viernes, junio 06, 2008

P A S A J E R O S


     El pitido del tren se ahogó en la llanura. No fue hasta pasar el túnel cuando se dio cuenta de la llamada perdida que parpadeaba en su aparato móvil, por eso no lo oyó antes. Salió del compartimento para hablar con más confianza.
–Bien, Jorge, bueno… Atendedle hasta el final, ha de morir de viejo, nada de disparos, ¿entendiste?    Bueno, me mantendrás informado, ¿eh? …Sí, sí, llegaré para el fin de semana, ¿vale? Vale.
   Los granjeros de hoy en día si quieren subsistir deben competir con las nuevas armas que marcan la pauta, las labores del rancho tienen que apoyarse en una gestión acorde al mercado actual. Su viaje de negocios posibilitaría que los esfuerzos dedicados a su ganado y a los sembrados no fueran al traste y siguieran progresando. Para él habían quedado atrás las meras tareas agrícolas, si bien necesarias, aunque añoraba los viejos tiempos en que el patrón había de saber no sólo realizarlas, sino supervisarlas, compartiendo el sudor con sus asalariados. A su padre se lo escuchó en incontables ocasiones, mientras empacaba la hierba o reunía el ganado en el abrevadero, pero a él le habían tocado otros modos de trabajar el rancho heredado del abuelo. En el campo, tradición y modernidad disputaban una curiosa convivencia donde resultaba difícil establecer los márgenes… Y ahí estaba él, de viaje hacia la gran ciudad para hacer posible la vida en el rancho. Le tenía preocupado desde hacía varias semanas la enfermedad del caballo del abuelo, ya muy viejo; ahora agonizaba. La llamada del capataz le ponía al día sobre su estado. En vida le había escuchado las batallas y aventuras que corcel y jinete atravesaron en leal compañía, su abuelo lo contaba con afecto y dejaba escapar un cierto tono agradecido al recordar lo que nunca podría volver a repetir. Poco antes de morir, el abuelo le pidió aquel particular deseo que ahora él se preocupaba por cumplir… Al fiel alazán no debería faltarle de nada, ni siquiera el día de su muerte. Nunca comprendió aquella demostración de amor consistente en rematar de un tiro al caballo herido, así que se lo hizo prometer al muchacho, aquel caballo moriría de viejo, como él. Ahora que el muchacho había crecido ya sabía lo que había de hacer, había preparado la fosa en la ladera alta del monte; allí donde la vista abarcaba las largas praderas que descendían al paso del río, hasta la cordillera rocosa que dejaba asomar las primeras nieves en sus cumbres… Nada más que hacer, tan sólo esperar, así que se cubrió la cara con el sombrero dispuesto a descansar el resto del trayecto.
 Enfrente, una pareja de ejecutivos se acomodaba al vaivén del vagón sin mediar palabra entre ellos. Uno junto al otro, viajaban en incómodo mutismo. El más serio se atusaba la corbata de continuo con nervioso gesto, impaciente por finalizar el viaje, ansioso por abandonar la compañía de aquel jefe lo antes posible. El gerente, algo más joven, le había entregado en mano un expediente disciplinario, cuatro horas antes de la charla y posterior cena de celebración que previamente el veterano delegado había organizado con un grupo de los clientes más selectos. La reunión y la cena transcurrieron en un ambiente cordial y de cumplida corrección: el delegado con el puñal clavado en la espalda, los clientes atentos y preocupados en la mesa por corresponder al delegado ante su superior y, ajeno a todo, el jefe perdido entre ellos, más concentrado en poner término a su estratagema que en conocer los pormenores que afectaban al trabajo de su zona. El delegado podía barruntar las consecuencias del temporal que se avecinaba, se quedaría sin puesto de trabajo, pero habría de luchar por sus derechos ante al juez. Tan embebido estaba en el problema que casi adivinó que aquella era su parada y, antes de que chirriasen los frenos, se incorporó del asiento. El jefe alardeó de nuevo de un corazón de hielo al despedirse…
–¡Que tengas un buen fin de semana!
   El delegado no se volvió ni tendió la mano, solo le espetó un adiós.
  Cerca de la ventanilla, la señora que se escondía tras unas gafas de sol, sacó otro cigarrillo que devoró con ansiedad, igual que los anteriores. Como si siguiera un metódico ritual, salía al pasillo cada vez que finalizaba un cigarro para volver a fumar otro. Tal vez fuese un modo de disimular dentro del compartimento, que no pensaran que fumaba sin parar… Entre pitillo y pitillo ahuecaba su cabello rubio con movimientos cortos de sus manos. Las gafas ocultaban unos ojos fatigados, tristes de apenas dormir en demasiadas noches seguidas. Unos ojos a los que ya poco les importaba que el humo fuese dañino, pues había males peores. Aquellos ojos que espiaron ventanas y puerta del motel donde su marido se había hospedado, tras aquella repentina reunión que surgió de la nada. Así que eso es lo que había ocurrido veces anteriores, en tantas ocasiones como urgencias de negocio, tantas como chicas de alterne, como clubs de carretera que jalonaban el regreso a casa… Hasta que no lo vio con sus propios ojos no había querido creerlo, pese a las advertencias y sospechas. El mero hecho de seguirle y vigilarle certificaba el engaño, ya lo condenaba. Se tropezó en el pasillo con un tropel de gente que bajaba y subía cargada de maletas, luego volvió junto a la ventanilla para seguir observando la noche a través de sus gafas oscuras. No había hecho más que encender un nuevo cigarro cuando se incorporó brusca e interceptó el paso al interventor…
– …¡Daston Ville! ¡Señora, hace dos estaciones que lo hemos dejado atrás! ¿No escuchó el aviso…?
   La señora entró precipitadamente en el vagón, tropezó con el granjero, recogió su bolso y marchó como una exhalación. El joven iba a colocarse de nuevo el sombrero sobre el rostro y reanudar su sueño cuando volvió a sonar el teléfono que colgaba del cinturón. Gracias a las prisas de aquella viajera esta vez sí lo oyó…
–Vaya, Jorge, lo siento… Era de esperar. Ya sabes lo que has de hacer, sigue las indicaciones que os di al pie de la letra, ¿eh? Sí, sobre la loma, sí, la zanja ya está hecha, sí… Llegaré el viernes. Hazlo bien, vale.
   El granjero no pudo disimular un gesto de congoja, el caballo del abuelo había muerto de viejo, por fin descansaría bajo la mullida hierba de la loma, sobre las vastas praderas que primero cabalgó; el abuelo podía sentirse orgulloso. Sí, era curioso cómo su labor aquí resultaba imprescindible… Misterios de los nuevos tiempos que su heredada alma de granjero se limitaba a asumir sin comprender. En el fondo, él pertenecía a aquel mundo y las prisas, protocolos y penurias de la vida urbana no casaban con su rústico carácter, quizás por eso no le afectaban. Observó ahora los rostros sin interés que ocupaban el vagón, de verdad que tenía ganas de llegar al rancho… Se moría por subir a la loma alta y contemplar el valle a sus pies.
¡FELICES LECTURAS, AMIGOS/AS!