contra todos, donde la pertenencia a un bando quedaba reducida a la única fidelidad posible, la de la lucha por la vida.
  De una de aquellas escaramuzas con los comanches escapó con aquel fusil, que se convirtió en su única compañía inseparable, durante la larga travesía hacia oriente.
  Sin embargo, la llegada a aquel nuevo mundo no le pareció en nada diferente del mundo del que provenía. Allí escuchó el nombre de la India. Ya lo había oído antes, en su tierra se lo habían llamado a él. Y El Montañés hacía caso de las señales… 
   En cuanto supo que la costa continuaba al otro lado de la isla, se dispuso a actuar. Durante los años que duró su periplo en el continente asiático, su destino estuvo ligado a los diamantes, fuente de todo mal, aunque también de la mayor de las riquezas a la que podía aspirarse en aquellas latitudes… Pero no iba con el carácter de El Montañés el lujo desmedido ni atesorar propiedades. Por ello, fiel al espíritu libre por el que se guiaba, supo reconocer cuándo se impuso el momento de regresar.
 Aunque no fue fácil encontrar un bajel que aceptara una yegua como tripulante, el cuantioso pago satisfizo al envilecido patrón, que trataba de convencer a El Montañés de que la carne de caballo les resultaría a todos más útil.
   De regreso al continente americano, El Montañés espoleó su cabalgadura en cuanto arribó a puerto. Probó fortuna en algún que otro rancho fronterizo, con desalentador resultado. Y acabó volviendo a los orígenes; se sentía a gusto realizando tareas de trampero en las montañas. La llegada del ferrocarril cambiaría aquel paisaje y, tras un intento fallido de acceder al paso del norte, decidió desaparecer en dirección a alguna aldea remota de la cordillera andina.

 El Montañés no fue sino un personaje de ficción, su historia bien pudo haber sido… Pero, ¿acaso no es eso una leyenda?


¡ GRACIAS POR LEER, AMIGOS/AS !